«Sherezade aprende a sobrevivir. Las reglas de la vida no están escritas. Le cabe inventarlas en cada aurora» (Piñon, 2005)(p. 226) Las relaciones sociales se basan en expectativas compartidas. Cada persona sabe qué es lo que debe esperar de las demás y tiene una idea bastante clara de lo que las demás esperan de ella. […]
«Sherezade aprende a sobrevivir. Las reglas de la vida no están escritas. Le cabe inventarlas en cada aurora»
(Piñon, 2005)(p. 226)
Las relaciones sociales se basan en expectativas compartidas. Cada persona sabe qué es lo que debe esperar de las demás y tiene una idea bastante clara de lo que las demás esperan de ella. Esto se debe a que en cada cultura existen roles asignados, que marcan las conductas deseables y señalan cuales se consideran desviadas o incongruentes. Los roles sociales implican una fuerte limitación de las posibilidades de actuar, pero brindan seguridad y tranquilidad. Hacen el mundo predecible, aunque estrecho. Por eso la actitud más frecuente es protestar contra las limitaciones que implican, pero jugarlos en general. Ser hija, ser empleada, ser vecina, implican papeles que condicionan nuestra libertad, pero nos permiten actuar sin angustia.
El «qué dirán» es la manifestación interiorizada de las expectativas que creemos que los demás tienen sobre nosotras. No dependen de lo que las otras personas piensen en la realidad, depende de lo que nosotras pensamos que piensan. Dice una escritora brasileña: «La sociedad en que vivimos tiene muchos ojos y brazos, que nos vigilan e interfieren en nuestra realidad. Uno de ellos se llama opinión ajena… Fuera de las paredes domésticas, nuestra inserción en una cultura tiene una fuerza inaudita. Para superarla necesitamos discernimiento, no precisamente una dosis de juventud. Mientras no alcanzamos la madurez somos mucho más vulnerables ante esa presión»(Luft, 2005)(p. 38) Entre los roles más elaborados están los de género. A la diferencia sexual, que no implica conductas, se suma la expectativa social sobre cuales son las formas de actuar de los hombres y cuales son las de las mujeres. Para legitimar esta construcción social estas conductas asignadas se naturalizan. La consecuencia está en la idea generalizada de que los hombres y las mujeres, por serlo, se comportan de manera diferente. Socialmente esta construcción ha sido útil, al asignar roles asimétricos y complementarios a unas y otros. Desde el punto de vista ético, esta construcción legitima la desigualdad y ha sido el blanco de la crítica del feminismo (principalmente de el de la igualdad) desde su comienzo.
Curiosamente el lesbianismo ha seguido otra trayectoria, lo que permitiría explicar algunos de sus desencuentros con el movimiento feminista. Las primeras lesbianas en reconocerse como tales, lo hacen desde la perspectiva de cuestionar la obligatoriedad de la orientación sexual hetero, pero no la construcción social de género. Así Radclyffe Hall en su novela pionera de 1928, lo que describe es la asunción por parte de una mujer biológica, de las conductas (incluidas las preferencias sexuales) relacionadas con el rol masculino imperante en ese momento (HALL, 2003). Esta posición no ha cambiado tanto como pueda suponerse. En las cincuenta entrevistas que Beatriz Gimeno recopila, en las que se cuentan las primeras experiencias sexuales de mujeres lesbianas y sus recuerdos al respecto, son frecuentes los casos en que se reconoce la superioridad de la experiencia sexual homo, pero se añora la relación familiar y social hetero, es decir, el cumplimiento de los roles de género (Gimeno, 2002).
