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Liberar la Constitución secuestrada

Fuentes: Rebelión

Tuvimos que dar la razón a Freud cuando afirmaba ver en nuestra cultura y en nuestra civilización tan solo una capa muy fina que en cualquier momento podría ser perforada por las fuerzas destructoras del infierno; hemos tenido que acostumbrarnos poco a poco a vivir sin el suelo bajo nuestros pies, sin derechos, sin libertad, […]

Tuvimos que dar la razón a Freud cuando afirmaba ver en nuestra cultura y en nuestra civilización tan solo una capa muy fina que en cualquier momento podría ser perforada por las fuerzas destructoras del infierno; hemos tenido que acostumbrarnos poco a poco a vivir sin el suelo bajo nuestros pies, sin derechos, sin libertad, sin seguridad…

Stefan Zweig

En «El mundo de ayer» Stefan Zweig relata el paso de un mundo de seguridad en que la fe en el progreso rápido y duradero de la humanidad actuaba como una auténtica religión cívica y liberal, a un mundo de incertidumbre y barbarie fatalmente herido por el surgimiento de los totalitarismos y el estallido de dos guerras mundiales. Para Zweig, el cambio de siglo entre el XIX y el XX se resumen en el paso de una ilusión ingenua, pero noble, a una inseguridad realista, pero bestial.

No es difícil encontrar paralelismos entre el relato de Zweig y nuestro propio cambio de siglo. Después de la II Guerra Mundial asistimos al surgimiento de un humanismo sin ingenuidad, consciente de los límites económicos, sociales y políticos que encontraba la democracia y de la necesidad de una intervención decidida del estado para corregir las derivas que amenazaran la libertad, el bienestar y el progreso. Pero si en los años 90 del siglo pasado se celebraba por doquier el triunfo de la democracia liberal y de la economía social del mercado, hasta el punto de afirmar el «fin de la historia», las dos primeras décadas del nuevo siglo nos ofrecen un panorama bien distinto, con las viejas seguridades destruidas por los efectos devastadores de una década de crisis sin gestión y la progresiva consolidación de movimientos que buscan sustituirlas por mistificaciones aún más viejas como la nación, la patria, la idealización del pasado o el sacrificio del diferente y que no dudan en animar a una ciudadanía vapuleada a que vuelque sus frustraciones en el voto entendido como venganza. Otra vez el sueño liberal del «mejor de los mundos» parece truncarse en pesadilla y las constituciones están llamadas a actuar como dique de contención frente a la barbarie. En esta situación se cumplen los 40 años de vida de la Constitución.

La adaptación de las constituciones a la incertidumbre exigió que se construyeran como una fortaleza susceptible de ser defendida contra la barbarie, pero con materiales flexibles que la permitieran adaptarse a los movimientos tectónicos del cambio histórico. La técnica para lograrlo consistió en conseguir amplios acuerdos sobre los términos, a costa de discrepar sobre su significado. Las constituciones se construyen con palabras como libertad, igualdad, democracia, libertad de expresión o educación universal, pública y gratuita respecto de las que existe un acuerdo sobre su carácter valioso, justo y deseable, pero sobre las que existe también un manifiesto desacuerdo en cuanto a su significado, su extensión y sus condiciones de aplicación. La Constitución es así un libro en el que caben varias constituciones que pugnan entre si hasta que una de ellas acaba por imponerse en la práctica, siempre a la espera de que otra de las constituciones posibles comience a regir. Toda constitución democrática expresa por tanto un acuerdo y una multitud de desacuerdos que abocan a la incertidumbre sobre los resultados interpretativos fruto de la acción de lo que Peter Häberle ha llamado la «sociedad abierta de intérpretes constitucionales».

El mundo de ayer nos enseña que hay resultados indeseables, por lo que las constituciones tratan de limitar la incertidumbre estableciendo controles de constitucionalidad. Si la noble ingenuidad del constitucionalismo del siglo XIX consistió en una excesiva confianza en la política como fuente de progreso, durante la segunda mitad del siglo XX la confianza se traslada a los jueces como encargados de evitar las derivas liberticidas del poder político. Sin embargo, los jueces no pueden imponer una interpretación singular que invalide otras lecturas posibles, porque en este caso dejarían de defender la constitución para exponerla a la desafección por parte de los sectores excluidos del proceso interpretativo. Defender la constitución es defender también la voluntad constitucional de abrirse a la elaboración política y social de sus significados.

