El período que transcurre entre 1823 y 1833 es recordado por la represión que ejerció Fernando VII, sin duda una de las más feroces de la historia de nuestro país. Lo que no es poca cosa, por cierto. Apoyado por el clero y la nobleza, y gracias a la intervención de los Cien Mil Hijos […]
El período que transcurre entre 1823 y 1833 es recordado por la represión que ejerció Fernando VII, sin duda una de las más feroces de la historia de nuestro país. Lo que no es poca cosa, por cierto. Apoyado por el clero y la nobleza, y gracias a la intervención de los Cien Mil Hijos de San Luis, el Rey Felón abolió el Estado de Derecho y restauró el absolutismo, desatando una oleada represiva que llegó a escandalizar al mismísimo rey de Francia. La oposición liberal fue sometida a una persecución implacable, llegando a castigarse con pena de muerte el simple hecho de gritar públicamente «¡Viva la Constitución!». El clero recuperó su influencia, los mayorazgos fueron restaurados y se cerraron las universidades, provocando el exilio de importantes personalidades de la ciencia y la cultura. De fondo, una economía lastrada por el atraso industrial del país, el endeudamiento de la hacienda pública y la pérdida de las colonias americanas, que, a excepción de Cuba y Puerto Rico, hicieron realidad el sueño de su independencia. Galdós dedicó algunas de sus mejores páginas a recrear el clima de terror reinante en aquellos años negros.
La historia nunca se repite, pero a veces se parece mucho. La «Década Ominosa», como se conoce a la segunda restauración fernandina, constituye un buen punto de partida para comprender y analizar la involución democrática que está experimentando nuestro país desde que estalló la crisis económica. En efecto, la agenda neoliberal impuesta por la Unión Europea, centrada en la devaluación salarial y el desmantelamiento del Estado de bienestar, está acompañada por un creciente autoritarismo político y moral que evoca inmediatamente las tropelías perpetradas bajo el reinado de Fernando VII. Más concretamente, la reforma del Código Penal y la mal llamada Ley de Seguridad Ciudadana son el correlato necesario del repliegue del Estado en materia económica y social inducido por las políticas de austeridad. Paralelamente, la reforma de la ley del aborto impulsada por el Partido Popular, incluso en su versión moderada actualmente en tramitación, trasluce una moralidad neoconservadora que funciona como aglutinante contra los efectos deletéreos de la desregulación social y laboral. Veamos todo esto con más detalle.
Durante los últimos años, el Estado ha adquirido un protagonismo esencial a la hora de aplicar los programas de ajuste administrados por la troika. Recordemos que el neoliberalismo requiere y exige una intervención activa del Estado para hacer posible el expolio de un territorio determinado: privatizaciones, recortes del gasto público, reformas laborales, etc. Sin embargo, la importancia del Estado neoliberal no reside solamente en su valor como instrumento ejecutor de las políticas de austeridad, sino también, y fundamentalmente, en su capacidad de sofocar a través del aparato represivo cualquier oposición a las mismas. En nuestra opinión, la intensificación de los mecanismos de control social y patriarcal es consustancial a las políticas neoliberales, que alimentan la acción penal para recluir o amedrentar a los sectores insumisos del naciente orden social. La legislación penal represiva aprobada por el Partido Popular, que nos retrotrae a los periodos más oscuros de nuestra historia, constituye una buena muestra de este fenómeno.
En efecto, la reforma del Código Penal consagra una estrategia de política criminal profundamente regresiva que ha merecido las críticas de Naciones Unidas y ha provocado el rechazo de la academia jurídica. Entre otros aspectos, el legislador reintroduce en nuestro ordenamiento la cadena perpetua, eufemísticamente denominada «prisión permanente», ignorando el principio de readaptación o reinserción social que el artículo 25.2 de la Constitución vincula a la privación de libertad. Al mismo tiempo, la reforma intensifica la represión política y social de los sectores insubordinados, evocando el cruel espíritu del panoptismo social típicamente decimonónico: a título ejemplificativo, anotemos que los escraches practicados a los representantes políticos encuentran acomodo en el nuevo y específico delito de hostigamiento, castigado con pena de prisión de tres meses a dos años. Del mismo modo, asistimos a una considerable elevación de las penas en caso de «desórdenes públicos» ocurridos con motivo de huelgas, manifestaciones u otros actos reivindicativos, evidenciando la intención de reprimir las diferentes expresiones de protesta ante el imparable deterioro de las condiciones de vida y trabajo de nuestro pueblo.
