Que las mujeres gozan de menos derechos que los varones en todos los rincones del mundo no es ninguna novedad. Y cuándo va a cambiar ostensiblemente eso, más allá de los grandes pero aún insuficientes esfuerzos que ya han comenzado a hacerse al respecto, no lo sabemos. Lo que sí está claro es que las […]
Que las mujeres gozan de menos derechos que los varones en todos los rincones del mundo no es ninguna novedad. Y cuándo va a cambiar ostensiblemente eso, más allá de los grandes pero aún insuficientes esfuerzos que ya han comenzado a hacerse al respecto, no lo sabemos.
Lo que sí está claro es que las religiones -todas- no juegan un papel precisamente progresista en ese cambio: más que ayudar a la igualación de las relaciones entre los géneros, promueven el mantenimiento de las más odiosas diferencias.
Amparados en la pseudo explicación de «ancestrales motivos culturales», podemos entender -jamás justificar- el patriarcado, los arreglos matrimoniales hechos por los varones a espaldas de las mujeres, el papel sumiso jugado por éstas en la historia, el harem, la ablación clitoridiana; podemos entender que una comadrona en las comunidades rurales de Latinoamérica cobre más por atender el nacimiento de un niño que el de una niña, o podemos entender la lógica que lleva a la lapidación de una mujer adúltera en el Africa.
En esta línea, entonces, podríamos decir que las religiones ancestrales son la justificación ideológico-cultural de este estado de cosas; las religiones en tanto cosmovisiones (filosofía, ciencia, código de ética, manual para la vida práctica) han venido bendiciendo las diferencias de género, por supuesto siempre a favor de los varones (¿por qué los poderes, al menos hasta ahora, han sido siempre misóginos? Esto, secundariamente, demuestra que todas las religiones son absolutamente machistas, nunca progresistas).
Quizá en un arrebato de modernidad podríamos llegar a estar tentados de decir que las religiones más antiguas, o los albores de las actuales grandes religiones monoteístas, son explícitas en su expresión abiertamente patriarcal, consecuencia de sociedades mucho más «atrasadas», sociedades donde hoy ya se comienza a establecer la agenda de los derechos humanos, incluidos los de las mujeres, sociedades que van dejando atrás la nebulosa del «sub-desarrollo». Así, no nos sorprende que dos milenios y medio atrás, Confucio, el gran pensador chino, pudiera decir que «La mujer es lo más corruptor y lo más corruptible que hay en el mundo», o que el fundador del budismo, Sidhartha Gautama, expresara que «La mujer es mala. Cada vez que se le presente la ocasión, toda mujer pecará».
Tampoco nos sorprende hoy, en una serena lectura historiográfica y sociológica de las Sagradas Escrituras de la tradición católica, que en el Eclesiastés 22:3 pueda encontrarse que «El nacimiento de una hija es una pérdida», o en el mismo libro, 7:26-28, que «El hombre que agrada a Dios debe escapar de la mujer, pero el pecador en ella habrá de enredarse. Mientras yo, tranquilo, buscaba sin encontrar, encontré a un hombre justo entre mil, más no encontré una sola mujer justa entre todas». O que el Génesis enseñe a la mujer que «parirás tus hijos con dolor. Tu deseo será el de tu marido y él tendrá autoridad sobre ti», o el Timoteo 2:11-14 nos diga que «La mujer debe aprender a estar en calma y en plena sumisión. Yo no permito a una mujer enseñar o tener autoridad sobre un hombre; debe estar en silencio».
Siempre en la línea de intentar concebir la historia como un continuo desarrollarse, y al proceso civilizatorio como una búsqueda perpetua de mayor racionalidad en las relaciones interhumanas, podría entenderse que cosmovisiones religiosas antiguas como la que aún mantienen los ortodoxos judíos repitan en oraciones que se remontan a lejanísimas antigüedades: «Bendito seas Dios, Rey del Universo, porque Tú no me has hecho mujer», o «El hombre puede vender a su hija, pero la mujer no; el hombre puede desposar a su hija, pero la mujer no».