Las constituciones de las sociedades pluralistas buscan un equilibrio entre la estabilidad expresada en el acuerdo y el dinamismo expresado en la apertura a la sociedad de intérpretes constitucionales. En el caso español, existe una flagrante contradicción entre la apertura constitucional al dinamismo, el bajo nivel de utilización social de la Constitución de 1978 como un instrumento de transformación y la imposición judicial de una interpretación reduccionista y conservadora respecto a las posibilidades interpretativas del texto constitucional.

Aunque la versión ideológica oficial dice que el consenso fue el resultado de la Transición, lo cierto es que el consenso fue el método de la Transición. Un método que consistió en sancionar constitucionalmente aquello sobre lo que existía un nivel suficiente de acuerdo y trasladar a un momento político posterior la decisión sobre las cuestiones controvertidas, como la organización territorial del estado, respecto de la cual no se sancionó un modelo sino un procedimiento de construcción política, y las leyes orgánicas, que permiten al legislador tomar decisiones materialmente constitucionales por mayoría absoluta. Pero la apertura de la Constitución a diversas plasmaciones prácticas se ha venido reduciendo a lo largo de estos 40 años. 

Por una parte, la sentencia del Estatut supuso una alteración de primer orden en el funcionamiento constitucional desde el momento en que su principal consecuencia fue entender que la construcción del modelo autonómico había tocado techo y que a través del acuerdo político ya no era posible incidir de modo significativo en la configuración del sistema, sino solo completarlo con transferencias competenciales o con reformas de financiación. Creo que esta conclusión confunde dos cosas distintas: una cosa es afirmar que la inercia de constante ampliación competencial que había tomado la construcción del estado autonómico es insostenible en un momento en que la inmensa mayoría de las transferencias competenciales se ha completado; y otra cosa es concluir que, dada esta situación, la negociación política como modo de gestión de la cuestión territorial en España, queda truncada. No cabe duda de que el proceso de construcción del estado autonómico está concluyendo y se abre una nueva fase de racionalización y acomodo a las actuales circunstancias políticas y de financiación. Pero esta fase, al igual que los inicios del estado autonómico, reclama una interpretación de los límites constitucionales funcional al papel central que la propia Constitución otorga al acuerdo político. Lo contrario supone introducir rigidez allí donde la Constitución se ha querido flexible y fingir que existe una solución constitucional a cualesquiera conflictos autonómicos, cuando lo cierto es que la propia Constitución renunció a constituir un modelo terminante de organización territorial.

Por otra parte, la evolución de la interpretación de la Constitución durante estos 40 años ha ido reduciendo el ámbito de protección de los derechos al tiempo que aumentaba las posibilidades de funcionamiento autónomo del poder ejecutivo mediante un uso abusivo del decreto ley. Reducir derechos y garantías no solo afecta negativamente al ámbito concreto protegido, sino que también genera una ciudadanía temerosa y retraída, más atenta a obedecer las órdenes del poder que a tratar de influir en ellas, lo que contrasta vivamente con la ampliación del margen de acción del gobierno mediante la conversión del decreto ley en un instrumento ordinario de gobierno que responde más a la intención de hurtar el necesario debate político y ciudadano en el proceso de formación de las decisiones, que al supuesto constitucional de la extraordinaria y urgente necesidad.

Esta práctica que se ha venido consolidando no es la Constitución, sino que en buena medida es su misma negación: el secuestro de la Constitución por parte de una práctica impuesta por la derecha política y judicial que domina los altos órganos judiciales y que ha demostrado su prestancia a ejecutar las órdenes y ratificar los proyectos de sus comitentes políticos y económicos, en detrimento de su función de garantía.

