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La brutalidad policial como síntoma del empobrecimiento de las clases medias

Llegó nuestro turno

Fuentes: Rebelión

Castoriadis cita en uno de sus textos la definición de ciudadanía que ofrece un estudiante norteamericano quien la reduce a: «Es el derecho de no ser perseguido por la policía». Como el propio Castoriadis apunta, esta definición implica, entendida en sentido inverso, que la policía sí puede perseguir a los no-ciudadanos, es decir, transeúntes, inmigrantes […]

Castoriadis cita en uno de sus textos la definición de ciudadanía que ofrece un estudiante norteamericano quien la reduce a: «Es el derecho de no ser perseguido por la policía». Como el propio Castoriadis apunta, esta definición implica, entendida en sentido inverso, que la policía sí puede perseguir a los no-ciudadanos, es decir, transeúntes, inmigrantes clandestinos o incluso extranjeros y simples turistas. También a aquellos colocados en los márgenes de la ciudadanía, es decir, los marginales, término que engloba sin distinciones a los sin techo, mendigos, inmigrantes ilegales, miembros de pandillas juveniles, dependientes de los subsidios sociales, adictos al alcohol y drogas o pequeños criminales callejeros.

Sin embargo, en los últimos días, vemos imágenes, cada vez más con más frecuencia, de la policía cargando violentamente contra «ciudadanos» y, aún peor, exhibiendo unos modales despectivos y desdeñosos en el ejercicio de su ferocidad que se muestra con altanería y soberbia. Tales modos, no son desde luego ninguna sorpresa para cualquiera de los grupos de «marginales» a los que antes hice referencia. Tampoco son sorprendentes para organizaciones como Amnistía Internacional que lleva años denunciando la tortura y los malos tratos de las fuerzas de orden público españolas, describiendo en su informe «Sal en la herida», una situación de impunidad generalizada, complicidad y encubrimiento de los demás policías por un corporativismo mal entendido (que se manifiesta tristemente en las delirantes autojustificaciones que afloran en sus foros y ofrecen una idea precisa de lo extendida que está esa cultura de violencia), dificultad para denunciar, indefensión judicial para las víctimas, inexistencia de investigaciones y sanciones, etc. El informe relata que cuando excepcionalmente se produce alguna sanción, esta suele ser leve, acostumbrándose a indultar y recompensar posteriormente con ascensos a los funcionarios expedientados. Añade además que aunque no se puede hablar de un comportamiento violento rutinario, sí dista mucho de ser excepcional, ni se circunscribe únicamente a algunos elementos minoritarios de las fuerzas de seguridad.

Esta situación, por más que fuese dramática, era visible únicamente por los que estaban situados al otro lado de la frontera de esa ciudadanía que funcionaba como islote defensivo vigilado estos perros de presa. Acontecía detrás de nuestros muros y era, por tanto, invisible para nosotros, los ciudadanos, que la tolerábamos por esa inconsciencia egoísta de no querer mirar. Hasta que de repente, un día, se manifiesta nítidamente en toda su obscena barbarie, dejándonos en una especie de mezcla de sentimientos entre la indignación, el espanto …y la sorpresa. La sorpresa porque se ha roto una de las reglas del juego, aquella que nos colocaba a salvo de nuestros propios guardianes. Que ahora nos agreden a nosotros, a quienes debían proteger.

En realidad, sin embargo, no se ha roto ninguna regla. El juego continúa tal cual. Simplemente es nuestra posición en él la que ha cambiado. Nos hemos desplazado. Dice Bauman que los pobres en realidad son «consumidores defectuosos o frustrados, expulsados del mercado». O lo que es lo mismo, el grado de marginalidad de una persona en el sistema se mide únicamente por su capacidad de consumo. Los adictos a drogas o alcohol, los criminales, los inmigrantes, forman parte de la bolsa de «marginales» solo en tanto que no consumidores. Cuando se da el caso contrario, su integración es absoluta. ¿Qué otorga entonces la carta de ciudadanía? Únicamente nuestra posición en la sociedad de consumo.

