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Lo penal y la carrera hacia el abismo

Fuentes: Rebelión

La prisión permanente revisable aprobada el 26 de marzo en el Congreso por la mayoría absoluta parlamentaria de un partido que es hoy minoritario en el Estado disfraza con su denominación hipócrita su realidad de condena perpetua. Con ella como remate, el trípode legal aprobado en el Congreso en materia de código penal, anti-terrorismo y […]

La prisión permanente revisable aprobada el 26 de marzo en el Congreso por la mayoría absoluta parlamentaria de un partido que es hoy minoritario en el Estado disfraza con su denominación hipócrita su realidad de condena perpetua. Con ella como remate, el trípode legal aprobado en el Congreso en materia de código penal, anti-terrorismo y seguridad se presenta como un sumidero en el que se ha vertido lo peor y más regresivo del derecho penal occidental a lo largo de su historia.

La justicia penal occidental (sigo en ello a una rica corriente de juristas italianos) es el lugar de encuentro de dos recorridos históricos: la larga historia de la superación de la venganza, y el no menos largo y difícil advenimiento de un contexto legal que asegure la protección, garantías y derechos del acusado.

-Justicia comunitaria: En los comienzos alto-medievales de esta historia, la venganza de las víctimas y de sus allegados daba lugar al derecho de restablecer el equilibrio roto. Los crímenes que lesionaban a las personas eran considerados un asunto privado a despachar entre los interesados y su entorno, pero no por los poderes públicos. El fin de la venganza era la satisfacción. Mediadores y pacificadores buscaban que la lesión generada por el delito se saldara con el resarcimiento, a través de intercambios y recompensas , y también de tratados de paz, treguas y concordias. Lo penal era pues comunitario: el delito era una ofensa que había que reparar, y la reparación debía ser negociada.

 -Justicia autoritaria: La fase comunitaria fue dando paso a otra autoritaria ejercida primero por los regímenes señoriales, y después por los Estados territoriales. Lo penal adquiere un carácter público, y se sustrae a las víctimas. La violación de una obligación penal se asimila a la indisciplina y a la «ofensa a la res pública».

Los jueces condenan al culpable incluso si la víctima ha hecho las paces con los autores de la ofensa. El principio es que el delincuente daña a la víctima, pero ofende a la «res pública», la cual tiene derecho a la satisfacción imponiendo una pena. El proceso inquisitivo ofrece al juez instrumentos vigorosos de investigación que incluyen la tortura. La justicia autoritaria se orienta pues hacia la represión.

Las prácticas judiciales se centran en obtener la confesión. El proceso penal se construye para combatir la heterodoxia religiosa y la oposición política radical. De ahí los enormes poderes inquisitivos del juez, la posibilidad de negar a los acusados la defensa, de usar la tortura, y de excluir la apelación. Y es que la justicia consiste en combatir, más que a delincuentes, a «enemigos» de la res pública». La Santa Inquisición copia el modelo pero con rasgos propios: moviliza una densa red de clérigos y solicita la colaboración del brazo secular de los Estados

-La ilustración penal: En el siglo XVIII las prácticas judiciales degeneran y colisionan con las nuevas ideologías ilustradas. Por primera vez, los intelectuales desempeñan una función de oposición en el terreno penal. Obras como «Los delitos y las penas» de Beccaria, en 1764, definen las nuevas pautas: ningún crimen ni pena sin ley, respeto de la libertad personal, irrelevancia penal de las opciones de conciencia, irretroactividad de la ley; la responsabilidad debe ser personal, así como la pena.

Se defiende la abolición de la pena de muerte y de las penas corporales, así como de las que extienden sus efectos a los inocentes. El espíritu de civilización exige que la justicia sea clemente y que las penas se dulcifiquen. Las normas deben institucionalizar los derechos de los acusados. Los jueces, parciales, corruptos, a la caza de brujas, herejes e inocentes, deben quedar sometidos a la ley.

La revolución francesa introduce el nuevo espíritu en el código penal de 1791, si bien conserva la pena de muerte y da relevancia a los delitos contra la propiedad.

