Los autores analizan las consecuencias que la privatización del 49% del Canal podría acarrear a los madrileños afectados, si ésta se lleva a cabo.
Nadie podía prever que en el Debate sobre el Estado de la Región de Madrid, el pasado martes 16 de septiembre, Esperanza Aguirre diera otra vuelta de tuerca a su política de privatización de servicios públicos. Sin despeinarse, anunció que pretendía entregar el 49% del Canal de Isabel II al capital privado. Esto significaría transformar una empresa pública, que funciona como tal desde 1851, en otra que mercantilizará el agua que bebemos casi todos los madrileños, que limpia nuestros alimentos, nuestras casas, nuestra ciudad…
Después de más de 20 años de experiencias privatizadoras en el sector del agua, las únicas beneficiadas de estos procesos han sido las propias compañías, porque la población, tanto de países del Norte como de países del Sur, ha denunciado sistemáticamente el fuerte deterioro social, ambiental y económico derivado de este tipo de gestión.
La clave para entender por qué se producen estos impactos es el propio funcionamiento del mercado. El objetivo principal de cualquier empresa privada es la de maximizar el beneficio, lo que se consigue reduciendo los gastos. Las medidas empleadas en este sentido van desde la ausencia de inversión en la extensión y el mantenimiento de la infraestructura, para garantizar un acceso saludable al agua, hasta el despido y subcontratación de trabajadores y trabajadoras. Todo ello, repercute en un empeoramiento de la calidad del servicio, sin que ello afecte a los ingresos de la compañía, porque ésta siempre opera en monopolio obligando a la población a ser un mercado cautivo.
Esta situación se puede ejemplificar con casos concretos, así la gestión privada de las multinacionales Bechtel y Abengoa en Cochabamba (Bolivia) tuvo como consecuencia la apropiación de las fuentes públicas, la inexistencia de redes de agua en la periferia de las ciudades y áreas rurales, y la subida del precio del agua muy por encima de la capacidad de pago de la población. Y exactamente la misma situación se ha repetido con multinacionales como Suez, Veolia y Aguas de Barcelona en Córdoba (Argentina), Cartagena (Colombia), Soweto (Sudáfrica) o en numerosas ciudades de Inglaterra, Grenoble (Francia) y Barcelona. El que se gestione desde empresas privadas conlleva también importantes consecuencias medioambientales. El agua es un recurso natural limitado y escaso, por lo que las campañas encaminadas a fomentar el ahorro, objetivo de gran interés ambiental, choca directamente con el interés de incrementar el beneficio, y por lo tanto el consumo de agua, de cualquier empresa privada.
Por otra parte, aunque la salubridad del agua está asegurada por la legislación española, hay otros aspectos como el sabor y el olor que no están regulados. Si una empresa privada que gestiona el abastecimiento urbano, tiene también intereses en una empresa que produzca agua mineral embotellada, podría en un momento dado tener la tentación de empeorar el olor o el sabor, desplazando al consumidor hacia el agua mineral, cuyo coste es varios cientos de veces superior al normal. En definitiva, la privatización del Canal de Isabel II beneficiaría a unos pocos e iría en detrimento de los intereses del conjunto de la ciudadanía.
Frente a esta situación, el acceso al agua potable está considerado por la ONU como un derecho humano fundamental, por lo que no puede estar sujeto a los objetivos propios de las empresas privadas y debe ser asegurado desde el sector público.
Erika González, Observatorio de Multinacionales en América Latina – Paz con Dignidad, y Santiago Martín Barajas, Ecologistas en Acción