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21 años después

La última gran oportunidad: 14-D de 1988

Fuentes: Rebelión

El 14-D fue la última gran expresión de solidaridad de clase en la España del tiempo vivido. Una fecha histórica que, por un lado, cerraba una década de fuertes movilizaciones obreras nacidas al calor del final de la dictadura y los primeros años de la transición posfranquista; y por otro abría una nueva etapa marcada […]

El 14-D fue la última gran expresión de solidaridad de clase en la España del tiempo vivido. Una fecha histórica que, por un lado, cerraba una década de fuertes movilizaciones obreras nacidas al calor del final de la dictadura y los primeros años de la transición posfranquista; y por otro abría una nueva etapa marcada por la unidad de acción de CCOO-UGT en donde a pesar de llevarse a cabo otras tres huelgas generales (1992, 1994 y 2002) resultó ya evidente la ruptura del equilibrio entre las fuerzas capital-trabajo. Por este camino, se inauguraba así dos décadas de constantes y de fuertes retrocesos de los derechos laborales y sindicales fundamentales. Todo ello acompañado de una idea-fuerza: la incapacidad manifiesta por parte del movimiento obrero, aunque no sólo, de poner barreras al incremento de la explotación en sus más diversas manifestaciones.

La huelga general del 14 de diciembre de 1988 visualizó en una «democracia consolidada» las principales contradicciones del sistema como ningún otro hito conflictivo acaecido hasta el momento. El Plan de Empleo Juvenil (PEJ) propuesto por el gobierno socialista de turno sería el detonante. Desde su misma llegada al poder los Gobiernos socialistas, a través del discurso de la modernización y europeización -como nuevos principios ideológicos/programáticos del socialismo- se propondrían culminar la segunda etapa del proceso de reestructuración del capitalismo español iniciado con la aprobación de los Pactos de la Moncloa en 1977. La precarizadora reforma del Estatuto de los Trabajadores de 1984, el recorte en el sistema de pensiones -que motivaría la primera huelga general en democracia el 20 de junio de 1985- las políticas de desmantelamiento del sector industrial, entre otras muchas medidas, fueron algunos de sus principales episodios.

Mediada la segunda legislatura socialista (1986-1989) e iniciado el camino de la recuperación económica, se evidenciaría, por un lado, como el desempleo lejos de ser un problema coyuntural pasaba a ser considerado como un elemento estructural del nuevo modelo de producción; y por otro, las políticas de carácter flexibilizador/liberalizador del empleo aprobadas en 1984 situaban en los siguientes años la tasa de temporalidad de un 7-8% a más de un 30%, en lo que primero se conoció como el nacimiento de la «cultura de la temporalidad» y posteriormente como el triunfo de la «cultura de la precariedad». Según el análisis del Gobierno aquellas eran las consecuencias no deseadas o efectos perversos no queridos de la «vía socialdemócrata» adoptada; según el examen de los sindicatos, estos resultados expresaban los efectos negativos para la clase obrera del modelo (neo)liberal aplicado por el PSOE en estrecha comunión con la clase dominante de la mano de la CEOE. Dos lecturas de la realidad diametralmente opuestas que ejemplificaban las contradicciones capital-trabajo a finales de los ochenta, y que asimismo anunciaban tempranamente la profunda crisis económica de los primeros años noventa.

A lo anterior se añadía un riesgo cada vez más real para el futuro inmediato de las fuerzas sindicales: la consolidación de una profunda brecha entre estables –insiders– y precarios –outsiders– en el seno de la clase trabajadora. Una situación en la que CCOO y UGT, en diferentes escalas, tenían también parte de responsabilidad. Pero esa es otra historia. En lo que nos interesa, la aparición de los insiders y outsiders en el mercado mostraba, primero, un claro retroceso de los derechos conquistados, y, segundo, la paulatina eliminación de los mecanismos de solidaridad y autodefensa de la clase trabajadora. Un proceso, además, con un marcado carácter de ruptura generacional. Pero no sólo. Pues aquel fenómeno histórico hoy consolidado era la fiel expresión del crecimiento inusitado de la explotación capitalista como en pocos otros episodios de nuestra contemporaneidad. Así pues, en un contexto de debilitamiento y de pérdida de influencia de las dos grandes centrales obreras, la convocatoria de la huelga del 14 de diciembre constituyó para los sindicatos la última oportunidad tanto para frenar el proceso de dualización de la clase trabajadora así como para recuperar parte del terreno perdido en materia de derechos laborales y sociales. El 14 diciembre de 1988 sería, en este sentido, la última gran huelga a la ofensiva.

El 14-D fue un éxito. Un triunfo del siempre añorado movimiento obrero «clásico». La huelga se ganó en los centros de trabajo y en la calle. Ahora bien, la posterior gestión de estos resultados en lo que se conoció como el pago de la «deuda social», si bien abrió un periodo de parciales reformas tendentes a aminorar algunos de los principales desequilibrios originados por la política liberal del PSOE, estas mismas medidas serían limitadas en el tiempo. Y lo que no es menor incumplidas por el mismo presidente del Gobierno que en aquellos años declararía: «También se puede morir de éxito». De modo que, tras el 14-D nada sería igual. Las huelgas y movilizaciones obreras, en adelante, tendrían un carácter defensivo encadenándose una serie de derrotas históricas a las que pronto se sumarían los logros de la «paz social» a partir de 1997 con el primer Gobierno popular. Paz social que tan sólo se vería interrumpida temporalmente por la huelga general de junio de 2002.

Leer aquel episodio central de la memoria democrática del movimiento obrero dos décadas después, no es posible ni viable si no partimos de la «cultura de la derrota» en la que se encuentran instaladas las fuerzas políticas, sindicales y sociales de la Izquierda. Una cultura de la derrota que forma parte de la propia identidad colectiva de amplios sectores de la «izquierda anticapitalista», y que tiende a analizar el pasado no tanto en función de sus resultados sino de lo que pudo ser y no fue. Pensamiento anticapitalista que, de no superar dichas inercias, no será útil para retomar el «pulso» al movimiento obrero en un tiempo histórico en que el conflicto capital-trabajo se muestra a ojos de extraños y comunes como la principal contradicción de nuestro tiempo histórico.

Sergio Gálvez. Historiador, Universida Complutense de Madrid.

Rebelión ha publicado este artículo con permiso del autor, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.