«La medida de una civilización es el grado en que la inteligencia cooperativa sustituye a la fuerza bruta.» (John Dewey: Democracia y educación)
La lista de Schindler es la película de Steven Spielberg que cuenta la historia real de cómo el industrial alemán Oskar Schindler salvó la vida de cientos de judíos del campo de concentración de Plaszow en Polonia. Lo consiguió durante los años más pavorosos del holocausto sirviéndose en gran medida de su buena relación con Amon Göth, el comandante de las SS que dirigía aquel lugar infernal.
En el filme de Spielberg el comandante Göth es retratado como un psicópata sin alma, como una bestia de una crueldad más allá de lo humanamente concebible; nada exagerado a juzgar por los testimonios expuestos durante su juicio, que tuvo lugar en 1946 en Polonia.
En la película comprobamos, lo que entonces era la norma, y es que este tipo vive a cuerpo de rey en una confortable casa disfrutando de los lujos que, por contraste, acentúan la maldad del maltrato y las indigencias que padecen los prisioneros del campo (véase a este respecto la también excelente película La zona de interés de reciente estreno). Entre esos lujos de los que goza se cuenta el tener a su servicio a una joven y hermosa judía que se encarga de todas las tareas domésticas trabajando en condiciones de esclava. Su nombre, Helen. A Göth le gusta la mujer, le pone, como macho ario heterosexual, viril oficial que es de las SS.
Una noche solitaria, el abominable criminal, tras mucho debatirlo consigo mismo entre trago y trago de licor, baja al sótano donde sabe que su atractiva esclava se está aseando. Al llegar se la encuentra con un camisón blanco húmedo cubriendo su trémulo cuerpo. La mujer, como una estatua paralizada por el miedo, permanece de pie dentro de un barreño con agua. La imagen no puede estar cargada de más erotismo. El hombre empieza a caminar en círculos alrededor de ella, dando muestras de una evidente inquietud. Justifica su presencia diciéndole que ha venido a decirle lo maravillosa cocinera que es y lo bien que le sirve. Ella tiene la mirada fija en algún punto del suelo, y por la forma en que respira se percibe claramente el terror que le inspira la presencia de su amo. Éste no para de dar vueltas acercándose progresivamente al cuerpo, que evidentemente ejerce una poderosa atracción sobre él. Le pregunta si se siente sola en un intento por entablar conversación. Como no obtiene respuesta, su charla resulta ser más bien un monólogo que le lleva a confesar lo solo que él se siente. Llega a declararle, a punto de juntar su cara a la de ella, que desea tocarla, pero se reprime preguntándose qué estaría mal en ese gesto; y se responde a sí mismo que, claro, es que ella no es una persona «en el estricto sentido de la palabra». Pero entonces, rodeándola desde detrás, se enfrenta muy próximo a su cara y, tocando su pelo, se pregunta: «¿es esta la cara de una rata? ¿Son estos los ojos de una rata? ¿Acaso un judío no tiene ojos?». El hechizo se deshace repentinamente; cuando Göth está a punto de besarla recupera el control de sí mismo y le espeta a Helen: «eres una puta judía. Casi me convences, ¿verdad?», golpeándola al instante una y otra vez y sin conmiseración.
Lo que contemplamos en esta secuencia, sin duda de las más potentes de la película, es la manifestación conductual de uno de los conflictos internos más desazonadores que un ser humano puede experimentar. Se trata de la disonancia cognitiva, enunciada por primera vez por el psicólogo social norteamericano Leon Festinger en 1957. La psicología nos dice que una actitud es una organización aprendida y relativamente duradera de creencias acerca de un objeto o situación, que predispone al individuo a favor de una respuesta preferida. Es decir, según la actitud que una persona tenga ante determinada cosa o situación se comportará de una manera u otra. Así decimos de un alumno que tiene buena disposición al estudio y el aprendizaje cuando muestra una actitud positiva en el contexto académico respecto de las demandas que se le presentan; y esa actitud se hace patente en una serie de comportamientos concretos tales como prestar atención en clase, tomar apuntes, plantear preguntas pertinentes, entregar los trabajos que se le asignan por parte del profesor en tiempo y forma, etc.
La visión que un individuo tiene del mundo y sus formas de actuación pueden entenderse y explicarse en gran medida observando las actitudes que mantiene. Las actitudes son adquiridas por el individuo como resultado de su particular proceso de socialización, es decir, de los mecanismos mediante los cuales la sociedad integra a la persona nacida en su seno, inculcándole las claves que harán que perciba la realidad de una determinada manera (cosmovisión) y, consecuentemente, actúe sobre ella de forma que encaje con lo que la sociedad en su conjunto admite como válido.
Una actitud no es un elemento básico e irreductible de la personalidad de un individuo, sino que representa un agregado de varios elementos conexos entre sí. Tales elementos son las creencias, que son en esencia información cultural internalizada por el individuo; es decir, integrada en su mente, de manera que la hace suya y opera sobre su comportamiento de forma automática. La creencia, por tanto, es una predisposición a la acción, mientras la actitud es un conjunto de predisposiciones para la acción relacionadas entre sí y organizadas en torno a un objeto o situación.
Esto que he resumido es la teoría. Las distinciones conceptuales recién expuestas son eso, etiquetas ideales que permiten que el estudioso de la conducta humana pueda ensayar explicaciones más o menos plausibles que den razón de por qué hacemos lo que hacemos, pero en la realidad del mundo de las acciones concretas ejecutadas por las personas concretas las abstracciones simplificadoras llegan hasta donde llegan, porque todo es mucho más complejo y turbio.
