Cuando volví del exilio me sorprendió encontrar el mensaje tan generalizado (promovido por los establishments políticos y mediáticos del país) de que la transición de la dictadura a la democracia en España había sido modélica. Tal transición -se decía y continúa diciéndose- nos permitió pasar, sin mayores convulsiones, de una dictadura a una democracia homologable […]
Cuando volví del exilio me sorprendió encontrar el mensaje tan generalizado (promovido por los establishments políticos y mediáticos del país) de que la transición de la dictadura a la democracia en España había sido modélica. Tal transición -se decía y continúa diciéndose- nos permitió pasar, sin mayores convulsiones, de una dictadura a una democracia homologable a cualquier otra democracia europea. Es más, algunos protagonistas de aquel proceso hablaron incluso de ruptura con aquel sistema dictatorial anterior, ruptura liderada por el Monarca que, aún habiendo sido nombrado por el Dictador, condujo el proceso hacia una monarquía constitucional, equiparable a otrs monarquías europeas.
Esta lectura idealizada de la transición continúa a pesar de que la evidencia que muestra que tal transición no fue modélica es extensa, clara y robusta. No sé si hubiera sido posible otro tipo de transición. Sobre ello no quiero pronunciarme, pero lo que sí está claro es que de modélica tuvo poco. Se hizo bajo el enorme dominio de las fuerzas conservadoras que había apoyado aquella dictadura y controlaban el aparato del Estado, desde la Monarquía al Ejército, pasando por la Judicatura. Ni que decir tiene, que las izquierdas, y muy en particular las movilizaciones populares (sobre todo de la clase trabajadora de las distintas naciones y pueblos de España) fueron determinantes en abrir aquel proceso iniciado por la Monarquía (cuyas propuestas iniciales de cambio eran claramente no democráticas). Franco murió en la cama, pero el régimen que lideró murió en la calle. Pero la abertura, que introdujo la democracia, se hizo en términos muy favorables a las fuerzas conservadoras que continuaron controlando el aparato del Estado.
Uno de los indicadores del dominio conservador en las culturas políticas y mediáticas del país, es que a aquel régimen dictatorial se le define erróneamente como franquista, indicando con ello que era un régimen caudillista, autoritario (aunque no totalitario), liderado por un General, y por unas élites supeditadas al Caudillo. Pero, aquel régimen fue mucho más que caudillista. Lo que se ignora o se oculta es que fue un régimen fascista, tal como he detallado en otro texto documentando como aquel régimen tuvo todas las características que definen a un estado fascista, (ver mi libro Bienestar Insuficiente, Democracia incompleta. De lo que no se habla en nuestro país. Premio de Ensayo Anagrama 2002). Tal régimen fue establecido predominantemente por una clase social (centrada en el mundo financiero y empresarial) que fue impuesto a la población española para defender sus intereses de clase frente a las conquistas sociales de la clase trabajadora (conseguidas por la vía democrática durante la II República). El régimen estuvo cohesionado por una ideología totalitaria y totalizante (que invadía todas las esferas del ser humano desde el sexo a la lengua hablada), dotada de un nacionalismo hispánico extremo, con claras connotaciones racistas (el día nacional se llamaba el día de la Raza) junto con un tipo de catolicismo enormemente reaccionario que promocionó al Caudillo como la mano de Dios.
El lenguaje que utilizamos no es neutro. Y el hecho de que se defina aquella dictadura como caudillista en lugar de fascista, responde a un proyecto político conservador exitoso. Diluye la enorme importancia que tuvo en la configuración de aquel régimen la clase dominante, que continúa teniendo una enorme influencia en la vida financiera, económica, política e incluso mediática del país, en un sistema democrático altamente insuficiente y limitado, basado en un estado dominado por personajes heredados del régimen anterior.
