El título de este artículo, que contrasta con el teatral júbilo que apreciamos al cierre de la COP21, adquiere todo su sentido cuando se piensa en las millones de víctimas del calentamiento global, en los afectados directos por los eventos climáticos extremos y la elevación del nivel del mar, en los refugiados climáticos; y cuando […]
El título de este artículo, que contrasta con el teatral júbilo que apreciamos al cierre de la COP21, adquiere todo su sentido cuando se piensa en las millones de víctimas del calentamiento global, en los afectados directos por los eventos climáticos extremos y la elevación del nivel del mar, en los refugiados climáticos; y cuando se comprende que gran parte de estas víctimas -pasadas, presentes y futuras- responden a una falta de voluntad y decisión política por parte de los gobiernos reunidos año tras año en la Convención Marco de las Naciones Unidas para el Cambio Climático.
Con alta probabilidad, las primeras y más entusiastas celebraciones tras el Acuerdo alcanzado en París tuvieron lugar en los hoteles cinco estrellas de la capital francesa, donde se hospedaban los negociadores de las potencias mundiales y los lobbistas de las corporaciones multinacionales acreditados en la COP21.
Es que, si bien desde los movimientos de justicia climática se temía un mal acuerdo, que continuara con la impunidad para los responsables históricos del calentamiento global, la promoción de falsas soluciones y la mercantilización de la naturaleza, el texto firmado por los negociadores de 195 países (sólo se marginó Nicaragua) representa una profundización y perpetuación de estas tendencias en el marco de las negociaciones internacionales.
Chao Protocolo de Kioto
El Acuerdo plantea el objetivo de limitar el aumento de temperatura promedio global a 2°C y hacer los esfuerzos (?) para que no supere 1,5°C respecto de la era pre-industrial, pero no establece metas individuales ni grupales (según nivel de responsabilidad o capacidad) para que las Partes (países firmantes) en su conjunto logren este objetivo global, el que de hecho ya ha sido cuestionado por activistas y especialistas climáticos, por ser ampliamente insuficiente para detener la crisis.
Tal como si se tratara de un convenio entre empresas privadas, el Acuerdo deja el cumplimiento de estas metas globales a la buena voluntad de la Partes, mediante la publicación y cumplimiento unilateral de sus contribuciones previstas determinadas a nivel nacional de reducción de emisiones de gases de efecto invernadero (GEI). Es decir, cada cual se compromete a reducir, no según su responsabilidad en la crisis y sus capacidades de reducción, sino de acuerdo a lo que está dispuesto a reducir.
Lo anterior, aun cuando el propio texto acordado reconoce que las contribuciones previstas determinadas a nivel nacional comprometidas hasta ahora por las Partes están lejos de permitir cumplir con el objetivo propuesto. Se ha estimado que éstas conducen a un aumento de al menos 3°C -una verdadera catástrofe mundial-.
Ilusamente, al tiempo que ni siquiera considera las emisiones del transporte aéreo y marítimo (aproximadamente el 10% de las emisiones globales de GEI), el acuerdo llama a las Partes a comunicar en ¡2020! sus estrategias de desarrollo bajo en carbono con miras a ¡2050!
¡Mercados de carbono para todos! «No vengo a vender …»
El Acuerdo abre las puertas (aun más que el Protocolo de Kioto) a la especulación financiera y los mercados de carbono, extendiendo universalmente su operación -cualquier país puede emitir o comprar bonos de carbono-. Es decir, los proyectos y otras iniciativas o políticas que supuestamente reducen emisiones de manera adicional, muchas veces impactando negativamente el medio ambiente y vulnerando los derechos humanos de las comunidades locales, podrán desarrollarse en cualquier país, para que cualquier otro país pueda pagar barato y registrar como propias dichas inciertas reducciones de emisión, en lugar de concretarlas de manera efectiva en su propio territorio.
El financiamiento para la transición climática siguió generando en París una pugna entre las potencias industrializadas y las emergentes, pero finalmente se mantuvo sin modificaciones: según lo acordado en Copenhague en 2009, los primeros deberían aportar a un fondo de 100.000 millones de dólares anuales hasta 2020, y los segundos lo harían de manera voluntaria. Pero no existe ninguna claridad ni compromiso sobre las cantidades a aportar por cada país y sobre el uso apropiado de los fondos. De hecho, existen serias incertidumbres respecto de la contabilidad de las transferencias ya realizadas y sobre la efectividad de las soluciones que se estarían financiando. Bajo este escenario actual, no parece muy preocupante que el Acuerdo no contemple algún compromiso para el financiamiento después de 2020.