Sin embargo, la estrategia represiva del Gobierno no se limita al ámbito penal, sino que se extiende al Derecho administrativo sancionador. Duramente criticada por el Consejo General del Poder Judicial, la Ley de Seguridad Ciudadana, popularmente conocida como ley mordaza, restringe de manera desproporcionada la libertad de expresión y pone en la picota los derechos fundamentales de reunión y manifestación. A partir de su entrada vigor, las concentraciones frente al Congreso de los Diputados o la resistencia ciudadana a los desahucios, por mencionar sólo los casos más emblemáticos, podrán sancionarse con multa de 601 a 30.000 euros, abriendo la puerta a la criminalización y estigmatización de quienes se manifiesten. Aún más, como se trata de sanciones administrativas, el legislador evita la intervención judicial en la imposición de las mismas, obligando al imputado a recurrir a los Tribunales si considera que las sanciones no son adecuadas. Amo y señor de la calle, el Ministro del Interior parece emular la furia reaccionaria de Fernando VII, que en 1824 suprimió las elecciones municipales «con el fin de que desaparezca para siempre del suelo español hasta la más remota idea de que la soberanía reside en otro que en mi real persona…».
Finalmente, esta exposición resultaría incompleta si no hiciésemos mención de la reforma de la ley del aborto que planea el Partido Popular, aunque se trate de una versión limitada en comparación con el texto de 2013. Ahora, el Gobierno se limita a exigir el consentimiento de los progenitores para la interrupción del embarazo en el caso de mujeres de 16 y 17 años, que actualmente pueden abortar sin necesidad del mismo. Más allá de sus efectos sobre la salud de las mujeres afectadas, ciertamente preocupantes, la norma pretende la afirmación de una moralidad ultraconservadora y patriarcal en el centro del cuerpo político, como necesario correlato de la orientación neoliberal adoptada por el Gobierno en materia económica y social. En realidad, las reformas que hemos mencionado son el producto de una coalición perversa entre la élite política, el poder económico y la Conferencia Episcopal para restaurar su poder de clase en la actual situación de crisis, aunque ello suponga abolir los derechos sociales, laminar la democracia política y aplastar la libertad de las mujeres.
Atrapado por la deuda y prisionero del euro, nuestro país se enfrenta a una gran crisis histórica en la que se mezclan y entrecruzan múltiples contradicciones: explotación económica, represión política y sometimiento de las mujeres, sin olvidar una grave crisis ecológica que desborda cualquier tipo de fronteras. Las luchas sociales tejidas alrededor de estos ejes ponen en cuestión las relaciones de coerción fundamentales que sustentan el moderno patriarcapitalismo, delineando un conflicto que trasciende las reivindicaciones económicas tradicionales. El sistema actual no sólo es culpable de cometer ciertas injusticias, sino, ante todo, de humillar y pisotear la dignidad humana de la inmensa mayoría de la sociedad. Desde esta perspectiva, las personas y grupos que protagonizan las luchas emancipadoras son también plurales y no están exentas de incomprensiones y contradicciones. La perspectiva de una nueva década ominosa debería hacernos recordar que los momentos más álgidos del movimiento iniciado con el Manifiesto comunista fueron aquellos en los que la unidad se impuso a la fragmentación, aunando todas las luchas en una misma ola emancipadora.
Rosana Montalbán. Candidata de Esquerra Unida a las Cortes Valencianas
Héctor Illueca. Doctor en Derecho e Inspector de Trabajo y Seguridad Social
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