La frecuencia de la separación entre butch y femme en las relaciones lésbicas, pone de relieve la persistencia del modelo. En realidad las propuestas lésbicas han tenido fluctuaciones, analizadas por Sheila Jeffreys, que dice: «En otros tiempos las feministas lesbianas podían sentirse orgullosas de su condición de herejes respecto a los valores del heteropatriarcado. En la actualidad es el feminismo lésbiano el que representa una herejía para muchas lesbianas deseosas de integrarse a la perfección en los valores del heteropatriarcado»(JEFFREYS, 1996) (p 254)
Sin embargo, lo más cuestionador que implican las relaciones homosexuales es que pueden dinamitar los modelos de género previos y permiten replanteárselos por completo (BUTLER, 2001). Mientras que la base del modelo de relación heterosexual era la complementariedad, en las nuevas relaciones prima la igualdad. Dice Djuna Barnes (BARNES, 1997) «Un hombre es otra persona; una mujer es siempre tu misma… en su boca besas tu propia boca. Si te la quitan gritas como si te robaran a ti misma» (p. 163) e insiste en la idea: «Yo creí que la amaba por si misma y descubrí que la amaba por mi misma» (p. 172).
Las nuevas relaciones no estaban previstas socialmente, por consiguiente no se había elaborado para ellas recetas de conductas, ni conjuntos de expectativas. Desde ese punto de vista, y por la falta de marcos normativos previos, son relaciones abiertas e innovadoras. Algunas escritoras consideran que esto es especialmente favorable para garantizar el éxito de las relaciones. Así Lucía Etchevarría explica: «Con los hombres se parte de la contraposición y con las mujeres de la identificación. Con las mujeres es quizá más ingenuo, los roles no están preestablecidos, ni en la cama ni fuera de ella, y todo se hace más fácil…»(ETXEBARRIA, 1998)(p 237)
Pero ¿es realmente más fácil establecer una relación sin modelos? La situación de carencia de roles pre-establecidos tiene tantas ventajas como inconvenientes. Permite la innovación, pero deja confusas las expectativas, por lo que dificulta objetivamente establecer relaciones sin conflictos. Como veíamos al principio, la convivencia implica saber que se espera de cada persona y que esperan de nosotras. Si esos marcos no están establecidos socialmente (y evidentemente en el caso de las relaciones lésbicas no lo están) implican un enorme esfuerzo de negociación. Esfuerzo que las mujeres asumen en sus relaciones heterosexuales, para cuestionar algunos de los aspectos de los roles de género establecidos, pero que muchas veces creen que no es necesario asumir en las relaciones homosexuales, como si la igualdad de los puntos de partida garantizara la convivencia, cuando es justamente lo contrario.
En realidad unos roles de género estereotipados resultan de cierta utilidad para zanjar conflictos en las parejas heterosexuales. Si ambos (o alguno de los dos) están convencidos de que «las mujeres son así», o que «de los hombres no se puede esperar otra cosa», resulta muy fácil atribuir a estas circunstancias la culpa de las tensiones y liberar a la pareja real, de sus responsabilidades al respecto. La situación de inferioridad social de las mujeres les confería cierto margen de irresponsabilidad (aunque fuera temporalmente) En 1862 George Sand describía así las condiciones de un hombre atractivo «sabía adivinar y prevenir hasta los más mínimos deseos (de las mujeres), halagar las flaquezas, adorar los caprichos, no alarmarse por ninguna frialdad, no resentirse por ninguna negativa, creer siempre en si mismo, tener siempre esperanza fundada en la debilidad del sexo» (SAND, 1994)(p.124) En 1928, en su «Orlando», Virginia Wolf describe la misma situación hablando de un secretito que los hombres comparten: «Las mujeres no son más que niños grandes… El hombre inteligente sólo se distrae con ellas, juega con ellas, procura no contradecirlas y las adula» (p. 158). El mismo esquema propuesto de conductas que sugería «tolerancia» por parte de los hombres hacia las «debilidades» femeninas, proponía paciencia y resignación a las mujeres frente a la «natural rudeza» de las conductas masculinas. El modelo era tan asimétrico que dejaba poco margen para las grandes expectativas, y por consiguiente disminuía la sensación de frustración ante el fracaso de las relaciones. Estas podían tipificarse como «malas pero previsibles»
Evidentemente una relación igualitaria se apoya en supuestos diferentes. Si ninguna de las dos personas implicadas tiene un rol de superioridad asignada que hacerse perdonar con la condescendencia, ni una dependencia económica y social que la obligue a la paciencia, no queda más remedio que desarrollar una relación madura, es decir pactada desde la libertad y el respeto mutuos.
