Cabe datar la Transición entre 1976 y 1981, por entender que la refrendada Ley de Reforma Política (1976) abrió formalmente el proceso, y lo cerró la superación del golpe de Estado (1981) con el inicio simultáneo de una estabilización democrática y de una involución (LOAPA, GAL) vinculada, al parecer, a las pretensiones blandas del autogolpe […]
Cabe datar la Transición entre 1976 y 1981, por entender que la refrendada Ley de Reforma Política (1976) abrió formalmente el proceso, y lo cerró la superación del golpe de Estado (1981) con el inicio simultáneo de una estabilización democrática y de una involución (LOAPA, GAL) vinculada, al parecer, a las pretensiones blandas del autogolpe siempre ocultado.
Leyendas sobre la Transición
Ha habido una mitificación sobre la Transición (y el consenso) como un modelo inteligente y como relato de personajes. Pero el tiempo ha puesto en su sitio sus mitos.
Los grandes ausentes del relato fueron justo los principales protagonistas de los cambios: las movilizaciones masivas de los años 70 y, especialmente, las amplias militancias de los partidos de izquierda comunista, radical y abertzale y los movimientos organizados como los movimientos obreros, de emancipación nacional vasco, estudiantil o cívico catalán.
La Transición impuso seis reglas. Dos decisivas sobre el pasado: amnesia -cristalizada en la Ley de Amnistía del 77- y negativa a la depuración de los aparatos de Estado, hasta el punto de asignarle a las Fuerzas Armadas la fijación de los límites para el nuevo régimen (el sujeto de la soberanía y la unidad española). Y otras cuatro sobre el futuro: ninguna ruptura constituyente y, en su lugar, una democracia devaluada aunque homologable para una integración en la entonces Comunidad Europea; la monarquía como forma de Estado heredada y garante del compromiso; el disciplinamiento de las reivindicaciones sociales -formalizado en los Pactos de la Moncloa-; y el Estado mononacional español sobre una base regionalizada no federal de «café para todos», que permitiera portazos a las naciones históricas.
Se trató así de una Reforma más impuesta que pactada, muñida entre las élites bajo la iniciativa de la élite tardofranquista simbolizada por Suárez -toreando al bunker bajo promesa de impunidad- y que derivó en un proceso constituyente condicionado.
De hecho se instauró una democracia de baja calidad sin profundización en valores democráticos -más allá de los homologables procedimientos formales y procesos electorales- con un amplio margen para la corrupción y un escaso sentido democrático que cabe denominar como partitocracia bipartidista. Una fórmula ya ensayada con el régimen de la Restauración del XIX basada en la unidad española y en el ninguneo ciudadano. Asimismo dio aliento a unas nuevas élites políticas que no lucharon contra el franquismo y que se han ido cooptando por su lealtad a los líderes.
La escasa educación democrática y de valores facilitó las tragaderas sociales hacia la degradación de los Derechos Humanos a lo largo de estos 35 años. Unos los subordinaron a la emancipación nacional con continuos atentados mortales ante los que muchos miraban para otro lado; y otros los supeditaron al statu quo insensibilizando a las mayorías ante la represión, la tortura o el nacimiento del GAL en los años 80 por encargo de la cúpula del PSOE. Los derechos sociales -excepción hecha de enseñanza y sanidad- se deterioraron paulatinamente.
El Estado mononacional y regionalizado le dio la excusa a ETA para seguir matando hasta 2011, convirtiéndose, a su vez, en excusa del régimen para negar derechos políticos o exceptuar derechos humanos en una estrategia tancredista de los dos partidos mayoritarios de Estado.
Los factores de la Transición
La transición estuvo condicionada por factores contradictorios:
La burguesía financiera quería la homologación europea y temía la desestabilización, consciente de que el desarrollismo había creado la base económica y social de los sepultureros del Régimen: una masiva clase trabajadora industrial y una fuerte ampliación de las clases medias. A añadir el decisivo factor vasco. La tendencia social a la radicalización se vio alimentada por la incapacidad del tardofranquismo para satisfacer unas demandas sociales y nacionales largamente aplazadas. Buena parte de la burguesía industrial quiso la normalización de las relaciones laborales.
El franquismo no tenía ya base sociológica ni institucional. La propia Iglesia estaba dividida y el nacional-catolicismo ya no era soporte. El ejército -tras las muertes de Carrero y Franco- se había quedado sin líderes pero no presentaba fracturas significativas. El régimen necesitaba -bajo riesgo de descomposición- neutralizar a su ala dura y lograr, à posteriori y desde una posición de fuerza, un pacto político con la oposición. Para ello Suárez consiguió inaugurar el tablero de juego con la Ley de Reforma política del 76 -aunque la jornada de huelga del 12 de noviembre de 1976 contó con un millón de huelguistas- y la renuncia de la oposición a la ruptura.