Tampoco se estableció algún mecanismo efectivo para compensar las «pérdidas y daños» de los países más vulnerables, donde las poblaciones y ecosistemas continuarán sufriendo con crudeza los impactos del cambio climático, cuya intensidad continuará aumentando por décadas, en nombre del crecimiento económico, según un acuerdo que vislumbra un pico de emisiones -con suerte- a la mitad del siglo.
El Acuerdo de París confirma una irresponsable postura internacional de respaldo a las falsas soluciones basadas en megaenergía hidráulica y nuclear, agronegocios y plantaciones forestales, geoingeniería y mecanismos de compensación de emisiones, en lugar de una drástica y efectiva reducción de emisiones de gases de efecto invernadero, mediante una igualmente drástica transformación en los sistemas productivos y económicos dominantes, dejando atrás la matriz extractivista.
Chile bien alineado con las falsas soluciones
Por su parte, el Gobierno de Chile ha tenido una posición de mucha consistencia con el desarrollo y el resultado de las negociaciones y, más allá de su débil documento de contribuciones previstas determinadas, sus políticas públicas muestran un patrón y una tendencia de gran irresponsabilidad frente a la gravedad de la crisis planetaria, y aun más, respecto de la alta vulnerabilidad de nuestro país frente al cambio climático.
Una muestra de esto es su persistente impulso de un modelo forestal basado en grandes monocultivos de pinos y eucaliptos (cerca de 3 millones de hectáreas), que, sobre la base de un aberrante subsidio estatal, ha provocado un desastre ambiental y social difícil de revertir, sustituyendo bosques nativos y tierras agrícolas, y usurpando territorios mapuche. Lejos de aportar a la mitigación del calentamiento global, estas plantaciones aumentan de manera dramática la vulnerabilidad ante el mismo, debido a su alto consumo de agua y alto riesgo de incendios.
Otro ejemplo de esto es la nula voluntad gubernamental para implementar una ley que proteja efectivamente los glaciares andinos, fuentes principales del agua en todo el territorio nacional, tanto para consumo humano, como para el riego agrícola, hidratación de animales domésticos y para la conservación de la biodiversidad. De hecho, contra todas las recomendaciones de especialistas y la opinión ciudadana, el Gobierno ha impulsado una ley que, bajo una falaz clasificación de reserva estratégica, cautela en realidad los intereses «estratégicos» de la gran minería nacional y multinacional.
Por otra parte, mientras el impulso gubernamental a las energías renovables no convencionales ha sido muy mezquino, en cuanto a su disponibilidad relativa frente a fuentes convencionales, y a la medida de las necesidades de la industria extractiva, sus esfuerzos para la descarbonización de la economía han sido escasos o nulos, apoyando la implementación de nuevas centrales termoeléctricas, aprobando la explotación insustentable de minas de carbón, permitiendo la expansión urbana y el aumento descontrolado de la motorización.
El poder de la COP a la CALLE
Así como los propios líderes políticos mundiales (entre ellos, Bachelet) decían que la COP21 era la última oportunidad para salvar el planeta, hoy podemos afirmar que con este acuerdo, y mientras no ocurran cambios estructurales y paradigmáticos en los sistemas políticos y económicos dominantes en el mundo, se ha agotado la posibilidad de que las negociaciones en el marco de la ONU jueguen un rol principal en la lucha contra el cambio climático.
Hoy la principal responsabilidad recae en los movimientos, organizaciones sociales y comunidades organizadas y su capacidad para impulsar procesos locales, nacionales e internacionales de resistencia frente a la continuidad de una economía extractivista y carbonizada y ante la imposición de falsas soluciones al cambio climático, e iniciar procesos de transformación y resiliencia, sobre la base de nuevos paradigmas de sociedad y nuevos proyectos políticos para concretarlos, más justos, más sustentables y democráticos.
Nuestras voces, nuestras luchas, nuestras alternativas deben sumarse y ocupar todos los espacios, las calles y plazas, los municipios y barrios, las comunidades rurales e indígenas, las escuelas y universidades, los palacios de gobierno y congresos legislativos, los sindicatos y cooperativas, y articular un gran movimiento por la paz, la justicia social, ambiental y climática.
Eduardo Giesen es miembro del Colectivo Viento Sur.
Fuente original: http://radio.uchile.cl/2015/12/15/acuerdo-climatico-los-ataques-continuan-en-paris