Traducido del inglés para Rebelión por Sinfo Fernández
Las compañías petroleras argelinas llevan años reclutando un ejército de mujeres jóvenes y solteras para tareas de logística, limpieza, cuidados y restauración. Su imprevista presencia en grandes cifras en una ciudad de trabajadores masculinos ha provocado resentimiento y violencia. (Editores)
Un artículo publicado el pasado mes de abril en el diario argelino El Watan que informaba de los violentos sucesos acaecidos en la ciudad argelina de Hassi Messaoud, desencadenó una tormenta en Francia y, en menor medida, en Argelia: mesas redondas, manifestaciones de solidaridad, titulares sensacionalistas. Hassi Messaoud se convirtió en la «ciudad de las violaciones»; «Hordas de violadores con turbantes… armados con espadas» realizaban «pogromos», y cada día «se encuentran nuevos cuerpos en las dunas».
Hassi Messaoud llenó por primera vez los titulares en julio de 2001, cuando cientos de hombres atacaron a las mujeres en el área de El Haicha en nombre de la «decencia pública». Se informó que las víctimas habían sido «golpeadas, azotadas, apuñaladas, arrojadas desnudas a la calle, arrastradas por el suelo, linchadas por la multitud, mutiladas, torturadas, violadas e incluso algunas quemadas vivas».
Hassi Messaoud está a una hora de vuelo de Argel, a 850 kilómetros al sureste. Era ya tarde cuando aterricé; los funcionarios de servicio me preguntaron vagamente por el propósito de mi visita. Mencioné el nombre de una compañía ficticia y me adentré en el lugar quedándome impresionada: ¿Podía ser esa el municipio más rico de Argelia? Parecía como si todo se hubiera venido abajo, calles plagadas de baches, casi sin pavimento, fachadas cuarteadas, cemento agrietado. Había basura por todas partes, con estrechos callejones que llegaban hasta el borde del desierto donde se depositaba para que se secara.
En esa región todo gira alrededor del petróleo. En alrededor de 71.000 kilómetros cuadrados se extiende una zona industrial, complejos habitacionales lujosos y la ciudad misma, en una cuenca rodeada por el desierto. El lugar era un puro disparate. Había sido una ciudad-dormitorio dominada por los hombres. Después se suponía que tenía que convertirse en zona residencial, con mujeres y niños, por eso se estableció como municipio en 1985. En los años de la década de 1990, la ciudad creció velozmente. Miles de personas se asentaron buscando empleo y huyendo del terrorismo que campaba por doquier. Entre 1987 y 1998 la población aumentó de 11.428 a 40.368 habitantes. Pero violando todas las normas de seguridad, la ciudad se construyó por encima de los oleoductos que se extendían entre la refinería y los quemadores que arden día y noche. No fue sino hasta 2005 cuando se declaró «zona de alto riesgo».
Ahora hay 60.000 habitantes oficialmente registrados, aunque según un antiguo parlamentario, la realidad podría duplicar esa cifra. El presupuesto municipal es de 4.000 millones de dinares (54.800 millones de dólares). Adónde va a parar esa cantidad es algo que se ignora ya que el agua del grifo es imbebible, las tuberías de gas un lujo y el transporte público inexistente.
Hassi Messaoud tuvo siempre grandes sueños para el futuro. Los grandiosos planes de las autoridades trataban de superar el fracaso que suponía la existente ciudad creando una nueva unos pocos kilómetros más allá del caos actual, planificada para 2015 con un coste de 5-6.000 millones de dólares. Pero, dijo un periodista local, «No habrá nunca una nueva ciudad. ¿Qué harán con quienes residen aquí? Alguna gente ha hecho fortuna aquí y otros se han asentado con sus familias. No se irán. ¿Quién les compensará y cómo?» Las autoridades no han encontrado la respuesta. No se han dado permisos para construir y el proyecto ha quedado congelado. Sólo se ha obligado a marcharse a los destituidos, a los que viven en los barrios de chabolas, reubicando a los más afortunados en ciudades cercanas. Un vecino que lleva mucho tiempo residiendo ahí dice: «Quieren convertir esto en un Dallas para los estadounidenses y sus familias. Han trasladado a los habitantes de los barrios pobres pero no les va a resultar fácil deshacerse de nosotros».
