Un aspecto trascendente de la pandemia actual es que permite ver procesos sociales antes velados u ocultos. La covid-19 nos ayuda a mirar la fragilidad de la vida y la vulnerabilidad humana mostrándonos el enorme caudal de trabajo y solidaridad desarrollado por tantas personas hasta ahora invisibles. Apreciamos la incansable dignidad de quienes trabajan en la construcción, el turismo y los servicios, o de trabajos feminizados como limpiadoras, camareras de piso, cajeras y trabajadoras de cuidados, ahora vistas como esenciales, cuando antes fueron sistemáticamente menospreciadas. Nos hacemos conscientes del encomiable compromiso y riesgo de miles de trabajadores sociales y sanitarios, ahora llamados héroes/heroínas, pero antes infravalorados y precarizados. Y vemos que es una pandemia de desigualdad que, sobre todo, afecta a los barrios y población humilde, y a grupos vulnerables como enfermos, mayores, y personas con diversidad funcional, en centros penitenciarios y residencias.
Recientemente, el director de la Oficina Regional de la OMS para Europa ha señalado una desigualdad trágica: la mitad de los europeos fallecidos residían en residencias. Aunque aún no disponemos de análisis definitivos, los datos disponibles en España muestran una situación aún peor: tres de cada cinco muertes ocurrieron en residencias. Si bien algunos han señalado que el problema radica en la concentración de personas ancianas y vulnerables, muchas residencias no tienen fallecidos, por lo que precisamos de mejores explicaciones. La pandemia nos permite examinar un modelo de cuidados, implantado durante años, caracterizado por la infrafinanciación pública y un modelo de atención a la dependencia mercantilizado y precarizado. En 2006 se aprobó la “Ley de dependencia”, pero la crisis económica posterior y la elección de políticas austericidas recortó el gasto en residencias públicas, incrementó el déficit de plazas, redujo el papel de entidades sin ánimo de lucro, y externalizó servicios (a menudo sin concurso público, con redes clientelares/familiares y corrupción) a grandes empresas, aseguradoras y fondos especulativos que, como revelan los paradigmáticos casos de Madrid y Catalunya, vieron en la atención a las personas mayores un mercado rentable para hacer negocio. ¿Cómo lo hicieron? Recortando personal, ahorrando en material básico y mantenimiento, reduciendo la calidad de servicios y degradando la atención y condiciones higiénicas y alimentación de las personas ancianas. Actualmente, tres de cada cuatro de los casi 5.500 centros existentes son privados o concertados y más del 40 por ciento de su facturación anual (cerca de 5.000 millones de euros) es sufragada públicamente. Se parasita al sector público, se gestiona privadamente y se actúa sin control democrático. Sin los medios adecuados para detectar, prevenir y cuidar, el contagio se ha expandido a trabajadoras y residentes multiplicando el riesgo de morir, que el gobierno trata ahora de paliar con recursos y desinfectando espacios.
A finales de 2019, la Marea de residencias promulgó una categórica advertencia: mañana puedes ser tú. Olvidados en las residencias, descartados para ir a hospitales y relegados en las UCI, los mayores han sido abandonados a su suerte. Esta pandemia revela que debemos exigir responsabilidades a un modelo socialmente ineficiente, corrupto e inhumano. Cuidar ancianos es compartir vida; un trabajo hermoso, digno y esencial que debe ser un bien común no mercantilizado. Desplegar un modelo público universal de atención a la dependencia, integral y de calidad, bien financiado, gestionado e integrado en la atención sociosanitaria pública, es un derecho de toda la población que no puede esperar.
Joan Benach es profesor, investigador y salubrista (Grup Recerca Desigualtats en Salut, Greds-Emconet, UPF, JHU-UPF Public Policy Center), GinTrans2 (Grupo de Investigación Transdisciplinar sobre Transiciones Socioecológicas (UAM).