El mejor ejemplo de ello es lo que está pasando en el Tribunal Superior. El partido fascista -La Falange- está exitosamente llevando a los tribunales al único juez en España, el juez Garzón, que ha intentado llevar a los tribunales a las autoridades responsables de los enormes crímenes realizados por aquel régimen fascista (ayudando además a las familias de las más de 120.000 personas asesinadas y desaparecidas). Y el Tribunal Supremo, presidido por un juez que en su día juró lealtad al movimiento fascista (el Movimiento Nacional) ha aceptado el mérito de tal acusación, basándose en que el juez Garzón estaba violando la Ley de Amnistía que se hizo en la transición que, supuestamente, exculpaba a los responsables de los crímenes realizados por aquella dictadura. Y para mayor insulto, el juez miembro del Tribunal Supremo que dio luz verde al proceso de enjuiciamiento del Juez Garzón, es el magistrado Adolfo Prego, patrono de honor de la fundación de ultraderecha, Defensa de la Nación Española, que será el que redactará la sentencia final. Tal señor es promotor de los libros del mayor defensor del golpe militar fascista de 1936, Pío Moa.
Y es otro indicador del enorme poder de las derechas en España el hecho de que, con escasas excepciones, no haya habido una protesta masiva del establishment político y mediático del país al enjuiciamiento del juez Garzón. Todo lo contrario, el argumento de la independencia de la rama jurídica del estado se ha utilizado ampliamente (incluso por algunas voces como el alcalde socialista de Zaragoza, el Sr. Alberto Belloch), como una exigencia del sistema democrático, con lo cual se llega al absurdo de que no denunciar aquella situación -profundamente ofensiva para cualquier conciencia democrática- se presenta como una exigencia democrática. Esta actitud ignora u oculta el carácter antidemocrático de instituciones y personajes cuyos comportamientos están dañando e inhibiendo el pleno desarrollo de la democracia española. Es inimaginable que en cualquier otro país que hubiera sufrido el fascismo y el nazismo (Alemania e Italia, entre otros), existiera hoy una situación semejante, en la que el partido nazi (prohibido en Alemania) llevara al Tribunal Supremo (en el que hubiera varios miembros que juraron lealtad al nazismo, algunos de los cuales permanecieran todavía activos en causas heredadas del régimen nazi anterior), al único juez que hubiera llevado a los tribunales a los responsables de los horribles crímenes realizados por el nazismo. Y es inimaginable que el alcalde de cualquier ciudad alemana indicara que hay que respetar el orden judicial y dejar hacer a la justicia. Hablar de justicia en este contexto es una farsa.
Otro argumento que se ha utilizado para oponerse a la denuncia del Tribunal Supremo ha sido el de negar que sea un proceso político, tal como ha hecho Francesc de Carreras, Catedrático de Derecho Constitucional, en su columna semanal en La Vanguardia. Este autor basa su argumento de que el ajusticiamiento de Garzón no es una maniobra de las ultraderechas, en el hecho de que el juez instructor que inició el proceso de reconocer y admitir la querella del partido fascista fuera el juez Luciano Varela, un juez perteneciente a la asociación progresista Jueces para la Democracia, concluyendo con ello que el caso Garzón no es un caso político sino un caso de lecturas distintas de las funciones de la judicatura. El hecho de que Varela fuera progresista en su día es, sin embargo, irrelevante. Que el juez Varela, de conocida hostilidad hacia el juez Garzón, utilice una Corte, el Tribunal Supremo, con gran densidad de personas cuya sensibilidad política de ultraderecha favorece el resultado de la denuncia del Partido fascista -la Falange-, muestra un comportamiento oportunista que lo hace colaboracionista de tal instrumento fascista en su intento de eliminar a Garzón. Seguro que el juez Varela conoce la historia de nuestro país, que sabe qué representa la Falange (que asesinó a miles de españoles), y que conoce el olvido al cual han sido sometidas las víctimas de aquella horrible dictadura fascista. Y también seguro que sabe que el juez Garzón fue el único que intentó corregir esta situación. Olvidar todos estos hechos y anteponer sus propias antipatías personales a la necesidad de corregir tales entuertos, merece la denuncia y el desprecio de cualquier persona española que se considere demócrata.
En realidad, todos estos hechos muestran que la transición fue profundamente inmodélica, pues nos dejó una democracia muy incompleta en la que las derechas (de nula cultura democrática) están utilizando su control de instituciones claves del estado para continuar eliminando las voces democráticas que cuestionan su poder y su historia.
Catedrático de Políticas Públicas. Universidad Pompeu Fabra, y Profesor de Public Policy. The Johns Hopkins University