Teresa Gimeno, en una foto cedida por e BC3.
Frente a lo que se creía hasta ahora, los bosques maduros absorben menos dióxido de carbono de lo que se pensaba. Es decir: por más que aumente la presencia de estos gases de efecto invernadero, causados por las actividades humanas, este tipo de bosques no tienen la capacidad para absorberlo todo. Sí, son claves para mitigar el cambio climático, pero tienen un límite. Así lo recoge un estudio pionero publicado recientemente en la revista científica Nature, que incide en la necesidad de preservación los bosques para evitar que la crisis climática se agrave aún más.
El CO2, además de ser el principal gas causante de calentamiento global, es el ingrediente clave en la fotosíntesis de las plantas. Teniendo presente esto, los investigadores expusieron artificialmente a un bosque centenario de eucaliptos al oeste de Sydney (Australia) a niveles elevados de CO2. La concentración, en concreto, se aumentó en 150 partes por millón, un 38 % por encima de las 400 ppm de la atmósfera actual.
La fotosíntesis se incrementó un 12% en condiciones de CO2 enriquecido. Sin embargo, a diferencia de lo que ocurre en los bosque jóvenes, los árboles no crecieron más rápido, ni produjeron más hojas. A través de un análisis de seguimiento, descubrieron que el carbono extra absorbido por los árboles se recicló rápidamente a través del suelo y regresó a la atmósfera.
La investigación, liderada por el Instituto para el Medio Ambiente de la Universidad Western Sydney, en Hawkesbury (Australia), ha contado con la participación de tres españoles, entre ellos, Teresa Gimeno, ecofisióloga del Basque Centre for Climate Change (BC3). Su contribución, clave para el estudio, consistió en medir las tasas de fotosíntesis en hojas de árboles expuestos tanto a una concentración de CO2 ambiente como a otra elevada (un tercio superior a la actual, que es la que experimentaremos en la tierra para el año 2050, aproximadamente).
El estudio viene a reafirmar una realidad que no se termina de asumir: los bosques no son la solución mágica para frenar el calentamiento global de la atmósfera. ¿Qué aporta esta nueva investigación?
El estudio tiene la particularidad de que estamos haciendo una simulación de cómo va a ser nuestra atmósfera en el año 2030-2040, pero todo lo demás se mantiene igual. No cambiamos nada más. Normalmente este tipo de experimentos los realizamos en condiciones muy controladas: en invernaderos, en cámaras de cultivo… Entonces, esos experimentos previos, en condiciones muy controladas, indicaban que si aumentamos la concentración de CO2 de nuestra atmósfera, las plantas son capaces de absorber y acumular más CO2 porque crecen más deprisa.
¿Qué pasa cuando medimos lo mismo en condiciones naturales? Pues encontramos muchísimas otras limitaciones, como puede ser, por ejemplo, la disponibilidad de agua o nutrientes en el suelo; perturbaciones como, por ejemplo olas de calor o de frío… Eso limita enormemente la capacidad extra de acumular CO2 en una atmósfera en la que seguimos aumentando la concentración de CO2 como resultado de nuestras actividades.
¿Por qué es importante este informe?
De cara a elaborar los planes para mitigar nuestras emisiones de gases de efecto invernadero, implica, por ejemplo, que parte de lo que anteriormente estábamos atribuyendo a la capacidad de nuestros ecosistemas de forma natural, ese porcentaje no va a ser tan elevado como pensábamos y, por tanto, nos tenemos que emplear aún más a fondo para reducir las emisiones de gases de efecto invernadero.
El estudio fue realizado en un bosque maduro. ¿Qué son exactamente este tipo de bosques y qué papel juegan contra el cambio climático?
La definición de bosque maduro varía un poco dependiendo de qué tipo de ecosistema terrestre estemos hablando. En nuestro caso, hablamos del que lleva un periodo de tiempo sin estar sometido a perturbaciones de origen antrópico, como puede ser incendios provocados, talas, etc. En esta ocasión, el bosque llevaba casi casi un siglo intacto, sin ser intervenido.
A día de hoy, este tipo de bosques ocupan cada vez extensiones más pequeñas porque los humanos nos expandimos cada vez más, pero siguen siendo un almacén de carbono enorme. Si pensamos en un solo árbol centenario, la cantidad de carbono almacenado ahí dentro -en la madera, en las hojas- es inmensa. Entonces, simplemente dejando ese árbol ahí, aunque no vaya a asimilar y absorber más carbono, estamos contribuyendo a no agravar el problema.
¿Es diferente la interacción del CO2 en árboles individuales y bosques jóvenes frente a la de bosques maduros?
En los bosques jóvenes, donde también se ha estudiado este tipo de respuestas, hemos observado que sí que son capaces de almacenar carbono extra. Es decir, una plantación joven responde al aumento de la concentración de CO2 en la atmósfera, acumulando más carbono, creciendo más deprisa, produciendo más hojas. Pero, a la larga, ese efecto va desapareciendo y se va amortiguando.
Para la investigación, se analizó un bosque centenario de eucaliptos al oeste de Sydney, Australia. ¿Se pueden extrapolar estas conclusiones otros bosques maduros?
No podríamos aplicarlo a todo el globo, pero sí que existen otros y en España en concreto que comparten muchas características. Por ejemplo, en toda la zona tropical y subtropical hay muchísimos ecosistemas limitados por la disponibilidad de nutrientes, como ocurre con el bosque centenario en Australia.
