En el artículo anterior hice referencia al libroLas otras víctimas. La violencia policial durante la Transición (1975-1982) de David Ballester, el cual expone una investigación inédita, que echa por tierra todavía más el carácter pacífico de nuestra Inmaculada Transición, ya que documenta de una manera fehaciente las 134 víctimas de la violencia policial.
Y las analiza en tres capítulos: gatillo fácil, las víctimas en la represión de las movilizaciones de todo tipo y las producidas por la tortura. Por ello, decía, producen sonrojo las palabras que aparecen en la entradilla del libro de David Ballester. De Manuel Fraga Iribarne en VV.AA. (1996), Memoria de la Transición: “Creo que si se tiene en cuenta lo que se jugaba en aquella transición, pues se puede decir que fue enormemente pacífica”.
E igualmente Carmen Calvo, exvicepresidenta del Gobierno de España, en El País, 22-9-2019: “Salimos de una manera tan brillante de la dictadura, sin un solo roce de violencia, salvo ETA”. Y ya en el cénit del cinismo un Tuit de Pablo Casado de 2-9-2018: “En la Transición ni hubo ocultación, ni sometimiento, ni miedo. Hubo grandeza moral, sentido de la historia, reconciliación y concordia”.
La lectura del libro de David Ballester me ha generado una serie de reflexiones. Una primera, consiste en apercibirme de cuánto desconocimiento acumulo sobre nuestro pasado histórico, incluido el pasado reciente. Cuanto más lees, más te das cuenta de tus carencias. La segunda, es que personalmente y supongo para otros muchos, la respuesta es contundente a la pregunta que se plantea el autor en el título del segundo capítulo en relación a la Transición ¿Modélica o inmodélica? ¿Pacífica o violenta? Como no va a ser inmodélica y violenta, si un Anexo documenta 134 víctimas por parte de la policía y guardia civil.
Pero estas 134 víctimas no son terroristas, sino ciudadanos normales, que murieron a través del gatillo fácil, en las manifestaciones o como consecuencia de torturas. Igualmente, es de valorar el extraordinario trabajo de investigación del autor Doctor en Historia Contemporánea por la Universitat Autònoma de Barcelona para conocer nuestro pasado reciente.
Lamentablemente en esta España nuestra proliferan los expertos en todo, los todólogos. Hablan mucho y de todo, sin conocimiento de causa. Tampoco es una novedad en nuestra historia. José Cadalso publicó con el título los Eruditos a la violeta (1772), un “Curso completo de todas las ciencias, dividido en siete lecciones, para los siete días de la semana, publicado en obsequio de los que pretenden saber mucho estudiando poco”, cuyo título hace alusión al perfume de la violeta, el favorito de los jóvenes que en el siglo XVIII querían ir a la moda.
El autor de las Cartas marruecas arremete sin piedad –y con razón– contra la legión de ineptos introducidos en todas las épocas en la República de las letras y que “fundan su pretensión en cierto aparato artificioso de literatura”. Son todos ellos vocingleros de exterior cuyo afán no es otro que el de epatar con ese “deseo de ser tenido por sabio universal”, en palabras de Cadalso. Este libro tiene plena vigencia en la España, como trataré de mostrar en las líneas que siguen. ¡Qué gozada vivir en esta España con tanta materia gris desparramada a raudales por doquier! Cuando el niño Julen, ingenieros a tutiplén. Los cuñaos desde las barras de los bares o desde las redes sociales, muchos daban lecciones de ingeniería de montes, de minas, de puentes y caminos.
Cuando la exhumación de Franco, al oír las palabras tan contundentes y firmes de muchos españoles sobre el tema daban la impresión de ser catedráticos de Universidad de Historia de España, eclipsando a los Viñas, Casanova o Espinosa. Cuando la pandemia del Covid, los epidemiólogos doctorados, unos en Oxford y otros en Harvard, aparecían hasta debajo de las piedras. Y ahora mismo con toda la polémica sobre la Ley “sólo sí e sí” todos somos expertos en temas jurídicos. ¡Qué gozada vivir en esta España con tanta materia gris desparramada a raudales por doquier!
