La actual discusión sobre la reforma de la ley de amnistía tiene una función controvertida: paradójicamente sirve de tapadera de los problemas que la misma ley de 1977 trató de soslayar
Hace ya más de dos décadas el brigadista Vincenzo Guagliardo publicó un bello libro con el título Los dolores y las penas: un rotundo manifiesto abolicionista de la institución carcelaria. Todavía en prisión (era 1997) declaraba allí las posibles condiciones para una amnistía general de los participantes en los años de plomo de Italia. Guagliardo había sido un destacado dirigente de las Brigada Rojas, las mismas que secuestraron y luego asesinaron a Aldo Moro, sin duda también gracias a la pasividad calculada de muchos de los compañeros políticos del primer ministro. Para escándalo de muchos de sus compañeros de la izquierda, en este pequeño libro Vincenzo consideraba que la amnistía debía incluir también a los presos y penados fascistas: los jóvenes que en su mente se habían enrolado en las tramas del deep State italiano, en medio del vapor de una masculinidad autoritaria y nacionalista, pero adolescente y popular en cualquier caso.
Aun cuando la propuesta de Guagliardo sigue siendo interesante a la hora de considerar el valor de la reconciliación civil cuando esta se produce al nivel elemental de los combatientes rasos, el debate sobre la reforma de ley de amnistía de 1977 –que a buen seguro no dará espacio a ninguna modificación con efectos penales– sitúa la discusión en otro terreno. La propuesta de reforma apunta al necesario ajuste de la legislación española al derecho internacional y con ello al estatuto “imprescriptible” de los crímenes de lesa humanidad, es decir, de aquellos crímenes de carácter generalizado que se han realizado sobre la población civil.
Sobre esta base, la posibilidad de una amnistía al modo que propone Guagliardo tendría el límite de que cuando la violencia ha sido ejercida de forma sistemática por los aparatos de Estado o por una fuerza paraestatal, las responsabilidades penales y morales no deberían prescribir. En cierto modo, esta es también una de las condiciones últimas de la democracia, en la que el Estado nunca puede desprenderse de ese disfraz jurídico de árbitro imparcial en el conflicto político. Bajo esta perspectiva, la violencia criminal de la dictadura no debería perder nunca su condición de delito penal, aun cuando no quede ya nadie sobre quien ejercerlo.
No obstante, puede que este debate jurídico no sea en realidad más que una forma desplazada de otro debate político. Una discusión que vuelca sobre la Guerra Civil, la posguerra y la represión franquista, cuestiones que nos devuelven a la polarización política actual, y con ella al estatuto de la democracia en este país. La tesis que aquí se prueba es que la discusión sobre la reforma de la ley de amnistía tiene una función controvertida: paradójicamente sirve de tapadera de los problemas que la misma ley de amnistía de 1977 trató de soslayar.
Soledad Gallego-Díaz tiene razón. Y, como ella, tantos otros que en estos días han destacado que la ley de amnistía fue una demanda general de la izquierda en los meses que siguieron a la muerte de Franco. También tienen razón cuando apuntan a que esa atmósfera de “reconocimiento y perdón” permitió la Transición. Valga recordar, para el caso, que en las primeras Cortes salidas de unas elecciones, las de junio de 1977, estuvieron reunidos personajes (y con ¡qué cordialidad!) tan incompatibles como Carrillo y Fraga. El primero, estalino durante los 45 años previos, responsable junto a la dirección histórica del partido (incluida la Pasionaria, también sentada en esas Cortes) de no pocas muertes en la guerra y en la posguerra, algunas contra sus propias compañeros literalmente ejecutados en las purgas internas de posguerra o contra comunistas probados, pero heterodoxos, como el jefe del POUM, Andreu Nin. El segundo, ministro de Gobernación en el primer semestre de 1976, responsable de la matanza de Vitoria saldada con cinco muertos y, previamente como ministro de Información, encargado de justificar y presentar al público ejecuciones como la de Joaquín Grimau, También esa atmósfera es la que permitió que Arias Navarro, extraña figura que todos conocemos por sus grimosas palabras, “Franco ha muerto”, muriera tranquilamente en su casa, en 1989. Arias Navarro fue un oportunista de altura, republicano en las primeras horas, cambió pronto de bando para ser luego conocido como el “carnicerito de Málaga” por su política de “limpias y sacas” después de la toma de esa ciudad en 1937.