En las últimas tres décadas asistimos al cada vez más frenético aumento de la desigualdad, con un crecimiento imparable de las rentas altas a costa, no tanto de las más bajas cuyo saqueo no tenía ya mucho más recorrido, como de las rentas medianas. Según Kerbo, Sennet y otros, la zona central de las rentas se reduce, aumentando los empleos de altísimos salarios, pero sobre todo aquellos otros de sueldos bajos. Este empobrecimiento de la clase media, cada vez más visible, lleva a que por primera vez en la historia, un porcentaje elevadísimo de ciudadanos están viviendo por debajo de las expectativas que su formación académica o profesional les venía ofreciendo históricamente. Aquellos estudios o prácticas profesionales que garantizaban en el pasado el acceso a un nivel de vida medio o medio alto han dejado de hacerlo y son víctimas ya también del subempleo, la precariedad, cuando no directamente del subsidio. O lo que es lo mismo, se han quebrado las seguridades que ofrecía la sociedad capitalista y por primera vez la marginalidad, entendiendo esta como el destierro del consumo, no está inseparablemente unida a los bajos estudios y la falta de calificación, sino que acoge a cualquiera, independientemente de su formación y su capacidad profesional.

Por supuesto, como en cualquier proceso de exclusión, la ética y el discurso imperante tiende a disfrazarlo como auto-exclusión. Para que los pobres pierdan su condición simbólica de ciudadanos a los efectos de la retórica imperante, no basta con que sean pobres sino que su pobreza debe ser elegida. En una sociedad de consumidores libres no es concebible la pobreza más que como un uso (corrompido) de esa libertad. Y los pobres son aquellos que no se esfuerzan, que gustan vivir del subsidio, incapaces para cualquier otra vida que no sea parasitaria y ociosa, viciosos que prefieren ser adictos al alcohol o a las drogas. Es decir, aquellos que voluntariamente se colocan en la marginalidad de esa ciudadanía que sí gana su sustento con merecimiento. Incluso ahora, con unos datos tan abrumadoramente enormes de desempleo y precariedad, el discurso dominante no tiene reparos en, al tiempo que reconoce a regañadientes ciertos desarreglos del sistema productivo, culpar a los jóvenes y a los parados de «falta de iniciativa», de ser «acomodaticios» y de no tener «espíritu emprendedor».

En el proceso de pérdida de la ciudadanía, hay que señalar la nada casual denominación de «perroflautas» que utilizan tanto los elementos más comprometidos con el status quo como, sobre todo, las fuerzas policiales represivas. No importa que, contra toda evidencia, se aplique a miles de personas que no tienen nada que ver ni social ni estéticamente con esta tribu minoritaria vagamente hippie. Lo que importa es que el «perroflauta» es un auto-excluido vocacional del sistema, y por tanto, un antagonista de la sociedad (de consumo), o lo que es lo mismo, un No-ciudadano por elección. Así, nuestra conversión en «perroflautas» nos coloca, en el imaginario policial, en el mismo bando que aquellos a los que tradicionalmente maltrata y tortura con la tolerancia de los verdaderos ciudadanos (nosotros también, hasta ahora) y, no lo olvidemos, una casi total impunidad legal. Y así, el proceso de empobrecimiento vertiginoso de la clase media trae irremediablemente aparejado otro de desnaturalización, de pérdida de influencia ciudadana (pues la influencia se mide en términos de consumo) y, por tanto, de des-ciudadanización.

Hubo unos años, en que todos compartimos ilusoriamente los intereses de las rentas más altas. Se hablaba de un capitalismo bursátil popular, todos nos hicimos expertos en vuelos low cost y en gadgets electrónicos. Los saberes tradicionalmente constreñidos a los ricos se nos abrían y en casas de turismo rural se ofrecían cursillos de cata de vinos. Hoy, ese sueño se ha convertido en una visión tenebrosa de precariedad, pérdida de derechos, sub-trabajos sometidos a una permanente amenaza de exclusión del sistema, horarios abusivos y reducción de salarios. Aquellos que en el pasado, por su educación y su extracción social, ocupaban las clases medias se hayan ya en un estado, no tanto de proletarización como de franco empobrecimiento. El feliz continente que habitábamos compartiendo (en su versión low cost) intereses y deseos con los millonarios se ha quebrado y las placas tectónicas se separan velozmente. En la nuestra, los desclasados del sistema, los de siempre y nosotros, los nuevos, que empezaremos a catar el sabor de una vida de subsidios y asistencia social en un estado social que se diluye. En la tierra contraria, los ricos en su fiesta perpetua. Alejándonos de su tierra prometida, escuchamos el sonido de la música y las risas que se desvanecen. En su orilla, los policías nos saludan con las porras. Llegó nuestro turno.

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Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.