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Leonor de Aquitania

Fuentes: Rebelión

Ocurre que a pocas mujeres le debe tanto el sexo débil como a Leonor de Aquitania. Y aquí, uno podría imaginarse que por haber ella nacido en 1122 era muy poco lo que habría aportado en defensa del feminismo, ya que si hasta ahora hay machismo como para asustar al hombre más libre de este […]

Ocurre que a pocas mujeres le debe tanto el sexo débil como a Leonor de Aquitania. Y aquí, uno podría imaginarse que por haber ella nacido en 1122 era muy poco lo que habría aportado en defensa del feminismo, ya que si hasta ahora hay machismo como para asustar al hombre más libre de este prejuicio, no se diga los que hubo en pleno medievo cuando ella vivió. Pero parece que a Leonor le abundaban tres dotes: amor propio, belleza y fortuna, y no se puede determinar cuál de estas cualidades era su mayor fortaleza.

Fue nieta de Guillermo IX de Aquitania, también llamado el trovador, y el porqué de este apelativo se debe a que fue el primer y, tal vez, el mejor trovador de la lengua provenzal. Sus dominios eran más extensos que los del mismo rey francés, quien le debía guardar pleitesía. Tiene en su honor el haber sido excomulgado en dos ocasiones, delito mayor de esa época, ambas veces por líos de faldas y una de ellas por robarle la esposa a un súbdito suyo. Sus poemas, de contenido audaz y atrevidos aun ahora, le dieron la merecida fama que conserva hasta el sol de hoy. Su hijo, también llamado Guilliermo, murió en una peregrinación a Santiago de Campostela, por lo que su nieta, Leonor, pasó a ser la heredera única de uno de los mayores ducados de Europa.

A los quince años, Leonor cometió el más craso error de su vida, se casó con el futuro rey de Francia, Luis VII, que poco después del matrimonio subió al trono. Luis era un mojigato a carta cabal y su mojigatería redundaba en una castidad tal que sólo ocho años más tarde le nació a la pareja su primera hija, y eso a pesar de que él estaba locamente enamorado de Leonor, que, según dicen, era una mujer mucho más bella que rica.

En esos días, el famoso predicador Bernardo de Claraval convenció a Luis VII de que partiera a Tierra Santa formando parte de la II Cruzada, lo que se convirtió para el rey en un verdadero dilema: por una una parte, no quería dejar a su bella esposa rodeada de tanto súbdito enamoradizo, pero por otra, tampoco quería que lo acompañara en una aventura plena de peligros. Leonor decidió ir por derecho propio, pues ella era el mayor señor feudal de Francia y todos ellos se disponían a partir en dicha cruzada. (Noten, hasta ahora no se puede decir señora feudal; se ve que incluso los idiomas son machista).

El rey se consolaba pensando que al tenerla a su lado no le podría ser infiel; gran error, porque apenas llegaron a Antioquía, Leonor se enamoró de su tío Reimundo de Poiters, regente del lugar. Y cómo no se iba a enamorar si se trataba de un hermoso, dicharachero y elegante príncipe, el último hijo de su abuelo Guillermo IX, por el que cualquier mujer se hubiera derretido, no se diga Leonor que estaba casada con quien, por influencia religiosa, creía que el sexo, incluso dentro del matrimonio, era el mayor de los pecados.

Con su tío, Leonor mantenía largas tertulias en veladas trasnochadoras y entretenidas y, en ocasiones, salían alegres a cabalgar sin acompañantes y se perdían en la lejanía donde todo pudo ocurrir y, según las malas lenguas, ocurrió. Luis VII, por verse libre de pecar carnalmente con su esposa y de los evidentes cuernos que ya lo adornaban, de buena gana la hubiera repudiado, pero el divorcio lo dejaba con poca tierra para gobernar, pues Leonor se habría marchado con todas sus extensas propiedades.