Considerado en los términos de la construcción de un régimen de “Reconciliación Nacional”, según la jerga que empleara el PCE mucho antes de la Transición (1956), los reencuentros entre estas dos clases políticas enfrentadas pueden considerarse sin duda como un logro histórico notable. La ley de amnistía tiene, en este sentido, un valor incalculable: la ley selló el pacto de silencio que preside toda la historia de la democracia. Exculpó de sus delitos (y de toda responsabilidad) a la clase política franquista y sacó de la cárcel a los presos políticos de la izquierda. Con ello mostró quién quedaba dentro y quién fuera del nuevo régimen político.
No me refiero a que la ley no incluyera a los militares rebeldes de la UMD (Unión Militar Democrática). Lo que es verdaderamente relevante es que la ley no comprendiera a los presos comunes, a los delincuentes que se formaron en la miseria social del franquismo. Significativamente se consideró (y pronto quedó naturalizado) que había presos injustos y presos merecidos. Los primeros: los idealistas que peleaban por la democracia. Los segundos: los muertos de hambre, pobres, gitanos, quinquis, maricas, prostitutas, todos los que en esa época se empezó a llamar “marginales”. Fueron estos los que organizaron la mayor protesta contra la ley de amnistía de 1977: lo hicieron por medio de una organización original, la Coordinadora de Presos en Lucha (COPEL), y del mayor ciclo de lucha anticarcelaria vivido en la historia de este país. “Amnistía para todos” era su consigna. Un apunte para otra imaginación política: en 1976, había en las cárceles postfranquistas alrededor de 10.000 presos; en 2009 en una sociedad más próspera, infinitamente más rica y con tasas de delincuencia sustancialmente menores se alcanzaron los 76.000.
Apuntes estadísticos aparte, la ley de amnistía mostró –quizás como ninguna otra– lo que no continuaba y lo que sí del franquismo. Contra lo que dice la crítica hoy común entre muchos izquierdistas, no continuó el franquismo político: la dictadura y la mayor parte de sus instituciones, la falta de libertades y los viejos resabios autoritarios. Continuó, sin embargo, el franquismo sociológico, las recientes clases medias surgidas en los años de rápido crecimiento del desarrollismo: su moderación, su centrismo, su adhesión al crecimiento económico sin excesivo reparto y la demanda de un Estado que favoreciera a esos segmentos sociales –y quizás solo a esos–. También fueron estas clases medias en expansión quienes dieron la espalda a la generación de la guerra (a los viejos franquistas y a los viejos comunistas) para votar las opciones jóvenes y sin apenas “pasado” de los Suárez (UCD) y González (PSOE).
El pacto de silencio, sellado con la cera líquida y abundante de las promesas de la modernización, fue una decisión tomada por la mayoría social del país, no por una pequeña parte. Que esta pasara por triturar a una generación joven en los barrios obreros, por dar paso a la devastación del paro obrero y a la heroína de los años ochenta no pareció un gran coste: no al menos a los jóvenes políticos de la izquierda de la época, ni tampoco a los jóvenes intelectuales que despuntaban en aquel momento.
Todo esta larga paráfrasis puede servir para situar el debate sobre la amnistía en un lugar algo menos cómodo que el del ideologema franquismo malo / democracia buena. Desde determinado campo, que coincide con la izquierda y que incluye, además de a periodistas y políticos, también a historiadores de profesión, el franquismo ha sido reducido a una verdad elemental: un alzamiento violento contra el orden legítimo de la república democrática. En consecuencia, la Guerra Civil se plantea como un enfrentamiento entre franquismo y democracia; y la Transición como una simple restauración de la democracia. Esta es la ecuación básica de “nuestra” izquierda, que también hace remitir a la actual derecha al franquismo (lo que es cierto) y a ella misma a la tradición incorrupta de la democracia (lo que no es tan cierto).
Más allá de las simpatías que podamos tener con el movimiento por la Memoria Histórica, y su incansable búsqueda de los cuerpos de los represaliados y desaparecidos por los nacionales y la dictadura, hay en esta ecuación varias trampas que conviene reconocer. La principal está en que ni en la Guerra Civil ni en la Transición los campos enfrentados se redujeron a dos partes, ni a dos verdades morales que supuestamente todavía dividen a izquierda y derecha. Antes bien, un debate histórico, que es tanto una excavación sobre el pasado como una suerte de producción cultural, debería reconocer la complejidad de las fuerzas en juego, y con ella la arbitrariedad de la división derecha-izquierda identificada con la polaridad franquismo-democracia.
