Artículo publicado hace treinta años en la revista «Sábado Gráfico», núm. 1.088, Abril, 1978
Ni «después de mí, el caos», ni el diluvio (cosas que pueden ser fecundas) fue lo que dijo Franco, antes de morir, para tranquilizar a los españoles, sino después de mí, las ataduras. «Atado, bien atado», quedaría todo después de su muerte. Ataduras para garantizarle a los españoles la estabilidad permanente. Se refería a la perdurabilidad inmovilizadora del orden establecido por su régimen gobernante, reinante, imperante. Y aunque éste fuese, como lo fue durante su vida, »personal e intransferible», trató de transferirlo, para después de su muerte, personalmente en otro. A este orden político, cargado y recargado de supersticiosos formalismos de legalidad, se le dieron dos nombres propios o adecuados para definirlo y determinarlo: uno, imaginativo, de «reino sin Rey», y otro jurídico-político, de «democracia orgánica», pero como forma de gobernar «a la española» monárquicamente. Practicó ese poder monárquico tan real Franco con más absolutismo tal vez que lo hizo en España ningún rey.
«Atado y bien atado» quedaría todo después de su muerte; prolongando su paz sepulcral para tranquilidad eterna de los españoles. Sucedió, sin embargo, lo que él no esperaba, que los españoles se intranquilizaron tanto con esa momificación en que les paralizaban sus ataduras que decidieron intentar desatarlas, desatarse de ellas. Pero había que hacerlo con prudencia y cautela; con extremo cuidado y destreza para no romperlas; para no romper sus ligaduras más fuertes, su armazón misma: el andamiaje o artilugio material que sustenta y sostiene todo aparato de orden político, estabilizado y estabilizante, organizado para funcionar por sí mismo (a lo que el filósofo Marx llamaba »esqueleto del Estado»). »Nada se parece tanto a un Estado como otro Estado», decía el general De Gaulle. Ó sea, según la metáfora del filósofo, que nada se parece tanto a un esqueleto como otro esqueleto. Por eso tal vez todas las políticas estatales acaban en danza macabra; que es a lo que se le suele llamar la paz; una paz (?) de la que tanto han padecido y siguen padeciendo, y cada vez más, todos los pueblos del mundo: y personalmente, individualmente, todos y cada uno de los hombres en particular.
No hay que romper las ataduras estatales, se nos ha dicho, hay que desatarlas, empezando por aflojarlas con muchísima precaución temerosa para no romperlas. Y así se ha tratado de hacer con las apretadísimas en las que nos dejó apresados Franco para nuestra más inmóvil tranquilidad y paz y sosiego eternos. Lo malo es que eran tantas, y tan bien atadas y ajustadas a su propósito, que al irlas aflojando muy poco a poco, con tanta parsimonia y torpeza, se han ido enredando de tal modo que estorban y paralizan más todavía cualquier movimiento liberador. Tanto, que los españoles están empezando a creer que era mejor lo »bien atado» que lo desatado tan malísimamente. Porque parece que los que no querían romper nada lo están rompiendo todo sin querer. Y tal vez, sobre todo, lo que no había que romper ¿la ilusión, la esperanza, la confianza, la credulidad de los españoles?
Romper o reformar se nos dice que fue la opción o alternativa que al régimen monárquico franquista se le planteaba para continuarse a sí mismo. ¿Pero romper o reformar qué? ¿Su propia forma de gobierno continuamente? Que lo era, se le llame como se quiera, monárquica absoluta. Con evidencia perogrullesca la ruptura con la continuidad tenía que romper y deshacer la forma de gobierno monárquica, instituida solemnemente por Franco en la persona del entonces príncipe don Juan Carlos de Borbón, heredero dinástico de su padre don Juan, quien fue siempre, tan expresa como expresivamente, vetado y excluido por Franco como peligrosísimo «liberal» y «demócrata». El príncipe don Juan Carlos aceptó la decisión institutiva del poder franquista y le juró fidelidad. Y así lo ha cumplido: y sigue cumpliéndolo. No podía hacer otra cosa sin infidelidad y sin perjurio; eludiendo, diríamos, noblemente, las pálidas sombras tentadoras de sus abuelos. (No me dirá el señor fiscal ahora que estoy injuriando a la forma de monarquía instituida por Franco en la persona de don Juan Carlos de Borbón. Estoy haciendo memoria; que es hacer historia contemporánea; pues la historia siempre lo es: contemporánea y memorable).
Apartemos ahora de nuestro recuerdo aquella ceremonia televisada, que todos vimos, de una supuesta transmisión de no se sabe qué «derechos reales» que hizo el legítimo heredero de la monarquía borbónica don Juan en su hijo don Juan Carlos. Su misma prudentísima y modestísima -y aún doméstica- expresión espectacular, cuidadosamente velada o vigilada por el Gobierno (enteramente ausente de ella), la volvía insignificante. Tanto, que ni siquiera le ha servido al Rey don Juan Carlos para mitigar ni disimular su justa, justísima impaciencia, para que se le constituya, y no sólo se le haya graciosamente instituido, como Rey. Don Juan Carlos tiene toda la razón, «tiene muchísima razón» (como el personaje famoso del célebre sainete zarzuelero) de querer que se le constituya Rey: de ser Rey constitucional de España y no sólo instituido por el mágico y milagrero poder que efectivamente le instituyó; lo que todavía el pueblo español no ha reconocido ni aceptado expresamente (aunque se suponga que tácitamente lo haga: que esto, por muy prudente, y aún políticamente discreto y razonable que sea, no es más que una suposición, tal vez temeraria).
Y en esto estamos los españoles (lo digamos o no) en la duda y en las dudas de que esa constituyente constitucionalidad de la forma de gobierno monárquica, por accidental o accidentalizable (la que siempre acaba por algún accidente, generalmente desgraciado) se constituya en sustancial y hasta en consustancial (como se dijo) de España o con España, por expresa voluntad popular. De monarquías accidentalistas y accidentadísimas ya tuvimos bastantes los españoles. De relampagueantes repúblicas sustancialmente accidentadas, muy pocas: dos.
¿Tendrá también razón, «muchísima razón», el presidente Arias, en prever perogrullescamente para España una democrática Constitución política «a la española»? ¿En españolizar todavía más y mejor la »democracia orgánica» de Franco para que funcione más y mejor cada vez -o, sencillamente, para que funcione-? O sea, para que continúe funcionando sin funcionar como hasta ahora. Porque hasta ahora, al parecer no se ha dado ni un solo paso fuera de ella; de su omnipotente invisibilidad paralizante y totalizadora; sino es el de tratar de reformarla, aumentándola y corrigiéndola para su mejor estabilidad total.
De esto y de algunas cosas, que son como no son, seguiremos hablando otro día. No muy lejano, por si acaso.
[Artículo publicado hace treinta años en la revista «Sábado Gráfico», núm. 1.088, Abril, 1978]