Como declaraba el académico Francisco Ayala “el español acostumbra a creer que lo sabe todo.” Pero lo más sospechoso es que nadie se sorprende de tal desfachatez. Al ser todos tan sabios, tenemos solución para todos los problemas, por arduos o complejos que sean. Nos creemos auténticos Mesías del destino nacional. Nuestro discurso preferido podría ser así: Si yo fuera Presidente del Gobierno, lo arreglaba todo en dos días. A algunos, es posible que nos sobraran aún 24 horas. Además, nuestros argumentos los exponemos gritando, y hablamos todos a la vez, y encima, lo que parece algo milagroso, nos entendemos. En una barra de un bar, con una caña y un vino en la mano, no hay tema que se nos resista. Nos da igual el fútbol, los toros, la política, la educación, la historia, la literatura, el cine…De todo manifestamos nuestra opinión, que, por supuesto, es siempre la mejor. Cuestionamos y damos lecciones a los profesionales de la medicina, de la enseñanza, del derecho, de la historia… ¡Y ay de aquel que se atreva a discrepar de nuestras afirmaciones!
Hecho este largo inciso sobre el caletre español, que tampoco viene mal, retorno al tema del libro de David Ballester. Además de la investigación que hay detrás, es de valorar las ventanas que te abre para contextualizar la tesis de su libro, que, insisto, es documentar toda una serie de víctimas, y que en su gran mayoría han sido prácticamente olvidadas y no han sido reparadas convenientemente por la sociedad española. Donde más se ha trabajado en su reparación y recuerdo ha sido en Euskadi, por parte de su gobierno. Han sido las grandes olvidadas. Y yo lo reconozco las desconocía. Quiero recordar a una de ellas.
En la página web Con nombre y apellidos. Desaparecidos y represaliados durante la Guerra Civil y la posguerra aparece estos datos. “Miguel Vicente Basanta López, menor de diez hermanos y albañil en paro, lo mató el 7 de febrero de 1977 un policía armada en Zaragoza, en el paseo del Canal junto a la antigua Fundición Alumalsa, esquina con la calle Santa Gema. Acababa de pintar “Trabajo Sí Policía No” junto a una mal trazada hoz y un martillo, cuando fue sorprendido por el policía que aquella tarde estaba de permiso paseando con su familia. Encañonado, de cara a la pared, según testigos presenciales vecinos del policía, intentó correr nervioso y asustado recibiendo tres disparos por la espalda, dos de ellos en la cabeza”.
En cuanto a esas ventanas me han llamado la atención las referencias a determinados historiadores, para mí hasta hoy desconocidos. Entre ellos; Mariano Sánchez Soler, autor del libro de 2018 La Transición sangrienta. El libro no lo he leído todavía, más trataré de hacerlo. No obstante, para conocer en parte su contenido he buscado alguna entrevista. Merece la pena la realizada por Ángelo Nero en un periódico alternativo NR de 17 de octubre de 2022.
Pregunta- “El mito de la Transición pacífica y modélica es contestada en tu libro desde el título: “La Transición Sangrienta”. En la versión oficial, repetida como un mantra por los partidos del régimen del 78, la única violencia señalable es la que vino por parte de las organizaciones armadas que se enfrentaban a un estado que mantenía los pilares que habían sostenido el franquismo intactos. Pero, además de esa contestación armada, en la Transición hubo también una violencia que venía de las fuerzas de seguridad del estado, del ejército, y también de lo que después se llamarían las cloacas del estado. ¿Había una estrategia violenta por parte del estado que sucedía al régimen franquista, o, como señalan algunos autores, las muertes causadas por la policía, o por los grupos de ultraderecha, no formaban parte de una táctica definida?”
Respuesta– “Realmente se utilizó la represión en la calle, por parte de la policía, y la selectiva, por parte de grupos fascistas, los atentados contra revistas y periódicos más progresistas, para frenar la movilización por medio del terror, con distintos personajes. En siete años, mueren por causas políticas, o por causas vinculadas directamente al proceso de la Transición, donde incluyo a las víctimas de ETA también, porque los atentados estaban ajustados a situaciones muy concretas, 593 personas, con nombres y apellidos, por violencia política.
Cuando hablamos de violencia en las manifestaciones, en los controles de la Guardia Civil, también es violencia institucional. Cuando hablamos de violencia organizada por partidos legales, como Fuerza Nueva, es violencia institucional, porque eran asociaciones amparadas por el sistema, utilizadas para frenar el avance de la izquierda, y los derechos del aborto, del divorcio, de las normas que nos equiparaban a Europa.
Son 593 muertos, pero, en siete años, hay 2.300 heridos, también con nombres y apellidos, heridos de bala, en manifestaciones y en otras circunstancias, y eso es mucho. Estamos hablando de siete años en la historia de un país, con victimas del Terrorismo de Estado, de la violencia institucional, de grupos vinculados al aparato del estado, que suman 3.000 víctimas directas. Y cuando acabó la Transición se acabó, que es lo más alucinante.