 -Justicia burguesa y fascismo:  Napoleón conserva algunos de los principios ilustrados en su Código penal de 1810, claro y ordenado, pero les da un giro cesarista. Las penas son muy severas, – destierro, picota, marcas de fuego, cortes de mano-, y reaparecen las penas perpetuas. Pero su modularidad se presta a los ajustes progresistas de la ley francesa de 1832, que será imitada en los años 30,40 y 50 a lo largo de Europa.

La cuestión penal adquiere un claro protagonismo en el siglo XIX. No existe problema alguno civil o político que no afecte al ordenamiento legal vigente, cada vez más relacionado con el enfrentamiento entre clases. En Italia del sur, tras 1861, al igual que en España, la emergencia de los «bandidos», grupos armados rurales nacidos de la desaparición de los antiguos circuitos de solidaridad, provoca una legislación excepcional que se extiende a cada vez más campos. Los códigos ilustrados son custodiados además por una policía con orientación represiva, y servidos por un sistema carcelario impresentable

En el siglo XX el fascismo hace de la justicia penal un arma para defender al Estado de sus enemigos, programando el aniquilamiento de los opositores. El proceso penal alienta la vejación del adversario y el desprecio al «inferior». El franquismo se convertirá en un museo de estas prácticas.

-La securocracia: Pero a partir de los años 50, muchos sistema penales europeos, sobre todo en el sur, se enfrentan a una sucesión de emergencias: conflictos políticos, sindicales, y estudiantiles, en los años 50; terrorismos a partir de los años 70; la criminalidad organizada mafiosa en los años 80; el sentimiento de inseguridad que predomina en el siglo XXI…La respuesta penal a estas cinco emergencias aplaza sine die las necesarias reformas de los sistemas penales.

Como no existe sector de la administración pública que renuncie a su parcela de amenaza penal, la casualidad reina por doquier, aunque afecta, eso sí, a categorías marginales, sujetos débiles, autores particularmente visibles.

La seguridad se convierte en el centro de atención de las políticas penales en muchos países europeos, enfrentados a cuestiones complejas como la inmigración, el malestar del mundo juvenil urbano, la precariedad, la aprehensión sobre el futuro de colectivos que han perdido su estatus social… Emerge el «mercado de la seguridad» de los seguros y la protección privada.

Los regímenes políticos avanzan así hacia el modelo del Estado de seguridad, empujados por olas de opinión movidas más por supuestos peligros que por hechos demostrados, y dinamizadas éstas por grupos políticos y mediáticos que exigen la aplicación inflexible de la represión penal a chivos expiatorios previamente elegidos.

La política penal y securócrata del gobierno del PP, con el broche parlamentario del 26 de marzo, es la punta de lanza de esa carrera hacia el abismo. Todas las fases represivas de la historia penal han dejado su huella en ella: la corrupción institucionalizada de las prácticas judiciales, el delito considerado como ofensa al Estado, la indefensión del acusado, la securocracia como control de la marginalidad y del precariado, la crueldad de las penas al servicio de las clases dominantes…

La reparación debida a las víctimas, totalmente justa y necesaria, es el pretexto. Pero su tratamiento es una gran falacia. Lo que hace el gobierno del PP es vincular a las víctimas al castigo de la ofensa que se le hace a él como representante del Estado, con lo que arroja sobre las espaldas de las víctimas una obligación de venganza infinita e inalcanzable y convierte el resarcimiento afectivo y moral del daño en un imposible.

 -¿Regreso a los inicios?: Si volvemos la vista a la justicia comunitaria de los inicios, y a sus concordias y arreglos intra-sociales, nos encontramos con fórmulas que debidamente actualizadas serían aplicables- y que han sido aplicadas de hecho en otros procesos-, en campos de la violación penal que son hoy los más sensibles. Si se les desvincula de la venganza del Estado, los acuerdos entre víctimas de los distintos victimarios se hacen posibles, pues todas hablan un mismo lenguaje, el lenguaje humanamente unificador y universalmente comprensible del sufrimiento. En el caso de que se provean las vías institucionales necesarias para que estos acuerdos, con la correspondiente mediación, adquieran fuerza de obligar, se habrá dado un paso de gigante en la doble vía de la reparación penal y del resarcimiento del daño.

Francisco Letamendia, Profesor Emérito de la UPV-EHU

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.