¿Qué factores influyen en la capacidad de absorción de un bosque? .
Fundamentalmente, la disponibilidad de luz, de agua y de nutrientes en el suelo, pero también otros factores como, por ejemplo, que el árbol tenga un dosel; que tenga hojas, y que estén bien desarrolladas, sanas y que no tengan ningún hongo ni insecto que se las esté comiendo. En definitiva, influyen tantos factores físicos, como luz y agua, como lo que llamamos factores bióticos, es decir, otros organismos que interaccionan con los árboles.
A principios de año, el Foro de Davos aprobó un proyecto para plantar un billón de árboles para combatir el cambio climático. El año pasado, un estudio muy comentado publicado en Science afirmaba que una reforestación a gran escala podría ayudar a reducir en un 25% las emisiones de CO2. Es recurrente ver apelar a este tipo de soluciones.
Son enormemente conflictivos. El estudio tuvo una enorme repercusión a nivel mundial en la comunidad científica. Muchos dirigentes políticos enseguida se subieron al carro pensando: «Fantástico, estupendo, maravilloso, no tengo que reducir mis emisiones de gases de efecto invernadero porque si planto no sé cuantos miles de árboles ya lo voy a mitigar». Y no, no es así.
Estudios como el nuestro demuestran que, primero, esa capacidad de sumidero de CO2 de nuestros ecosistemas es menor de la que inicialmente habíamos previsto. Segundo, esa capacidad se amortigua con el tiempo, conforme el ecosistema va madurando. Y tercero, los ecosistemas que tenemos ahora mismo tranquilamente, como pueden ser, por ejemplo, las sabanas africanas, si nos los cargamos -cortamos las acacias, los arbustos…- estamos emitiendo emitiendo más carbono a la atmósfera de golpe que lo que luego vamos a ser capaces de absorber plantando otras especies.
El estudio ese no nos hizo un gran favor a la comunidad científica que trabajamos en esta materia. De hecho, ha sido muy, muy conflictivo, y aunque no han tenido tanta repercusión mediática, científicos de enorme prestigio han publicado respuestas muy elaboradas y muy pensadas contradiciendo varias de las conclusiones de este estudio.
¿Qué fallaba en ese estudio?
Las conclusiones a las que ellos llegaban utilizando el método y el ejercicio de modelización no eran erróneas, ni mucho menos, solo que en su modelo no habían tenido en cuenta determinados factores que influyen tanto o más a la hora de estimar capacidad de absorción de CO2 de un ecosistema.
Uno de los mayores impactos del cambio climático son las sequías. ¿Pueden estas hacer que los bosques pierdan la capacidad de actuar como sumideros de carbono?
Desde luego. Si un bosque se quema inmediatamente se convierte fuente de emisiones en vez de un sumidero.
Más allá de esto, por ejemplo, la famosa ola de calor que experimentamos en el continente europeo en el año 2003, y luego también otra en el año 2005. En esos años, muchos de nuestros ecosistemas dejaron de ser sumideros y se convirtieron en fuentes de carbono. Cada vez experimentamos ese tipo de eventos con más frecuencia, y son cada vez más intensos.
En un escenario de cambio climático existe ese riesgo. De hecho, ya lo estamos experimentando, y no contribuye a aumentar la capacidad de sumidero de nuestros ecosistemas.
En el actual contexto de pandemia y confinamiento, ¿se está viendo afectada la investigación climática?
Sin duda. Los científicos que no tenemos en nuestro repertorio las cualidades que nos permiten contribuir directamente a mejorar la situación, ahora mismo estamos en la retaguardia, esperando poder retomar nuestra actividad, como el resto de la ciudadanía.
Hay que tener en cuenta que muchos de nosotros estamos perdiendo un tiempo valiosísimo, y también dinero. Si hemos puesto en marcha determinados experimentos -en mi caso, colaboro en un experimento de invernadero-, ahora mismo deberíamos estar midiendo, realizando nuestros muestreos… Y no estamos pudiendo hacer nada.
Eso, además, repercute en la formación de estudiantes que colaboran con nosotros, que tienen en marcha sus trabajos de fin de máster, de fin de grado.
Pero, bueno, la verdad es que quejarnos en esta situación me parecería poco apropiado. Sin duda estamos molestos y preocupados, pero como todo el resto de la ciudadanía.
Si algo ha demostrado la crisis de la COVID-19 es que los años de recorte y poca atención a la investigación pasan factura. ¿Puede la investigación de la ciencia del clima acabar igual?
Sí, y lo peor de todo es que, como en mi caso, muchos de los que investigamos temas básicos como pueden ser, por ejemplo, la respuesta de la vegetación a un escenario de cambio climático, dependemos fundamentalmente de ayudas de entidades públicas: la Unión Europea, gobiernos regionales…
El efecto que suelen tener las crisis económicas en estas ayudas es que suelen venir con tres o incluso cuatro años de retardo. Ahora que justo estábamos consiguiendo empezar a salir del bache que habíamos experimentado, sabemos que dentro de nada esas ayudas se van a ver enormemente reducidas e, incluso, probablemente se vayan a canalizar hacia otras áreas como puede ser la virología, la epidemiología. Corremos el riesgo de desatender otras áreas de nuestro conocimiento que en un momento dado pueden ser cruciales.
Fuente: https://www.climatica.lamarea.com/entrevista-teresa-gimeno/