Arnaldo Otegi no tiene quien le escriba. Manuel Fraga, por el contrario, sí. De ello se encarga José Bono, el presidente más católico, apostólico y romano del Congreso que ha surgido de la bancada autoproclamada socialista. No es una casualidad que el castizo político castellano alabe la figura del incorrupto gallego y considere mezquino no […]
Arnaldo Otegi no tiene quien le escriba. Manuel Fraga, por el contrario, sí. De ello se encarga José Bono, el presidente más católico, apostólico y romano del Congreso que ha surgido de la bancada autoproclamada socialista. No es una casualidad que el castizo político castellano alabe la figura del incorrupto gallego y considere mezquino no reconocer al ex ministro franquista como «un gran español y un hombre de bien». Como tampoco es casualidad que a Otegi le acaben condenando a diez años de cárcel, junto con Rafa Díez Usabiaga, Sonia Jacinto, Arkaitz Rodríguez y Mirem Zabaleta, poniendo así piedras en el camino a un proceso de normalización política en Euzkadi que parecía incuestionable.
Algunos preferirán achacar el reconocimiento a Fraga a las inclinaciones casposas del ex presidente de Castilla-La Mancha, excepción que confirmaría la regla de un PSOE que pretende encarnar desde la década de los 80 la imagen de una España moderna mediante un coctel de progresismo que combina unas gotas de Europa con un chorreón de Alianza Atlántica, unas cucharadas de social-liberalismo y unas rodajas de movida madrileña. En realidad, la monarquía bipartidista surgida de la Transición lleva en su esencia este sincero agradecimiento a los herederos políticos de la dictadura, después de que aquellos jóvenes socialistas optaran en Suresnes por dejar de ser ambas cosas y convertirse en hombres de Estado. Por ello, no es extraño que un intelectual como Gregorio Peces Barba, a quien El País presenta como exponente de la «socialdemócrata» en el partido, no dudara hace solo unos día en arremeter desde las páginas de ese mismo periódico contra el movimiento 15M, al tiempo que rechazaba las críticas a personajes como Martín Villa, responsable político, junto con Fraga, del ametrallamiento de obreros en Vitoria en el año 76.
Detrás de estos comportamientos se esconden, en definitiva, las limitaciones democráticas del vigente sistema político, ése cuyo espíritu encarna un cada vez más viejo monarca, que en su juventud no dudaba en fotografiarse junto al Caudillo cada vez a que alguna sentencia de muerte desataba la indignación internacional. Un sistema asentado sobre una derecha que, más allá del rédito electoral del discurso antiETA, ha buscado en los últimos tiempos convertir a una genérica noción de «víctima del terrorismo» en una carta de presentación liberal, que supla sus carencias antifranquistas y su distanciamiento del pensamiento democrático republicano español. Una apuesta ideológica a la que se ha sumado sin muchas matizaciones un partido socialista acomplejado y ausente en gran media de la lucha por las libertades en los tiempos difíciles de la dictadura. Por eso, mientras los defensores de la firmeza democrática contra los «violentos» rechazan con grandes palabras la pretendida equiparación entre víctimas y verdugos, su defensa sin matices termina otorgando el mismo rango moral a Manuel Broseta que al torturador Melitón Manzanas, a Ernest Lluch o Miguel Ángel Blanco que al golpista Ricardo Sáez de Ynestrillas.
Esta es, sin duda, una de las principales razones por la que le resulta insoportable a la derecha española la perspectiva de una salida negociada capaz de superar las causas que generaron la violencia en Euskadi. Un reto que pasaría por considerar inadmisible el más mínimo sufrimiento humano por causas políticas, con independencia del bando donde se halle quien lo padezca. Pero que también debería asumir la perspectiva de avanzar hacia un modelo democrático donde cualquier opción política pueda ser no solo legalmente defendida sino, también, efectivamente si la mayoría social así lo estima. Una paz que solo así podría aspirar a convertirse en un gran homenaje colectivo a todas las víctimas del conflicto. Un objetivo que hasta esta semana parecía estar a solo un pequeño paso, como el que en su día se atrevieron a dar sin complejos ingleses e irlandeses, sudafricanos blancos y negros, y tantos otros.
Por desgracia la derecha sociológica española sigue espantada ante esa perspectiva y se empeña en seguir defendiendo los límites de un sistema político nacido con muy cortas piernas democráticas. No es extraño, pues, que cuando el fantasma de ETA parecía alejarse de la vida política vasca, los tribunales se empeñen en resucitarlo condenando a prisión a los dirigentes de la izquierda abertzale que más han apostado por dejar atrás la violencia. La misma judicatura, por cierto, que consideraron delictivo investigar los crímenes del franquismo.
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