Aceptar los límites entre los roles establecidos (cumpliéndolos o invirtiéndolos) saltar las fronteras (produciendo roles nuevos como proponen los «border studies») o aceptar la fluidez e indeterminación como conductas normales según la interpretación de las «teorías del hibridismo», son los tres caminos que se han planteado al análisis teórico desde el estudio de los sectores discriminados (étnicos, raciales o de género). En el análisis de las construcciones de género, las teorías queer (BUTLER, 2001) (HARAWAY, 1995) (Stuart, 2005) y los estudios de trasvestismo (Fernández, 2004) han avanzado mucho en ese camino. Pero el problema no es sólo, ni principalmente, de comprensión teórica. Lo que se piense de las relaciones condiciona en gran medida las expectativas que se depositen en ellas. Y todo desfasaje entre las expectativas y las realidades produce frustración.
Muchos de los conflictos que se producen en las parejas de lesbianas se asientan en la ambigüedad de una relación sin supuestos previos. En ese caso ¿Puede darse por supuesto que el amor se manifestará de la misma la forma que en las parejas heterosexuals? ¿Es seguro que la manera más deseable de concretar la relación es la de la convivencia? ¿O ese éste un modelo generado socialmente para garantizar que las parejas heterosexuales se mantengan juntas para afrontar mejor el cuidado de la descendencia, y no tiene aplicación en el caso de parejas lésbicas? Es evidente que la legalización del matrimonio homosexual permite un reparto más justo de los recursos materiales, y como tal es un derecho irrenunciable ¿Pero el objetivo es realmente reconstruir, con nuevos ingredientes, la vieja relación familiar? .
En las «Conclusiones de la trobada de lesbianes de Catalunya 2005» se señala: «La aprobación de una ley que reconoce el matrimonio de parejas del mismo sexo puede ser vista como un éxito en la medida que favorece la no discriminación por la opción sexual de las personas. Pero al mismo tiempo es una derrota porque contribuye a reducir la pluralidad de relaciones posibles para supeditarlas a la racionalidad de la pareja heterosexual, casada,tradicional».
Aparte de la cuestión central de la asunción o no del modelo familiar, los malentendidos derivados de la inexistencia de roles previamente establecidos se manifiestan en múltiples situaciones cotidianas. La frecuencia y tipo de la comunicación que se establece, las características de las relaciones sexuales y la centralidad que cada una le otorgue (o no le otorgue) la prioridad o no que la relación afectiva tome con respecto a las otras relaciones sociales, la conveniencia, necesidad o deseo de hacerla pública o de mantenerla en secreto, el mantenimiento o no de fidelidad sexual, son todos ámbitos en que las expectativas de cada integrante de la pareja lésbica, pueden diferir ampliamente de las de su compañera, sintiéndose ambas igualmente legitimadas para considerar correcta su opción.
En todos los casos, la negociación parece la salida más sensata, pero el problema es que los roles sociales normalmente no se negocian salvo en situaciones de conflicto, por lo que las parejas lésbicas (en realidad cualquier relación innovadora) sólo negocia cuando ya ha tropezado con la piedra, es decir cuando ha estallado el desacuerdo.
Hay dos formas de relacionarse, que cuentan con experiencias previas y consenso social y que suelen tomarse como modelos, casi siempre en forma implícita. Una de ellas es la de las relaciones amistosas y la otra la del amor romántico. El modelo amistoso suele considerarse adecuado, ya que por definición implica relaciones libres e igualitarias, pero no se corresponde con la idea de pasión, donde se toma por referente la concepción occidental moderna del amor, que está muy lastrada por el modelo romántico, lo que incluye fuertes contenidos de roles de género. Este último modelo tiene mucha fuerza, porque en sociedades individualistas como es el caso de las actuales sociedades desarrolladas, donde todos los vínculos son débiles, el amor se ha transformado en el sustituto de la religiosidad, del cual se espera que dé sentido a la existencia, además de «el afecto cómodo, la liberación de las cadenas de la edad madura y de la vida monótona, el perdón de los propios pecados, el refugio en la historia de la familia y en los planes futuros» (BECK & BECK-GERNSHEIM, 2005) (p. 43) Lo utópico de estas expectativas no les hacen perder credibilidad. Como señalábamos en un trabajo anterior, la falta de cumplimiento de estos ideales produce angustia y da la sensación de que algo anda mal en la relación o que esta no es lo suficientemente fuerte (JULIANO, 2004)
En el caso de los romances heterosexuales, los mismos autores señalan que el mito del amor-pasión se apoya en rituales establecidos «Los fetiches, los sacrificios, las ceremonias, el incienso y los ritos diarios constituyen el contexto visible dentro del cual amamos» (p 52) Las relaciones homosexuales no se benefician de estos andamios imaginarios, pero tampoco los desechan.