Reconociendo que los prejuicios culturales, racistas para decirlo en otros términos, siguen estando aún presentes en la humanidad pese al gran progreso de los últimos siglos, desde una noción occidental (eurocentrista), podría pensarse que son religiones «primitivas» las que consagran el patriarcado y la supremacía masculina. Así, ente la población africana, es común que en nombre de preceptos religiosos (de «religiones paganas» se decía no hace mucho tiempo) entre 80 y 114 millones de mujeres y niñas son actualmente víctimas de la mutilación genital femenina, practicada por parteras tradicionales o ancianas experimentadas al compás de oraciones religiosas, mientras que eso por cierto no sucede en sociedades «evolucionadas».
Igualmente desde un prejuicio descalificante puede decirse que la dominación masculina queda consagrada en religiones que, al menos en Occidente, son vistas como fanáticas, fundamentalistas, primitivas en definitiva. En ese sentido, en esa lógica de discriminación cultural, puede afirmarse que los musulmanes ya en su libro sagrado tienen establecido el patriarcado, lo cual podría ratificarse leyendo el verso 38 del capítulo «Las mujeres» del Corán (en la traducción española de Joaquín García-Bravo), que textualmente dice: «Los hombres son superiores a las mujeres, a causa de las cualidades por medio de las cuales Alá ha elevado a éstos por encima de aquéllas, y porque los hombres emplean sus bienes en dotar a las mujeres. Las mujeres virtuosas son obedientes y sumisas: conservan cuidadosamente, durante la ausencia de sus maridos, lo que Alá ha ordenado que se conserve intacto. Reprenderéis a aquellas cuya desobediencia temáis; las relegaréis en lechos aparte, las azotaréis; pero, tan pronto como ellas os obedezcan, no les busquéis camorra. Dios es elevado y grande».
Incluso podría decirse que si la religión católica consagró el machismo, eso fue en tiempos ya idos, y no es vergonzante hoy que uno de sus más conspicuos padres teológicos como San Agustín dijera hace más de 1.500 años: «Vosotras, las mujeres, sois la puerta del Diablo: sois las transgresoras del árbol prohibido: sois las primeras transgresoras de la ley divina: vosotras sois las que persuadisteis al hombre de que el diablo no era lo bastante valiente para atacarle. Vosotras destruisteis fácilmente la imagen que de Dios tenía el hombre. Incluso, por causa de vuestra deserción, habría de morir el Hijo de Dios». O que hace ocho siglos Santo Tomás de Aquino, quizá el más notorio de todos sus teólogos, expresara: «Yo no veo la utilidad que puede tener la mujer para el hombre, con excepción de la función de parir a los hijos».
Claro, toda esta misoginia, este machismo patriarcal infame podría entenderse como el producto de la oscuridad de los tiempos, de la falta de desarrollo, del atraso que imperó siglos atrás en Occidente, o que impera aún en muchas sociedades contemporáneas que tienen todavía que madurar. Pero es realmente para caerse de espaldas saber que hoy, entrado ya el siglo XXI, la Santa Iglesia Católica Apostólica Romana sigue preparando a las parejas que habrán de contraer matrimonio con manuales donde puede leerse que «La profesión de la mujer seguirá siendo sus labores, su casa, y debería estar presente en los mil y un detalles de la vida de cada día. Le queda un campo inmenso para llegar a perfeccionarse para ser esposa. El sufrimiento y ellas son buenos amigos. En el amor desea ser conquistada; para ella amar es darse por completo y entregarse a alguien que la ha elegido. Hasta tal punto experimenta la necesidad de pertenecer a alguien que siente la tentación de recurrir a la comedia de las lágrimas o a ceder con toda facilidad a los requerimientos del hombre. La mujer es egoísta y quiere ser la única en amar al hombre y ser amada por él. Durante toda su vida tendrá que cuidarse y aparecer bella ante su esposo, de lo contrario, no se hará desear por su marido», tal como puede consultarse en «20 minutos Madrid» del lunes 15 de noviembre de 2004, año V., número 1.132, página 8.