En 2007, el consejo municipal se disolvió debido a acusaciones de «disfuncionalidad» entre sus miembros. Según la ley, en 45 días tendrían que haberse celebrado nuevas elecciones. Pero, como dice un vecino, los miembros del consejo «consiguieron que les eligieran, se quedaron en el poder un par de años, después les arrestaron por malversación o corrupción y después les condenaron a dos o tres años de prisión. Y al final salieron de la cárcel convertidos en multimillonarios». Mientras tanto, el jefe de la daira (región administrativa) gestiona los asuntos diarios, el statu quo. Sólo las fuerzas de seguridad pueden afirmar que cuentan con legitimidad.
Llegan mujeres trabajadoras
Las mujeres han venido trabajando en las compañías petroleras desde la construcción del gaseoducto Magreb-Europa inaugurado en 1994. Y eso fue lo que hizo que apareciera una nueva generación de trabajadoras atraídas por las posibilidades de empleo que ofrecía el petróleo. Las multinacionales las reclutaron para limpiar, cocinar y lavar. Seguían a sus empleadores de lugar en lugar, hasta llegar a las inmensas construcciones de Hassi Messaoud, donde se asentaron y se les unieron otras mujeres.
En muy pocas ocasiones se había visto, en un área tan pequeña, tantas mujeres trabajadoras invadiendo un mercado de trabajo, una fuerza laboral libre que se desplazaba por los lugares ofreciendo sus servicios al igual que los hombres. En 2001, el Fondo Nacional de Seguridad Social contaba con una lista de 9.700 trabajadoras. Ahora cuenta con 28.700, casi la mitad de la población. Eso convierte a esta región en algo único: la media de mujeres trabajadoras en Argelia sólo alcanza el 18%. Ni las autoridades ni los empleadores previeron plan alguno para afrontar un estado de cosas sin precedentes en una ciudad que hasta la fecha había sido mayoritariamente masculina. Las compañías petroleras encargaban de sus tareas de logística a subcontratistas, que prosperaron al lado de las multinacionales con la liberación del mercado petrolero en la década de los noventa del pasado siglo.
Samia, 34 años, es un ejemplo típico de esas mujeres. Llegó a Hassi Messaoud en 1999 con su padre, que era conductor. Él se puso enfermo y regresó a su hogar en la ciudad de Aures pero, dijo Samia: «Yo y mis hermanas tomamos una decisión audaz y decidimos quedarnos». Logró promocionarse y pasó de limpiadora a gobernanta. Y, mientras hablaba en la base donde contrata y entrena a otras mujeres para una compañía de catering, se mostraba impresionantemente segura. La base se administra como un hotel de cuatro estrella. Hay seguridad a la entrada, un restaurante, bar, cabinas con aire acondicionado y pantallas de televisión de plasma que se les proporciona a los hombres de negocios en visita. La única seguridad que las mujeres tienen es su trabajo (y no es precisamente muy seguro). La compañía les deduce una comisión del salario. Aunque el salario de Samia es de 60.000 dinares (alrededor de 820$), recibe sólo 25.000 dinares (340$), pero Samia no se queja: «Es normal: me aseguran que tendremos trabajo y nos proporcionan transporte».
Cada día las empleadas atraviesan la ciudad a bordo de minibuses, pasando de un universo a otro. Donde viven todo es caos y desorden; tienen que encontrar casa en un mercado inmobiliario sin reglas escritas. Para entrar en el apartamento alquilado de tres habitaciones que Samia y sus hermanas comparten con otras cuatro mujeres en el centro de la ciudad, tienes que tocar tres veces en la pared. El propietario no facilita las visitas, «para evitar problemas» con la policía o los vecinos. Les cobra 18.000 dinares (240$) por un apartamento espartano del cual pueden ser expulsadas en cualquier momento. Esta incertidumbre se agrava por el acoso de los vecinos que les piden dinero para dejarlas vivir en paz.
