«¿Cómo puede un hombre tener su conciencia tranquila, o desear tenerla, mientras otros hombres, donde sea, están sufriendo tortura o muerte?» Albert Camus Un día infausto el fascismo español emergió vestido de franquismo y desató toda su violencia y criminalidad sobre el pueblo español. No escapó nadie de aquella venganza asesina contra la república española. […]
Albert Camus
Un día infausto el fascismo español emergió vestido de franquismo y desató toda su violencia y criminalidad sobre el pueblo español. No escapó nadie de aquella venganza asesina contra la república española. Fueran campesinos, obreros, burgueses, políticos, intelectuales o inocentes, no pudieron salvarse de aquella vesania entronizada para arrasar con todo vestigio de reales o posibles opositores al régimen traidor.
Fue en esas circunstancias que asesinaron a Federico García Lorca a los 38 años. El poeta y dramaturgo, nacido el 5 de junio de 1898 en Granada, moría el 18 de agosto de 1936 en el camino de Viscar a Alfacar, en su querida Granada, sin que se sepa aún en qué pedazo de tierra permanecen sepultados sus restos mortales.
En aquella fecha un camino recorría con sus pasos eternos el poeta del viento. En la tierra de España, la hidalga paloma estaba en guerra heroica. El cantar del viento y el cantar de Lorca, poeta de la rosa, se unieron para siempre con la sangre de España que luchaba cantando.
En agosto murió Federico. Es decir, le mataron rifles, pezuñas y largos cuchillos en la danza macabra de traidores que acosaban el destino libre del suelo hispano.
Un pedazo de España, de la vida del pueblo, arrancaron con odio en la madrugada, pero en aquel instante un ave indetenible cobraba vuelo a pesar de las armas y del sepulcro abierto.
Al conmemorarse el 80 aniversario de aquel crimen, que fue crimen multiplicado en miles de víctimas españolas durante la guerra civil, a aquellos asesinos y a sus herederos políticos e ideológicos cabría hacerles muchas preguntas, aunque una de ellas, la del escritor francés Albert Camus, es esencialmente contundente y válida para cualquier tiempo pasado, presente o futuro: «¿Cómo puede un hombre tener su conciencia tranquila, o desear tenerla, mientras otros hombres, donde sea, están sufriendo tortura o muerte?»
Fue otro poeta, Antonio Machado, quien caracterizó mejor aquel acontecimiento histórico que vivió la República Española, cuando escribió en Valencia, en abril de 1937, su denuncia de la traición que se gestaba en su tierra:
«Pienso en España, vendida toda, de río a río, de monte a monte, de mar a mar.
Toda vendida a la codicia extranjera: el suelo y el cielo y el subsuelo. Vendida toda por lo que pudiéramos llamar -perdonadme lo paradójico de la expresión- la trágica frivolidad de nuestros reaccionarios. Y es que, en verdad, el precio de las grandes traiciones suele ser insignificante en proporción a cuanto se arriesga para realizarlas, y a los terribles males que se siguen de ellas, y sus motivos no son menos insignificantes y mezquinos, aunque siempre turbios e inconfesables. Si os preguntáis, ¿aparte de los treinta dineros, por qué vendió Judas a Cristo?, os veríais en grave aprieto para responderos. Yo no he encontrado la respuesta en los cuatro evangelios canónicos. Pero la hipótesis más plausible sería ésta: entre los doce apóstoles que acompañaban a Jesús, era Judas el único mentecato. En el análisis psicológico de las grandes traiciones, encontraréis siempre la trágica mentecatez del Iscariote. Si preguntáis ahora, ¿por qué esos militares rebeldes volvieron contra el pueblo las mismas armas que el pueblo había puesto en sus manos para la defensa de la nación? ¿Por qué, no contentos con esto, abrieron las fronteras y los puertos de España a los anhelos imperialistas de las potencias extranjeras? Yo os contestaría: en primer lugar, por los treinta dineros de Judas, quiero decir por las míseras ventajas que obtendrían ellos, los pobres traidores de España, en el caso de una plena victoria de las armas de Italia y Alemania en nuestro suelo. En segundo lugar, por la rencorosa frivolidad, no menos judaica, que no mide las consecuencias de sus actos. Ellos se rebelaron contra el gobierno de los hombres honrados, atentos a las aspiraciones más justas del pueblo, cuya voluntad legítimamente representaban. ¿Cuál era el gran delito de este gobierno lleno de respeto, de mesura y de tolerancia? Gobernar en un sentido del porvenir, que es el sentido esencial de la historia. Para derribar a este Gobierno, que ni había atropellado ningún derecho ni olvidado ninguno de sus deberes, decidieron vender a España entera a la reacción europea. Por fortuna, la venta se ha realizado en falso, como siempre que el vendedor no dispone de la mercadería que ofrece. Porque España, hoy como ayer, la defiende el pueblo, es el pueblo mismo algo muy difícil de enajenar. Porque por encima y por debajo y a través de la truhanería inagotable de la política internacional burguesa, vigila la conciencia universal de los trabajadores.»
Es una lástima que aquella lucha no culminara con la victoria del pueblo defensor del republicanismo en la república nueva. Ni que la sensatez impidiera la práctica masiva de los asesinatos, incluido el de Federico García Lorca, que tanto prometía para la gloria verdadera de España. Pero mal que les pese a la ralea de asesinos y sus herederos, Lorca vive triunfante, más allá de anatemas, muerte y desaparición, en España y el mundo.
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