La progresiva consolidación de esta lectura reduccionista y fuertemente ideologizada de la Constitución se ha producido en muchos casos sin el obstáculo de una respuesta social adecuada. Aunque en España ha existido un alto nivel de identificación ciudadana con el símbolo de la Constitución, la interiorización de sus contenidos como un instrumento de lucha por el derecho ha sido bajo. Y ello por tres razones:

En primer lugar, la tendencia de la Universidad a legitimar las interpretaciones de los jueces. Un sector mayoritario de la doctrina constitucional española dirige sus esfuerzos interpretativos a sistematizar y exponer la obra del Tribunal Constitucional, en el mejor de los casos con algunas críticas parciales de carácter generalmente técnico. En el extremo contrario, un sector minoritario aborda desde una metodología crítica la Constitución, pero en muchas ocasiones con elaboraciones de carácter teórico y estructural que terminan en un rechazo global del Texto y que dificultan mucho su concreción en propuestas alternativas susceptibles de apropiación social. Son pocos los casos de profesores y profesoras comprometidos con lecturas progresistas de la Constitución destinadas a dinamizar políticamente la interpretación constitucional mediante su apropiación por los movimientos sociales y a analizar las condiciones reales en las que esas lecturas pueden llegar a formar parte de la constitución en la práctica. En la academia española son prácticamente inexistentes los estudios que aborden el derecho constitucional desde los efectos empíricos que produce sobre los grupos vulnerables, que son una fuente invaluable de información para la elaboración alternativa de lecturas e interpretaciones.

En segundo lugar, la poca utilización del litigio estratégico en España. Aunque deben saludarse recientes iniciativas de litigio estratégico como las del canon digital, la devolución en caliente de migrantes, las cláusulas suelo o la competencia de los jueces para paralizar una ejecución hipotecaria, en todas las ocasiones se trata de ejemplos de utilización de organismos internacionales para invalidar o deslegitimar, según el caso, interpretaciones restrictivas de los derechos por parte de los jueces españoles, pero prácticamente no existen ejemplos de un uso interno del litigio estratégico destinado a introducir en el circuito judicial interpretaciones alternativas de la Constitución, a semejanza de lo que ocurre en EEUU. La creación en las facultades de derecho de unidades de litigio estratégico o de clínicas jurídicas que asesoren procesos judiciales como parte del proceso formativo de los estudiantes, sin duda contribuirían a introducir la conflictividad judicial programada como una forma de contrapoder social. 

En tercer lugar, un sector de la izquierda con entrada en los movimientos sociales ha tendido a nuclear su propuesta política en torno al cambio constitucional y no a la elaboración pragmática de lecturas alternativas. Este sector ha aceptado el proyecto conservador de identificar la Constitución con una lectura particular de la misma, en tanto le resultaba útil para deslegitimar la constitución existente y encontrar así el apoyo social necesario para su reforma. Pero la ansiada reforma constitucional parece lejos todavía. Los resultados electorales en Andalucía confirman que la reconfiguración del sistema político español no ha terminado y que hay espacio para la ultraderecha. El signo político de esta reconfiguración parece indicar que, en caso de que la reforma llegase a producirse, estaría más cerca de ratificar y profundizar la involución que se viene produciendo en la práctica, que de producir avances significativos.

En este escenario creo que la adaptación interpretativa de la Constitución es una vía más interesante que la de la reforma: por una parte, porque puede fortalecer el texto constitucional como símbolo que convoque a amplios sectores sociales en la lucha contra el neofascismo; y, por otra parte, porque permite contraponer en las instituciones la defensa de la Constitución de la defensa de su lectura retardataria y mostrar cómo esta última contribuye a legitimar socialmente las reivindicaciones del extremismo de derechas. Porque, en definitiva, creo que, con todas sus trampas, sus insuficiencias y sus errores, la Constitución de 1978 tiene inscritos algunos elementos esenciales de nuestra cultura y de nuestra civilización que, adecuadamente interpretados, permiten mantener el suelo bajo nuestros pies en este tiempo incierto.

Marcos Criado de Diego es profesor de Derecho Constitucional

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.