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Legitimidad, poder y «líneas rojas» del debate en Cuba

Fuentes: Cuba Posible

¿Reconoce el poder en Cuba la legitimidad política de actores que han propuesto cambios que oficialmente se consideran que están en abierta contradicción con la esencia del socialismo? ¿Existe una «línea roja» respecto a la legitimidad política de los actores que hacen propuestas de cambio en Cuba? En principio, las respuestas a ambas preguntas parecen […]

¿Reconoce el poder en Cuba la legitimidad política de actores que han propuesto cambios que oficialmente se consideran que están en abierta contradicción con la esencia del socialismo? ¿Existe una «línea roja» respecto a la legitimidad política de los actores que hacen propuestas de cambio en Cuba?

En principio, las respuestas a ambas preguntas parecen ser positivas, pero antes de continuar, conviene precisar que la legitimidad política no equivale a la legalidad, ni a la autoridad. Nos referimos aquí a la legitimidad política en su relación con la moralidad.

Es un tema, sin duda, complicado y a ello volveré más adelante; pero lo que deseo dejar establecido desde el inicio es que me refiero a que un actor cuenta con legitimidad política si moralmente se justifica su intervención en la política. Abordamos aquí la manera en que el poder reconoce la legitimidad de otros actores, específicamente de los individuos o de entidades no oficiales, que intervienen en la política cubana, particularmente en sus procesos deliberativos.

En modo alguno sugiero que el poder político deba ser el juez de la legitimidad política, pero el poder siempre hace una valoración de la legitimidad de los actores que intervienen en el debate público, y es eso lo que me interesa exponer.

Circunscribimos aquí el comentario sobre legitimidad política a un tema específico: la reforma del sistema económico y social en Cuba, algo que en los códigos oficiales se denomina la «actualización» del modelo. Igualmente delimitamos el comentario al debate político público sobre la reforma económica, y no al debate académico que discurre a través de publicaciones y eventos especializados.

Intento abordar esta cuestión de un modo entendible para que pueda tener utilidad práctica en el debate político. Por tanto, se han puesto a un lado las consideraciones conceptuales, se han soslayado las citas bibliográficas y se ha asumido el riesgo que pudiera resultar de la simplificación de los conceptos.

Balanceando la legitimidad y el realismo político

Volviendo a la primera pregunta: ¿reconoce el poder en Cuba la legitimidad política de actores que han propuesto cambios que oficialmente se consideran que están en abierta contradicción con la esencia del socialismo?

Pudiera tomarse como una evidencia de respuesta afirmativa lo expresado por Raúl Castro en relación con la discusión de los «Lineamientos»: «algunos pronunciamientos no se ven reflejados en esta etapa, ya sea porque se requiere profundizar en la temática, al no disponerse de las condiciones requeridas o en otros casos, por entrar en abierta contradicción con la esencia del socialismo, como, por ejemplo, 45 proposiciones que abogaron por permitir la concentración de la propiedad» (Informe Central al VI Congreso del Partido Comunista de Cuba, PCC, abril de 2011).

Durante aquel proceso de consulta, el poder político no solamente registró esas propuestas y las procesó, sino que ofreció a los ciudadanos una explicación categórica, pero respetuosa, acerca de las razones por las que esas propuestas no fueron incorporadas en los documentos revisados de los «Lineamientos».

Pasemos a la segunda pregunta: ¿existe una «línea roja» respecto a la legitimidad política de los actores que hacen propuestas de cambio en Cuba?

La respuesta es también positiva. La legalidad impone, de hecho, una visión moral que establece una clara demarcación de lo que oficialmente se considera como políticamente legítimo en Cuba. Es decir, la ley establece parámetros que -no solamente desde la perspectiva del poder- despojarían de moralidad las propuestas de determinada naturaleza. Los actores que las formulasen no serían considerados, oficialmente, como políticamente legítimos. De hecho, pudieran ser sancionados jurídicamente.

Las leyes vigentes en Cuba establecen límites en el ejercicio de los derechos y libertades ciudadanos, especificando que estos no pueden ser ejercidos «contra lo establecido en la Constitución y las leyes, ni contra la existencia y fines del Estado socialista, ni contra la decisión del pueblo cubano de construir el socialismo y el comunismo. La infracción de este principio es punible» (artículo 62 de la Constitución de Cuba).