Geopolíticamente fue muy importante el apoyo de Estados Unidos al Gobierno Suárez por temor a un nuevo Portugal que podía desestabilizar el sur europeo. Por su parte, la socialdemocracia alemana presionó, con la zanahoria de la financiación, a un entonces testimonial PSOE hacia la «reforma pactada».
Una vez Suárez y socialistas llegaron a una entente en 1976, al PCE le entró el pánico de la marginación y pensó que tenía que ser legal antes de las elecciones de 1977 al coste de aceptar la monarquía y la rojigualda y de embridar a los movimientos que controlaba. Con ello cavó su tumba. Renunció a fraguar, en términos gramscianos, un Bloque Histórico alternativo al que había gobernado los anteriores 40 años .
Euskal Herria fue diferente pero insuficiente
En Euskal Herria -punta de lanza en la confrontación al franquismo- el ciclo de movilización se había dinamizado con el proceso de Burgos en 1970 sobre bases organizativas obreras y populares. En 13 años hubo 9 estados de excepción. Esa capacidad movilizadora generó una sociedad civil potente. De hecho funcionó una alianza entre comunidad abertzale y movimientos obrero y anti-represivo sobre unas bases comunes: amnistía, legalización, depuración del régimen, elecciones libres, proceso constituyente, así como la autodeterminación (versión de la izquierda radical) o la independencia (versión de la izquierda abertzale que en la época aun confrontaba una y otra).
En el inicio de la Transición, se daba el liderazgo no orgánico del nacionalismo radical, pero tenían más peso orgánico las estructuras representativas y sindicales obreras -protagonistas principales de las movilizaciones con más impacto- así como la izquierda radical, que tenía un peso superior al propio PC (partido mayoritario en otras partes del Estado Español).
La Izquierda Abertzale no apareció como una alternativa global hasta los primeros 80, sobre el doble pie de la movilización y de la lucha armada; en el caso de ETA-M con estructuras estancas que favorecieron una larga autonomía y liderazgo del aparato militar. En 1978 había habido 86 muertos y le siguió un reguero de sangre y dolor, a pesar de que fue contraproducente para una estrategia de rechazo al nuevo Régimen, además de ajeno a una ética elemental. En 1987 se produjo el traumático atentado de Hipercor y, dos años después, en 1989, fracasaban las conversaciones de Argel. En las elecciones generales de 1993 ya se advirtió el declive de HB.
Por su parte, el peso e intervención social del PNV y de ELA en el tardofranquismo fueron limitados, pero su bagaje simbólico emergió potente en la Transición en base a los sectores que despertaban al cambio.
En Euskal Herria no incidieron a mediados de los 70 las dinámicas de la Junta, la Plataforma Democrática o la Platajunta. Al contrario que en el resto del Estado Español, donde ya para 1980 cundió el desencanto entre las bases de las izquierdas, continuaron las luchas masivas pero temáticas hasta 1992 (Lemoiz, Leizaran, antimilitarista..).
El rechazo constitucional y la institucionalización estatutaria -a la postre bastante decepcionante incluso para quienes la lideraron- vinieron acompañadas y seguidas de comportamientos electorales y mapas de agentes muy distintos a los del resto del Estado en las siguientes décadas.
El cualquier caso la influencia vasca a escala de Estado en los años 80 ya era limitada respecto al estabilizado gran juego. No podía desanudar ni cortar el nudo gordiano tejido en la Transición.
La nonata ruptura democrática
La «ruptura» no era una revolución. Solo una memoria con reparación; una depuración institucional; un proceso constituyente sin condiciones; el derecho de autodeterminación de las comunidades que solicitaran ejercerlo; la atención a reivindicaciones sociales que homologaran el nivel de bienestar con Europa; un gobierno provisional que guiara el camino; y un sistema democrático proporcional de listas abiertas.
¿Pudo ser de otra manera? Eso creo. A escala de Estado no se quiso llevar la correlación de fuerzas a un estadio superior mediante una alternativa general, un liderazgo y un proceso de movilización directamente político. Se podía haber logrado -con algo más de tiempo y con otros cauces- algo superior a la reforma semipactada, aunque probablemente algo inferior a la ruptura soñada. Y, desde luego, habrían sido posibles una democracia más profunda que garantizara la generalización de valores democráticos, como en la época republicana y, al menos, una España plurinacional.
Se sacralizó el consenso, que no fue sino la entrega de la primogenitura a los herederos más amables del régimen. Más que de una traición del PSOE y el PC se trató de una claudicación -como decía Sánchez Ferlosio- dejando a los movimientos en la estacada y, tempranamente, débiles en el desengaño. Lo seguimos pagando.
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