Los cuernos no por ser reales son livianos, y Luis regresó a París trayéndolos consigo, lo acompañaba una mujer que iba de mala gana, se diría que a la fuerza. Ni siquiera el papa de Roma logró convencerlo de que los portara dignamente, porque apenas pudo, anuló la boda sin importarle las pérdidas materiales sino su mancillado honor, con lo que Leonor quedó libre y dueña de fabulosas riquezas y para continuar sin obstáculos su incestuosa aventura con su adorado amante, lo que no pudo concretar porque al amor de su vida, un tío de Saladino le había cortado la cabeza para enviarla de regalo al califa de Bagdad. Lo único que el papa logró, si es que eso es logro alguno, fue una breve reconciliación de la pareja real, que durante el corto lapso de una noche tuvo tiempo suficiente para concebir a su segunda hija.

Leonor no se anduvo por la ramas y, sin guardar las apariencias, a menos de dos meses de la separación se casó con Enrique Plantagenet, once años menor que ella, quien poco después se convertiría en Enrique II, rey de Inglaterra, con lo que este país pasó a poseer un territorio casi diez veces mayor que el de Francia. Enrique y Leonor tuvieron ocho hijos, uno de ellos fue el afamado Juan sin Tierras y otro, el más afamado todavía, Ricardo Corazón de León. Y como Leonor no tenía la cara dura de su exmarido para aguantar cornamenta alguna, se rebeló junto con sus hijos contra la férula del rey, porque este tenía, igual que cualquier monarca que se respete, una amante de turno.

Leonor, a raíz de sus segundas nupcias, estableció su corte en Poiters, donde dio rienda suelta a un sueño que había proyectado con su abuelo Guillermo IX en el transcurso de toda su vida: el fomento de los trovadores y, por ende, el desarrollo de la lírica y la corte de los caballeros, con torneos incluidos. Estableció y dio autoridad a los tribunales del amor, en el que se litigaron y se resolvieron los enredos amorosos de muchas mujeres, que salieron bien paradas en problemas que poco antes les pudo costar la vida.

Los trovadores eran los encargados de ensalzar el amor cortés, caballeresco y noble; este sentimiento era generalmente adúltero y dio origen a la palabra cortesana. Los amantes se encontraban luego de largos cabildeos y correveidiles en lugares ocultos al común de los mortal para paladear y disfrutar solaz de sus intimidades más recónditas. Practicar el amor clandestino ennoblecía a los amantes, particularmente al varón que había ensalzado a la dueña de su corazón mediante la poesía romántica y había concretado lentamente en el lecho sus aspiraciones amorosas. La dama de sus sueños era ocultada del dominio público disfrazándola poéticamente con otro nombre; pero casi todos sospechaban de quien se trataba, ya que sólo los enamorados son los únicos que piensan que su amor es invisible. El idioma en que se escribía este tipo de poesía era el occitano, lengua que se hablaba en el sur de la actual Francia, lugar llamado también Mediodía de Francia.

Curiosamente, y estoy seguro de que debe existir algún tipo de correlación con la política libertaria seguida por Leonor, en esa misma zona y época se desarrolló la doctrina cátara. Los cátaros, o albigenses, fueron una rama del cristianismo que se propagó rápidamente en el sur de la Francia de ahora, donde hallaron terreno abonado para promover su fe gracias al alto grado de libertad alcanzado por los habitantes de esa zona y la protección de los nobles del lugar, y fueron el resultado de la simbiosis del encuentro de los cruzados con los cristianos primitivos del Oriente Medio.

Cuando el culto que practicaban puso en peligro la existencia misma del catolicismo, el papa Inocencio III se confabuló con el rey francés para con su ayuda exterminarlos sangrientamente a cambio de otorgarle hasta el día de hoy dicho territorio a Francia. Lo que no pudieron exterminar fue el ideal cátaro que sobrevive en la doctrina rosacruz.

Todo esto sucedió cuando ya Leonor no se encontraba es este mundo. El último acto de esta valiosa mujer fue rescatar a su hijo Ricardo Corazón de León, que se encontraba secuestrado luego de abandonar la Tercera Cruzada. En ese entonces, Leonor frisaba los ochenta años y recorrió a caballo media Europa para pagar el rescate.

¡ Qué no hace una madre por sus hijos!

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.