Las expectativas implícitas de alguna de las dos integrantes de un romance lésbico, pueden entonces ser un calco de las que esperaría de un amor romántico, con su exclusividad y dedicación temporal, mientras que para la otra el modelo puede ser amistoso y compartido. Cada una por consiguiente se sentirá frustrada en sus expectativas.
De esta distancia de los amores lésbicos con los otros modelos de relación, y de los peligros de caer en un calco de las relaciones exclusivistas, habla Rita Mae Brown en su novela autobiográfica cuando dice: «Quería seguir mi camino. Creo que eso es lo único que siempre he querido: seguir mi camino y encontrar, quizá, de vez en cuando, un poco de amor. Amor sí, pero no un amor eterno con cadenas alrededor de la vagina y un cortocircuito en el cerebro. Para eso, mejor estar sola» (Brown, 1995)(p.114)
Es que no basta con tener nuevas realidades, hay que tener nuevos discursos interpretativos, nuevos modelos interiorizados, a partir de los cuales estas realidades cobren valor y significado. De lo contrario, las realidades diferentes pueden ser vistas no como logros, sino como fracasos en la obtención de la norma, que no resulta cuestionada. Como se concluía en las jornadas citadas: «Consideramos que es necesario buscar alternativas y no centrarnos solamente en este tipo de unión (la que tiene por modelo la pareja heterosexual). Es necesario reivindicar otro tipo de familias y relaciones». Esto implica la necesidad y el desafío de idear nuevas formas de convivencia. También implica reconocer que todas las innovaciones tienen sus costes.
Bibliografía citada
BARNES, D. (1997). El bosque de la noche. Barcelona: Seix – Barral.
BECK, U., & BECK-GERNSHEIM, E. (2005). «El caos cotidiano del amor». Archipiélago, Nº 67, 43-55. Brown, R. M. (1995). Frutos de rubí. Crónica de mi vida lesbiana. Madrid: Horas y horas.
BUTLER, J. (2001). La cuestión de la transformación social. In BECK-GERNSHEIM, BUTLER & PUIGVERT (Eds.), Mujeres y transformaciones sociales (pp. 7-31). Barcelona: El Roure.
(2001), El género en disputa, Paidós, México «Conclusiones de la trobada de lesbianes de Catalunya» 2005. Barcelona
ETXEBARRIA, L. (1998). Amor, curiosidad, prozac y dudas. Barcelona: Plaza y Janés.
Fernández, J. (2004). Cuerpos desobedientes. Travestismo e identidad de género. Buenos Aires: Edhasa.
Gimeno, B. (2002). Primeras caricias. Barcelona: Ediciones de la Tempestad.
HALL, R. (2003). El pozo de la soledad. Barcelona: Ediciones de la Tempestad.
HARAWAY, D. J. (1995). Ciencia, cyborgs y mujeres. La reinvención de la naturaleza. Madrid: Cátedra. JEFFREYS, S. (1996). La herejía lesbiana. Una perspectiva feminista de la revolución sexual lesbiana. Madrid.: Ediciones Cátedra.
JULIANO, D. (2004). Excluidas y marginales. Una aproximación antropológica. Madrid: Editorial Cátedra.
Luft, L. (2005). Pérdidas y ganancias. Madrid: Aguilar.
Piñon, N. (2005). Voces del desierto. Madrid: Alfaguara.
SAND, G. (1994). Tamarís. Madrid: Club Internacional del Libro.
Stuart, E. (2005). «Teologías gay y lesbiana». Archipiélago, Nº 67, 69-76.