1Literatura, voz perdurable de una comunidad. La gran obra impone un idioma, y éste configura culturalmente a la nación. La Divina Comedia hace evidente a Italia, así como el Quijote convierte en irrefutable a España. Creer en una literatura latinoamericana es postular la nación de América Latina. Pero así como Nuestra América está dividida por […]
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Literatura, voz perdurable de una comunidad. La gran obra impone un idioma, y éste configura culturalmente a la nación. La Divina Comedia hace evidente a Italia, así como el Quijote convierte en irrefutable a España. Creer en una literatura latinoamericana es postular la nación de América Latina. Pero así como Nuestra América está dividida por fronteras postizas, nuestra literatura está escindida en las repúblicas ilusorias de los géneros. Exploremos este continente mediante la precaria brújula de más de dos centenares de obras concursantes en el Premio Internacional de Novela Rómulo Gallegos.
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Idiomas y pueblos tienen raíces compartidas. La comunidad originaria se reúne alrededor del mito; la nación en torno de la Historia. Toda meditación sobre el origen es también constitución del Ser. La novela histórica reinventa el pasado mediante los prejuicios del presente para definir un Yo. Reescribimos la Historia para hurgar en la herida todavía abierta de la Conquista, como Mercedes Franco en Crónica Caribana. William Ospina en Ursúa, Jorge Galván en El hierro y la pólvora, Francisco Pérez de Antón en La guerra de los capinegros y en Los hijos del incienso y de la pólvora. Reinventamos la historia para resucitar próceres inmortales: Angel Miguel Rengifo rememora a un americano universal en Miranda el hijo del mulato; Eduardo Sevillano se ocupa de otro en El niño Sol de la Negra Hipólita; Pedro Ángel Palou reescribe la biografía del legendario Zapata en clave narrativa y con lenguaje denso, hiriente y desgarrador; José León Tapia renueva los Tiempos de Arévalo Cedeño con el calendario de la crónica y el reloj de la tradición oral. Corregimos la Historia para enderezar los entuertos de las derrotas: Ignacio Solares, en La invasión, reconstruye el zarpazo imperial que despojó a México de más de la mitad de su territorio; David Toscana, en su deslumbrante El ejército iluminado, recluta un puñado de inadaptados para invadir Estados Unidos y recuperar Texas armados sólo con la esperanza.
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Despertarse del diluvio de sangre de la Historia es aflorar en el torrente del idioma. Desde los años sesenta del siglo XX, el castellano de América se regocijó en los vertiginosos juegos del adolescente que proclama su autonomía. Redimir el ser era reinstalarse en los Paraísos del Lenguaje. La postmodernidad desfolió este Edén, pero todavía algunos sentimos el verbo como un goce. Aún el lenguaje adquiere visos de protagonista en Salvador Golomón, de Alexis Díaz Pimienta, donde comentarios eruditos sobre un autor imaginario se entretejen con ejercicios de estilo. O el arcaísmo reviste una elegancia barroca, casi erótica en los dejos y enzarzamientos de La visita de la Infanta, de Reinaldo Montero. O el modo de narrar configura casi un idioma propio, autárquico, deleitable en su secreta complicidad, como sucede en De los míos Caribes, de César Chirinos. Aunque omito mencionar otra nacionalidad que la latinoamericana, destaco que la mayoría de estas obras transcurren en el alucinatorio vórtice del Caribe. En otras obras las búsquedas formales son menos evidentes. Pero la forma es lo que distingue a la literatura del mero inventario. Quizá procedimientos como la diversidad de voces o de texturas textuales, que antes suscitaron escándalo, ya no espantan ni desorientan. Sólo se discute si construyen una determinada narración o la destruyen.
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Lo que mañana será Historia es hoy confrontación social. Sólo colectivamente superamos las barreras temporales y clasistas. Nuestra realidad parecería haber escrito argumentos sólo superables mediante el modo de contarlos. De allí que las epopeyas sobre la contemporaneidad sean narradas mediante una prosa que aplica todos los recursos ficcionales: exploración interna de los personajes, diversidad de puntos de vista, habla coloquial, comentario vivencial y compromiso humano más que doctrinario o partidista Por ejemplo, Fernando Barragán revive la rebelión mesiánica de Canudos en Sertanejos. El traumático asesinado de Gaitán es recontado por Arturo Alape en El cadáver insepulto y por Miguel Torres en El crimen del siglo, con estrategias de crónica, reportaje, indagación. y hasta monólogo interior. Helena Poniatovska investiga laboriosamente las luchas sindicales de los ferrocarrileros para crear un relato atemporal, El tren pasa primero, una novela coral con centenares de personajes, todos profundos, ninguno previsible, tan cargada de crispación política como de tensión poética, signada por la relación de amor y odio entre el hombre y sus instrumentos de trabajo, construida con una prosa como las maquinarias que describe: escueta, funcional, rítmica, poderosa, mantenida por el aporte de millares de vidas para facilitar la comunicación entre los hombres. «Imposible desvivir lo vivido, imposible revivir el pasado, imposible ser otro», resume la autora en un párrafo final que cierra y abre todas las vías de la vida.
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La confrontación de clases traza la frontera de la violencia. Alonso Cueto denuncia en La hora azul la imposición del neoliberalismo mediante el terrorismo de Estado. José Agustín, que inicia su carrera con intimistas novelas de aprendizaje, incursiona en la violencia policíaca con Armablanca. Eloy Yague Jarque cuenta en Cuando amas debes partir la epopeya de un comunicador que sólo toca el fondo de su barranco existencial en el abismo del 27 de febrero. Martín Solares teje una asfixiante trama de corrupción, brutalidad policial y tráfico de drogas en Los minutos negros, esos cinco minutos que oscurecen en la existencia de cada hombre. En Nuestra América decir novela policíaca es decir novela negra y narrativa de la violencia política o de la corrupción. Y a pesar de ello hay relatos de la nostalgia, de la intimidad, del exilio y de la maravilla, que comentaremos en breve.