Cuando triunfa el PSOE en las elecciones, es un cambio radical. Cuando fracasa el 23-F, se convierte en algo más residual, el terrorismo de extrema derecha desaparece, por ejemplo. La represión en la calle no se cobra cincuenta y tantos muertos, como se cobró en el primer año de Transición, con policías que disparaban a bulto en las manifestaciones, con armas de fuego, eso también cambió. Esos siete años son muy contundentes.
Al mismo tiempo creó la propaganda de que la Transición había sido ejemplar, pero ¿ejemplar para quién? Porque los muertos los ponían las organizaciones de izquierda, normalmente gente joven, en un 80%, que se movilizaba, que estaban en la calle, mientras estaban en los despachos tratando de llevar esto a un terreno democrático equiparable con el resto de Europa. Pero se hizo con los franquistas reciclados, mientras los partidos de izquierda mayoritarios, participaron en ese asunto. Piensa que, en las primeras elecciones, no todos los partidos de izquierda estaban legalizados. Era una situación de convulsión muy grande. Si vas a las cifras que muestro yo en el libro se ve con claridad”.
Otra de estas ventanas es el libro de 2021 de la francesa Sofhie Baby, El mito de la transición pacífica. Violencia y Política en España (1975-1982) El título ya es suficientemente clarificador. Habla de 714 muertos y 2927 actos violentos. En un ámbito cronológico casi idéntico al del libro de David Ballester, de 1 de octubre de 1975 al 31 de diciembre de 1882, la autora francesa cita que las fuerzas policiales causaron la muerte de 178 personas. Merece también la pena destacar su respuesta a la pregunta de le entrevista que le realiza Pablo Elorduy en el Salto de 24 de octubre de 2018:
Pregunta- “Al final del libro recoges una cita de Nicolás Sartorius —exdiputado del PCE— en la que reconoce que es un mito que fuera una época sin violencia, pero también advierte que, para la percepción de la época, se esperaba mucha más violencia. De alguna manera, ese factor de pacificación funcionó”.
Respuesta– “Sí, hubo una verdadera voluntad desde antes de que empezara la Transición de hacer un cambio político muy pacífico. La voluntad de hacer un tránsito pacífico a la democracia llegó a ser un marco de interpretación de la Transición y llevó a fenómenos de no ver o no querer ver la violencia. En los 70 se esperaba la guerra civil, la percepción era que habría un millón de muertos. Obviamente, ¿qué eran cien o 200 en todo el territorio nacional en comparación con lo que se esperaba?
La percepción era de miedo al enfrentamiento en el espacio publico, al desorden. La imagen eran las alteraciones del orden público que podían desembocar en un baño de sangre. La revolución significaba enfrentamiento y sangre en la calle. Entonces, hubo una política sistemática de control de la violencia. La obsesión del “gobierno” de la Transición era el orden público, pero también lo fue de los partidos de izquierda, que intentaron controlar a los sindicatos y a la gente más extrema de los sindicatos, para evitar esa ocupación del espacio público que pudiera, en su imaginario, desencadenar el baño de sangre”.
La conclusión de todo lo expuesto es clara y contundente. La Transición, en absoluta fue pacífica. Ya hace años Pere Ysàs, según señala David Ballester, nos alertaba respecto a la existencia en este tema de un ensayismo mayoritariamente desinformado y de un debate extraordinariamente mediatizado por posiciones políticas actuales. Unas circunstancias que conducían a interpretaciones simplistas, sesgadas y políticamente interesadas sobre estos años. Los panegiristas del proceso destacan los logros teniendo en cuenta el punto de partida, usando y abusando de expresiones mantras como consenso y pacto para analizar y justificar el análisis.
Este relato con pretensión de “oficial” y con el propósito de que se convierta en hegemónico muestra la Transición como un acontecimiento histórico del que deberíamos estar orgullosos todos los españoles sin excepción. Este relato se ha ido imponiendo durante décadas en la sociedad española, forjado por ciertos intelectuales muy bien situados, medios de comunicación, políticos, tertulianos y el establishment creado en torno al sistema bipartidista establecido a partir de 1982. Una versión cerrada, que deja poco margen para las movilizaciones populares durante el periodo y la violencia que la sacudió. Y esta visión ha calado ampliamente en la sociedad española, hasta tal punto que quien discrepa de ella corre el riesgo de ser acusado de antiespañol.
