Uno tiene la sensación de que en buena medida la batalla de la política hoy en el mundo pasa por la recuperación o la destrucción de la memoria histórica. El pasado se ha vuelto una nebulosa en la que naufragan los recuerdos colectivos que forman la urdimbre de nuestra vida cotidiana. Los grandes acontecimientos del […]
Uno tiene la sensación de que en buena medida la batalla de la política hoy en el mundo pasa por la recuperación o la destrucción de la memoria histórica. El pasado se ha vuelto una nebulosa en la que naufragan los recuerdos colectivos que forman la urdimbre de nuestra vida cotidiana. Los grandes acontecimientos del pasado, los que conformaron al mundo de hoy, se diluyen en un mar de información en el que lo verdaderamente importante convive con lo trivial. Poca gente sabe ya qué significó para el mundo actual el largo y dramático proceso de descolonización que se produjo después de la II Guerra Mundial, la guerra de Vietnam, el puente aéreo de Berlín, la crisis de Suez, la guerra de Argelia, el aplastamiento de la revolución húngara de 1956, la invasión soviética de Checoslovaquia en 1968 o la Revolución Cultural china y un larguísmo etc. Los reportajes sobre el pasado, que de vez en cuando se encuentran en los grandes medios de comunicación, suelen recurrir a un deliberado coctel en el que se mezclan guerras y movimientos sociales con desfiles de modelos, estrellas de la música pop, o nostálgicas evocaciones de mundo que nunca existió. Los «felices sesenta» llegaron a convertirse en un mito, dejando a un lado las terribles catástrofes que sacudieron la Humanidad durante ese período, y la evocación del Mayo francés o del movimiento hippie en los EE.UU. por ejemplo, ha sido sometida a un proceso de manipulación en el cual han ido perdiendo su carácter de protesta socio-política para convertirse en una especie de carnaval un tanto acratoide cuyas causas se desconocen; y en los últimos tiempos se ha empezado a dar un paso atrás y estamos a punto de recuperar los «maravillosos cincuenta», pero sin guerra fría, sin dictaduras y sin golpes de Estado. En cualquier caso los iconos más repetidos y utilizados suelen ser estrellas de Hollywood. Lo que importa, una vez más, es el espectáculo.
El fenómeno es general pero, como siempre ocurre, hay sociedades en que esa tergiversación del pasado, es más radical. Es evidente que allí donde hubo un intento, logrado en gran medida, de congelar el pasado para evitar que su sombra se proyectara con demasiada fuerza sobre la realidad política del momento, los efectos de esa ocultación o destrucción de la memoria han sido más devastadores. En un país como el nuestro, sometido a lo largo de casi 40 años a una dictadura basada fundamentalmente en el terror y en la impostura, los silencios de una transición que hizo posible el advenimiento de la democracia tuvieron un coste intelectual y moral elevadísimo, como es sabido: el pasado, el pasado de muerte y de persecución, quedó arrumbado y en su lugar se creó una mitología light, sobre todo para evocar los últimos años de la dictadura, el llamado «tardofranquismo». La visión admitida y oficializada de esos años se ha convertido en un servicio a la carta que dispone de parecidas respuestas para víctimas y verdugos, para cómplices y para resistentes, todos unidos en el interior de una dulzona y cómoda atmósfera socio-política que nunca ha existido. Para dar la forma adecuada a esa visión la memoria de la dictadura , implícitamente, ha pasado a ser un instrumento peor que subversivo, innecesario. La consecuencia ha sido que en los últimos años el pensamiento ultraconservador ha evolucionado en una dirección que parecía imprevisible en los años ochenta, en el sentido de una recuperación histórica del franquismo como una época «necesaria», como una respuesta tal vez un tanto desmesurada en ocasiones pero útil y positiva en último análisis, al caos reinante en los años de la II República. Bajo la consigna, muy aznarista, de «¡Sin complejos!» en las filas ultraconservadoras, se ha asistido, ante el asombro un tanto ingenuo de quienes creían (o creíamos) en una reconciliación democrática entre tirios y troyanos, a una reactualización del franquismo y se ha dado para ello un inquietante paso atrás: ya no se trata de una época que todos debemos olvidar, según el tácito mensaje de la propaganda oficialista hegemónica hasta tiempos bien recientes, sino algo mucho más peligroso: Franco salvó a España del comunismo, la izquierda debe pedir perdón a esa misma Iglesia Católica que asumió el papel de guía -y de paso, de beneficiaria- de los vencedores de la guerra civil, el catolicismo y la unidad del país frente a los efectos disgregadores de los llamados nacionalismos periféricos forman un todo indestructible, etc. La izquierda, según la doctrina al uso ultraconservadora, se ha convertido una vez más en el chivo expiatorio sobre el que deben descargarse todos los castigos pues ella y sólo ella es la culpable de todos los males.
Un ilustre escritor, José Manuel Caballero Bonald, definía muy adecuadamente la situación actual en una reciente entrevista publicada en el suplemento cultural del diario El País. El entrevistador, al mencionar que las Memorias publicadas del escritor terminan en 1975, le preguntó: «Detuvo sus Memorias en 1975 y dijo que no escribiría sobre estos últimos años, a pesar de que ha sido muy crítico con la transición. ¿Fue un olvido necesario o una traición?» La respuesta de Caballero Bonald es muy clara y resume muy bien la situación actual: «Fue un error decretar una historia sin culpables. El franquismo no ha tenido un tribunal que juzgara los crímenes de alguien que murió matando. Esa transición débil y acomodaticia que decretó el olvido, el borrón y cuenta nueva ha provocado que en la vida española actual haya lastres del franquismo muy visibles. Y no digamos cuando Aznar estaba en el poder. El franquismo fue un terrorífico infortunio histórico del que todavía no nos hemos curado.»
Los lastres de la dictadura, de los que habla Caballero Bonald, han tomado una forma bien perceptible, la de una reconstrucción revisionista, similar a la que hace unos años sacudió a países como Francia o Alemania, en donde se asistió a un intento de revisión derechista del pasado, centrándolo en el período de ascenso de los fascismos y más allá, mucho más allá, llegando incluso hasta la Revolución Francesa, lo que tuvo y sigue teniendo una respuesta en la revitalización de los estudios históricos acerca de un período negro cuyos efectos nefastos están a la vista de quienes tengan ojos para ver e inteligencia para comprender. Es muy posible, sin embargo, que entre nosotros se replantee la vieja política del avestruz y se pretenda que sólo el olvido puede devolvernos una cierta tranquilidad, mucho más ficticia que real. Resulta muy curioso que en un país donde se ha llevado adelante una audaz revisión de lo sucedido en otros países sometidos a dictaduras, lo que ha tenido incluso una deriva jurídica con pretensiones internacionalistas, vivamos todavía dentro de una espesa maraña de silencio o, en el mejor de los casos, de medias verdades, sobre lo que sucedió aquí a lo largo de los cuatro infamantes decenios que duró la era franquista, en especial, hay que repetirlo, de sus postrimerías. Lo cual no deja de ser paradójico. Al parecer España una vez más, según pretenden algunos, debe ser siendo diferente.