Los sucesos de abril
Samia tuvo que sufrir la violencia en 2001, cuando vivía en el área de El Haicha de la ciudad. Dijo: «Me pude salvar gracias a una valiente amiga que dijo: ‘Tu eres virgen, ve y escóndete que yo les haré frente’. Recuerdo cómo le arrancaron el vestido. Pudimos escapar gracias a un vecino que nos metió en un taxi. Querían atemorizarnos y que nos fuéramos. Los locales del Sahara piensan que Hassi Messaoud les pertenece a ellos». Pasó de nuevo mucho miedo cuando este año le llegaron informes de renovada violencia, pero no pudo determinar si los hechos ocurrieron después de la aparición del artículo de El Watan o antes. «No habíamos oído nada de los sucesos ocurridos en las ‘136 Viviendas’ [el área donde se dijo que se produjeron los violentos incidentes de esta primavera], aunque aquí acabas enterándote de todo».
Con ayuda de Samia, encontré a una mujer a la que habían atacado en abril. Estaba a punto de irse de la ciudad, pero habló conmigo por teléfono: «Había cuatro o cinco atacantes. Me destrozaron la puerta y entraron. Me amenazaron con un cuchillo y me robaron todo. Pero no puedo mentir a una hermana ante Dios: no me tocaron. Cuando fui a quejarme, aquello estaba lleno de mueres; el policía me dijo que ‘pensara que había sido afortunada de que ellos no cruzaran la línea'». (En árabe, no se utiliza casi nunca la palabra «violación»). No conocía a las otras mujeres asaltadas y me dijo que preguntara a su hermana, que vivía en las 136 Viviendas. Pero la hermana dijo que no conocía a las mujeres y me indicó que preguntara a la policía. «Ellos sí saben», dijo. Contacté con otras mujeres, trabajadoras de las bases o residentes en las 136 Viviendas, pero no pude averiguar nada.
Está claro que hubo violencia pero no en la escala de 2001. Según la policía, se informó de cuatro o cinco ataques entre abril y mayo. La cifra debería ser considerada con prudencia, pero se ajusta al número de casos de los que informaba El Watan. Un periodista local me dijo que «se había exagerado el nivel de violencia de este año. He oído hablar de ello. En 2001, toda la ciudad hablaba de lo sucedido».
Aunque parezca extraño, encontré a la única víctima de violación dispuesta a contar su historia en una comisaría; me puso en contacto con ella una sindicalista que quería demostrar que Hassi Messaoud era «una ciudad como cualquier otra». Lamia, de 24 años, parecía traumatizada. Dijo que cuando llegó por primera vez a Hassi Messaoud, «acababa de salir de entre las faldas de su madre». Había seguido a su novio, quien después renegó de su promesa de matrimonio dejándola sola. Consiguió trabajo como recepcionista en una compañía italiana: «Lo hacía muy bien, me sentía bien». Pero una tarde, camino de su casa atravesando la inhóspita zona cercana a la estación, la siguieron. «Eran cuatro hombres, el mayor no superaría los 24 años. Olían a alcohol e iban hasta los ojos de droga. Uno de ellos me puso un cuchillo en la garganta y me violó. Grité. Le siguió su amigo». Lamia presentó una denuncia, y un médico forense la examinó. Dijo que el oficial le preguntó: «¿Qué prefieres, presentar una queja o encontrar trabajo?», y ella contestó: «Encontrar trabajo». Después me espetó: «Debo decirte que no era virgen».
En Argelia no está muy claro qué constituye violación. Según Jadiya Jalfun, una abogada de las víctimas de 2001, el código penal deja espacio para la duda: «El código penal habla de violación sólo en su versión francesa… Y en la árabe, con gran hipocresía, menciona sólo «ofensas al pudor». Se da prioridad a la dimensión social; el honor de la tribu es más importante que la víctima».
«Vivimos sobre la basura»
La gente me advirtió que el área de las 136 Viviendas era una zona peligrosa. Estaba en las afueras de la ciudad, era la última barriada que se construyó, entre villas y urbanizaciones masivas. El lugar reflejaba la historia del pueblo del Sahara: son quienes llevan viviendo aquí más tiempo y sienten que se les ha marginado.