Si se aplicase un enfoque lineal, pudiera pensarse que cualquier propuesta que entrase en «abierta contradicción con la esencia del socialismo» iría «contra la existencia y fines del Estado socialista» y, por tanto, no existiría la más mínima posibilidad de que oficialmente se reconociera la legitimidad política de los actores que las formulasen.

Sin embargo, como se ha mencionado antes, esas propuestas en «abierta contradicción con la esencia del socialismo» han sido hechas y, no obstante, el poder ha reconocido la legitimidad política de los ciudadanos que las plantearon, aunque el poder decidió que eran propuestas no aceptables. Aquí hay un claro ejemplo de que la política no es un proceso lineal.

Son propuestas a las que llamo «fuera de zona», en el sentido de que van más allá de lo que hoy es política oficial y que rebasan el alcance de lo que recogen los documentos de los «Lineamientos» y de la «actualización».

¿Pudiera saberse de antemano si el poder político reconocerá la legitimidad de un actor que haga una propuesta «fuera de zona»?

No puede conocerse con certeza porque en ello influyen al menos dos factores inconstantes. Primero, la variabilidad que pudiera existir en la percepción que tiene el poder sobre la pertinencia de los temas que se debaten, una variabilidad que usualmente es el efecto de la realidad cambiante sobre el pensamiento.

Lo que hoy está «fuera de zona», pudiera mañana estar «dentro». Ha ocurrido con la tenencia de divisas, con los mercados campesinos, y con los por cientos de participación de los inversionistas extranjeros. No hay razones para asumir que no pudiera ocurrir algo similar con la escala de lo que hoy se considera -de manera nebulosa- como la concentración de la propiedad. Hasta septiembre de 2010 un restaurante privado solamente podía tener 12 sillas. Hoy puede tener, legalmente, cuatro veces aquella cantidad. La realidad cambia, y con ella las demarcaciones de lo que debe o puede ser moralmente justificado en materia política.

En segundo lugar, en el reconocimiento de la legitimidad de los actores influye el tipo de proceso deliberativo. Los métodos de las «grandes consultas» que son oficialmente organizadas (como ha sido el caso de las consultas masivas en torno a los «Lineamientos» y a la «conceptualización), han mostrado la existencia de márgenes relativamente amplios para el reconocimiento oficial de la legitimidad de los actores en el debate público.

Es políticamente coherente que, si los ciudadanos son oficialmente convocados para que opinen con libertad sobre la reforma del modelo económico y social, se les reconozca -de entrada- su justificación moral para hacer propuestas, o sea, su legitimidad como actores políticos.

En ese caso, la justificación moral del ciudadano para intervenir en la política -mediante propuestas en el marco de un proceso deliberativo- no ha dependido de lo que este diga. El derecho ciudadano para proponer ha entrañado legitimidad política.

Sin embargo, cuando el debate público no discurre por la vía de esas «grandes consultas», es menos perceptible el reconocimiento, por parte del poder, respecto a la legitimidad de los actores políticos que hacen propuestas «fuera de zona». No se trata de que el poder haga directamente un pronunciamiento deslegitimador acerca de esos actores. De hecho, no he identificado que ello haya sucedido públicamente desde que se iniciaron los debates sobre los «Lineamientos» y la «actualización».

Las menciones oficiales a «plataformas de pensamiento neoliberal y de restauración capitalista» -un caso de no reconocimiento de legitimidad de actores- han sido expresadas de manera general, pero tal calificación deslegitimadora no parece haber sido aplicada oficialmente -de manera pública- a persona o entidad alguna.

Lo que ocurre cuando el debate no asume la forma de una «gran consulta» es que los actores no pueden contar con un reconocimiento preceptivo de legitimidad política que les permita enfocarse de manera constructiva en el debate. Este se convierte en bronca. En un «dime que te diré» sobre la propia legitimidad para proponer.

Los múltiples comentaristas que, sin representar formalmente el poder, cuentan con acceso a plataformas de expresión colindantes con los medios oficiales, no parecen haber realizado críticas públicas al PCC por su decisión de haber reconocido la legitimidad política de quienes hicieron «proposiciones que abogaron por permitir la concentración de la propiedad» durante la consulta de los «Lineamientos».