En este sentido y por resumir mucho, durante la Guerra Civil, y solo dentro del bando llamado “republicano”, hubo fuerzas, seguramente las principales, que bajo ningún concepto estuvieron comprometidas con la democracia entendida con los parámetros actuales. Hubo anarquistas y anarcosindicalistas, que englobaban a la mitad de las clases trabajadoras del país y que en todo momento trataron de derribar esa misma república para experimentar una forma de revolución inédita: las colectividades de 1936-1939, con más de medio millón de trabajadores y varios millares de empresas, siguen siendo la experiencia revolucionaria más audaz de los siglos XIX y XX. Hubo también republicanos que prefirieron el orden a la república, que negaron las armas a los sindicatos en la noche del 18 de julio y que dejaron perder varias ciudades clave, que hubieran hecho fracasar el alzamiento, a costa (eso sí) de dar curso a la revolución. Hubo, además, esa violencia tópica común a toda guerra civil: descontrol, desmanes, asesinatos fratricidas motivados por pasiones personales e inconfesables. Y hubo una violencia revolucionaria, ruda, implacable e inaceptable para los parámetros morales de hoy en día, pero considerada legítima por buena parte de la población cuando se dirigía contra aquellos que les habían pisoteado durante siglos. Hubo incluso una pequeña guerra civil interna, que en mayo de 1937 y dirigida por el PCE descabezó a su principal competidor dentro del comunismo (el POUM), liquidó la influencia política de la CNT y destruyó los principales organismos de la revolución libertaria (milicias y Consejo de Aragón). Hubo por tanto muchas repúblicas, pero sobre todo hubo “revolución” entendida además de distintas maneras, muchas veces opuestas. La reducción de la guerra a un enfrentamiento entre dictadura y democracia no comprende, ni con trazo grueso, este paisaje.
Igualmente durante la llamada transición a la democracia no se produjo solo un juego de tablas entre franquismo e izquierda, que llevó a los pactos de la democracia, incluida la ley de amnistía, y a la triste continuidad de algunas instituciones de la dictadura –como la persistencia de buena parte de la judicatura, la policía, etc.–. La partida de aquellos años ni siquiera se jugó a dos bandas, sino al menos a tres. Existió, sobre todo, un tercer actor: una movilización (principalmente obrera) desbocada que empujaba al alza los salarios y que desencadenó sucesivas huelgas descontroladas como las del invierno de 1976, principalmente Madrid (enero) y Vitoria (marzo). El desgobierno de las fábricas fue el verdadero trasfondo de la Transición: la bestia a domesticar a la que se aplicaron los correctivos de los Pactos de la Moncloa (1977), las llamadas a la moderación del PCE y la institucionalización sindical, dirigida básicamente a controlar este crecimiento explosivo de los salarios. Además, existió un partido militar, ligado al búnker franquista y que apareció a plena luz pública el 23F de 1981; episodio complejo y todavía oscuro, pero en el que Tejero y Milans del Bosch quizás solo jugaron el papel de espantaniños, trampantojo de golpe de Estado y cortina de otras operaciones de más calado. Por último y por citar algunos actores que entonces adoptaron el papel de los sacrificados, y hoy de olvidados, en la Transición apareció también una generación dispuesta a la experimentación contracultural: una juventud que fue empujada primero al desencanto, luego al paro y finalmente al suicidio o (lo que venía a ser lo mismo) la heroína. También en la Transición, hubo ese destello de los “marginales”, no incluidos en la ley de amnistía, ni en ninguna otra ley posterior que no fuera la del Código Penal y la asistencia punitiva en pro de una democracia triunfante gestionada, entonces, por la izquierda.
Conociendo esta complejidad, cuando sacamos a colación la Transición y la Guerra Civil, haríamos bien que en no hacerlo a través de una pantalla jurídica, y tampoco a partir de la simplificación ideológica de los enfrentamientos entre el Gobierno actual y la derecha actual, esto es, entre la izquierda y la derecha de 2021. Entender ambos procesos en la historia del último siglo probablemente no contente ni a la izquierda ni a la derecha partidistas, probablemente tampoco las refleje de un modo amable. En cualquier caso, este tipo de discusiones históricas son del todo imprescindibles si se quiere encontrar una política menos anclada en polarizaciones ideológicas y más en los procesos de politización que pueden hoy empujar en una dirección realmente democrática.
Emmanuel Rodríguez es historiador, sociólogo y ensayista. Es editor de Traficantes de Sueños y miembro de la Fundación de los Comunes. Su último libro es ¿Por qué fracasó la democracia en España? La Transición y el régimen de 1978. Es firmante del primer manifiesto de La Bancada.