Mi anfitrión me saludó en medio de residuos industriales. «Vivimos sobre la basura», dijo. «Las autoridades no tienen ninguna humanidad, son simples ladrones. Necesitamos una clase humana diferente, más fuerte que yo, que traiga justicia. Nadie nos da nada y si se te ocurre hablar te meten en la cárcel». Se volvió hacia un muchacho de unos veinte años: «Dile cuántos de tus amigos están en la cárcel». El muchacho dijo: «Al menos una docena». Estaba desempleado. «Sólo consigo lo suficiente para comer. Pero todo se me ha cerrado. Para poder encontrar trabajo tienes que ir todos los días de una compañía a otra; eso significa que tienes que pagar un taxi y, ¿cómo se supone que voy a pagarlo?»
Esta marginación está produciéndose en presencia de mujeres que tienen empleo. «El lugar de las mujeres es la cocina», gruñó un anciano. «No estamos en contra de que las mujeres trabajen, pero hay que organizar las cosas. Hacen de todo, barren, lavan la ropa, hacen la comida. Todo esto es culpa del estado. Quieren [las autoridades] que la gente se revuelva; están creando desorden para poder seguir robando. Si fuera más joven, robaría. Empujan a la gente a hacer cosas maldecidas por Dios».
La prostitución era un hecho avocado a existir en este lugar donde el dinero fluye y un ejército de inmigrantes vive lejos de sus familias. Una muchacha me dijo: «Es verdad que hay algunas mujeres que vienen aquí a hacer la calle». La muchacha había acabado en ese entorno, después escapó.
El tema hace que otras mujeres se sientan incómodas. Fadela ha hecho toda su carrera en la compañía petrolera estatal Sonatrach: «Tenía cuatro años cuando llegué con mi padre a Barna, en Hassi Messaoud. Empecé como trabajadora social el 26 de junio de 1988». Ascendió a coordinadora de salud para los servicios petroleros del estado: «Me moví alrededor de 27 lugares. Incluso fui hasta la frontera libia con un conductor y no me sucedió nada».
Se sentía enojada por la campaña de solidaridad francesa con «las mujeres de Hassi Messaoud». Me dijo sobre la misma: «Vds. nos han difamado a todas. Han manchado la reputación de las mujeres que viven aquí… Es verdad que hay violencia contra las mujeres, pero como la hay en cualquier otra ciudad del mundo».
Fadela es una líder sindical, elegida por una mayoría de hombres, se reunió con nosotros en al oficina de la Unión General de Trabajadores Argelinos, el único sindicato reconocido del país. Está soltera y vive con otras tres hermanas, que son gerentes y supervisoras con nivel universitario, las hijas de aquel socialismo y nacionalismo que integraba a los trabajadores mediante las compañías estatales. «Esto era un mini París. Íbamos a la piscina, todo el mundo se conocía y sabíamos cómo hacernos respetar».
Defiende «el honor de la ciudad y de sus habitantes» y culpa a las «otras mujeres» (las inmigrantes), a quien considera parcialmente responsables de su desgracia: «Cuando llegaron aquí, se las conocía por las «americanas». Tenías que haber visto cómo vestían. Olvidaban que los hombres que salían de trabajar llevaban a veces más de sesenta días sin ver a una mujer».
En Hassi Messaoud, el problema no es el empleo femenino. Más bien es la llegada masiva de tantas mujeres jóvenes y solteras, cuya independencia económica y experiencia les ha dado libertad para comportarse como quieran, sin tener en cuenta cómo son las zonas de clases trabajadoras donde viven. Pero no escapan a la supervisión: la policía religiosa y social trata de promover la buena conducta y la moralidad sexual recordándoles que la barriada las observa. Y castigan a las que no escuchan, de forma acorde con su «pecado».
(Traducido del árabe al inglés por Kashif Islam)
Ghania Mouffok es periodista en Argelia.
Este artículo ha aparecido originalmente en la edición de octubre de Le Monde Diplomatique, con quien CounterPunch acordó su publicación en su página en Internet.
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