Como escribe Juan Andrade Blanco, esta visión benevolente, ejemplar y angelical de nuestra Transición se ha impuesto por dos razones básicamente. Una es de tipo generacional. La historia de la Transición se corresponde con la historia vivida por una generación que ha sido y en parte sigue siendo muy activa en la vida política, mediática y cultural española. El problema es que algunos de estos protagonistas han confundido la historia de la Transición con su memoria personal de los hechos y han atribuido al proceso una bondad proporcional al ascenso profesional y social que vivieron durante la Transición y posteriormente. Por eso algunos de estos protagonistas conviven muy mal con los relatos críticos de la Transición, porque los ven como una impugnación a su memoria y también como una impugnación a su papel en el proceso, como un cuestionamiento de sus biografías.
La otra razón es de mayor alcance. Todo proyecto político de país necesita de un mito fundacional que lo legitime. Antes de la Transición España no había tenido un acontecimiento identitario que generase un reconocimiento amplio de la ciudadanía. Constatada esta debilidad, en los ochenta se trató de levantar una identidad nacional renovada sobre dos bases: sobre la base material de un proyecto de modernización del país del que podríamos hablar mucho y sobre la base simbólica de una identificación colectiva de los ciudadanos con la Transición. Para lograr esta identificación colectiva hacía falta un relato que devolviera la autoestima a los españoles al presentarles como un gran pueblo que, gracias a la reconciliación nacional, al consenso y a la moderación consiguió recuperar las libertades e incorporarse a Europa. Así que ese relato se convirtió en memoria oficial y en conmemoración constante por todos los gobiernos.
Es indiscutible que no pocos historiadores con sus investigaciones, como los casos anteriormente citados de David Ballester, Mariano Sánchez Soler o Sophie Baby, están corrigiendo esta visión sesgada de la Transición, mas la historiografía debería implicarse mucho más. Los historiadores deberían acudir mucho más en los medios de comunicación, para contrarrestar tanta bazofia de opinión sobre este tema y sobre otros, como la dictadura franquista.
Por ello, me parecen muy oportunas las palabras de Isabel Burdiel, catedrática de Historia Contemporánea en la Universidad de Valencia, que ganó el Premio Nacional de Historia por su ‘Isabel II. Una biografía (1830-1904)’, el mejor libro de Historia escrito en el 2010: Creo que la presencia social de los historiadores en España no puede compararse con la de los franceses o, incluso, los ingleses y los alemanes. Puede ser culpa nuestra por no entrar, con excepciones, en los grandes debates, pero también de unos medios que no parecen respetar demasiado lo académico y optan más bien por afianzar esa figura tan chocante del «tertuliano» habitual. En lo que a nuestra responsabilidad se refiere, creo que deberíamos participar más de la conversación social a partir de lo que puede darnos de «autoridad» nuestra disciplina. A veces, incluso, entre los académicos se minusvalora esa función y se dice, con cierta condescendencia malévola, que fulanito o menganita es «muy mediático». Debemos tomarnos en serio la función social de la historia y compaginar, en la medida de lo posible, la investigación de base con la alta divulgación y el debate”.
Como colofón de todo lo escrito, que supongo servirá como motivo de reflexión para quienes hayan tenido la paciencia de allegar hasta aquí, me parecen muy oportunas las palabras de Javier Pérez Royo de un artículo de16 de diciembre de 2006 en el País, titulado La Transición no tiene propietarios. Estas palabras si ya eran pertinentes en el 2006 hoy lo son mucho más.
“La Transición nos pertenece a todos y a todos por igual, independientemente de la edad que tuviéramos en el momento en que se produjo. Creo que quienes éramos adultos en aquel momento podemos sentirnos legítimamente satisfechos de lo que hicimos. Pero lo que no podemos pretender es que las generaciones posteriores tengan que tomar nuestra conducta y nuestros compromisos de aquel momento como el norte por el que tienen que dirigirse.
Los españoles de hoy, afortunadamente, pueden permitirse cosas que no nos pudimos permitir los que éramos adultos cuando muere el general Franco. Incluso algunas más de las que se están permitiendo quienes dirigen en este momento el país. Actuar de esa manera supone correr riesgos, pero no hacerlo también. La Transición se hizo como se pudo. Ha llegado el momento de hacer algunas cosas de las que entonces no se pudieron hacer. Cosas que no son contradictorias con lo que la Transición supuso, sino que, por el contrario, la completan”.