Sin embargo, algunos de esos comentaristas -que dicen no estar «orientados»- han hecho llover «raíles de punta» sobre quienes han hecho propuestas menos «radicales», relativas a un mayor papel del mercado y del sector privado. No se ha tratado simplemente de debatir ideas, sino de tratar de convertir lo que pudiera ser una propuesta «fuera de zona» (atrevida, pero realizada por un actor moralmente justificado para intervenir) en una propuesta «fuera de juego» (moralmente inaceptable).

De hecho, el debate ha perdido el tono constructivo y se ha desviado por los vericuetos de los insultos y de los intentos de descalificación personal.

¿Es posible aspirar a un debate que reconozca un amplio marco de legitimidad política?

En principio tal posibilidad existe y cuenta con dos antecedentes importantes. En primer lugar, se trata de algo que ya ha ocurrido. Las «grandes consultas» le reconocieron a cualquier ciudadano la justificación moral -es decir, la legitimidad política- para hacer propuestas, con independencia de lo que pudiera expresarse, dentro de un espectro de permisividad bastante amplio.

En segundo lugar, se cuenta con la evidencia de que quienes desean hacer propuestas relativamente audaces -en comparación con las oficiales- consideran que cuentan con legitimidad política para hacerlo con independencia de que no se haga en el marco de una «gran consulta» y con independencia de lo que piensen otros participantes sobre esa legitimidad.

De hecho, el inventario de propuestas es considerable, se incrementa constantemente, y abarca un amplio espectro de temas. Todo ello, a pesar de que existe un ambiente enrarecido y poco constructivo para debatir públicamente por fuera de las «grandes consultas».

No se trata de que otros participantes en el debate deban coincidir con esas propuestas y, mucho menos, se trata de que esas propuestas deban ser aceptadas e incorporadas en los documentos oficiales y en las políticas públicas. Naturalmente, el debate en sí mismo pudiera ser agrio y hasta exaltado. Ese no sería un problema mayor si se aceptase que los participantes en el debate tienen justificación moral para intervenir en la política nacional.

Quienes intervienen en la política, incluyendo sus procesos deliberativos, aspiran a contar con el poder coercitivo del Estado para que se materialicen las propuestas que hacen; propuestas que si se aplicasen pudieran modificar la institucionalidad en la que deben vivir todos los ciudadanos, tanto quienes hicieron las propuestas como los que se opusieron a ellas.

Los participantes en la política nacional no solo aspiran a la materialización de sus propuestas debido a intereses personales, afiliaciones ideológicas y compromisos partidistas o grupales, sino también debido a las diferencias morales que pudieran tener respecto a las propuestas que hacen otros actores.

Plantear propuestas distintas en materia de reforma económica es una forma de competencia política y quienes compiten en la política difieren tanto en el contenido como en la forma de la moral. Se difiere respecto a lo que es bueno o es malo, y también en relación con el igual respeto y consideración que se deben quienes participan en el debate.

Intentar hacer una discusión de este tipo siempre nos lleva a un viejo problema de la ética: el conflicto que existe entre el punto de vista del individuo y determinados requerimientos de imparcialidad que demanda la participación del individuo en la vida social y política.

Esos requerimientos de imparcialidad pudieran adoptar formas diversas, siendo una de ellas la igualdad en el tratamiento a otros en relación con el ejercicio de determinados derechos, como pudiera ser la posibilidad de hacer propuestas de reforma económica.

¿Puede existir un debate democrático socialista en Cuba en el que no se le reconozca a una parte de los ciudadanos la justificación moral de hacer propuestas?

Mi respuesta es que no existen evidencias que permitan asumir razonablemente que pudiera tener lugar en Cuba un debate sistemático y constructivo sobre la reforma del modelo económico y social del país sin un reconocimiento amplio a la legitimidad política de los actores que intervienen en el debate público, de forma similar a como ya ocurrió en el marco de las «grandes consultas».

Fuente: http://cubaposible.com/legitimidad-poder-lineas-rojas-debate-cuba/