Volvamos al caso del comandante Amon Göth de La lista de Schindler. Su actitud hacia los judíos es evidente, compuesta de creencias que no son pensamientos sin más, pues su obvia actitud de violento rechazo se basa ciertamente en que tiene por verdad indubitable que existen razas, que existe una jerarquía objetiva que permite su reconocimiento como inferiores y superiores, y que la judía es una raza inferior a la que cabe situar en el nivel de la infrahumanidad. Pero, al mismo tiempo, e inextricablemente unido a ese componente cognitivo sobre lo que considera verdad, hay también en su emponzoñada psique una carga afectiva que, en el caso de Göth, se traduce en un sentimiento mezcla de desprecio y odio a partes iguales hacia todos y cada uno de los individuos identificados como judíos. Todo esto, claro está, se halla estrechamente conectado a una conducta consistente en el asesinato a sangre fría de hombres, mujeres y niños en el campo de concentración que él dirigió.
Cualquier racista y/o xenófobo comparte este esquema de actitudes y creencias con el malvado de Amon Göth. Creerá, como él, en la existencia de razas, unas superiores y otras inferiores; creerá en la existencia de naciones puras, y valorará negativamente cualquier puesta en riesgo, mestizaje mediante, de esa pureza identitaria; sentirá igualmente rechazo hacia quienes suponen una amenaza de contaminación de la nación autóctona, en la que creen firmemente y a la que aman más allá de cualquier consideración racional. Su actitud ante el fenómeno migratorio no puede ser otra que la de la más férrea oposición, lo que suele ir acompañado de la deshumanización del inmigrante, al que, consecuentemente, se puede despojar de sus derechos (humanos).
Ahora bien, en la secuencia que he descrito al comienzo de este artículo se muestra la complejidad de lo que, sobre el papel, es un esquema de lo más congruente, en el que actitudes y creencias con sus distintos componentes encajan con su particular lógica. Lo que hay que destacar de la secuencia de la película de Spielberg es que, en la realidad humana, esa particular lógica se puede romper, y de hecho se rompe. En el caso de la disonancia cognitiva que experimenta Amon Göth ante su asistenta judía, él cree que es una rata, pero siente que es una hermosa criatura a la que podría amar, lo que se materializa en esa conducta consistente en acariciarla por un breve instante. Esa contradicción entre los distintos componentes de las actitudes y creencias de cada uno genera un malestar que puede llegar a provocar un sufrimiento difícilmente soportable, muy bien ejemplificado en lo que le pasa al personaje de Göth con Helen. El fascinante fenómeno de la disonancia cognitiva revela la turbiedad naturalmente propia de nuestra psique, que prueba lo irracional de nuestro comportamiento y lo lejos que en realidad estamos de ese ideal del homo sapiens
La secuencia de la película de Spielberg y la teoría de la disonancia cognitiva me han venido a la mente en estos días por los elogios dirigidos al héroe del partido contra Francia de las semifinales de la Eurocopa. Yo no soy futbolero; no vi en directo el gol del adolescente que a todos puso en pie. Luego, por supuesto, tuve ocasión de admirar su poderoso chut con esa precisa trayectoria que llevó al balón justo ahí donde ningún portero, por mucha que sea su destreza, puede alcanzar a parar.
Según proclaman los entendidos en todos los foros en los que el fútbol es el único tema –y los hay a paladas– ese gol de Yamal cambió el signo de un partido que se le había puesto muy cuesta arriba a la selección española (insisto: yo no entiendo, pero me fío del criterio de los expertos). Dado el hecho innegable de que el fútbol es una afición que anida transversalmente en los más diversos pechos de los hombres y mujeres que conforman el paisanaje hispano me atrevo a aventurar que ese gol habrá sido celebrado por gentes del norte y del sur, desde Cataluña –sí, seguro que allí también los habrá forofos de «la roja»– hasta Canarias, de inclinación política de izquierdas y de derechas. Los habrá también xenófobos y racistas, seguro, de los que creen que los así llamados menas vienen con machetes escondidos en los calzoncillos, ya salivando al cruzar la frontera dispuestos a violarnos a todos (¿por qué limitarse a las mujeres?) y/o a abrirnos a todos en canal en nombre de Alá el misericordioso. Son los que se apropian del patriotismo en exclusiva, convirtiéndolo en una virtud excluyente, los «auténticos patriotas» (habrá que recordar la conocida frase atribuida a Samuel Johnson: «el patriotismo es el último refugio de un canalla»). Me pregunto si estos conciudadanos nuestros, sin duda simpatizantes cuando no votantes de Vox y de ese nuevo engendro pseudopolítico de Alvise Pérez, experimentarán en el más íntimo rincón de sus conciencias lo que el comandante de las SS Amon Göth experimenta en la secuencia ya narrada de La lista de Schindler ante la joven judía de arrebatadora belleza. Se dirá que no es lo mismo, pero sostengo que en esencia se dan las mismas condiciones para que se dé la ya explicada disonancia cognitiva. Hay admiración por la belleza en ambos casos: la belleza del cuerpo femenino en un caso, y la del juego de un tan joven como excelente futbolista en el otro; la actitud de rechazo hacia los que son considerados una raza inferior que corrompe la pureza de la identidad nacional en el caso del episodio histórico nazi, y la misma actitud por parte de quienes ahora creen que la invasión de inmigrantes nos trae necesariamente una inevitable merma de nuestra identidad y bienestar nacionales.
A saber cómo se las apañará esa clase de aficionados estos días en su fuero interno con su sentimiento de alegría por el campeonato recién logrado por una España bien diversa, por un lado, y la evidencia de que también nos traen cosas buenas los que vienen allende nuestras fronteras buscando una vida mejor.
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