De todos los poderes que han sido cuestionados por efecto de la crisis el que aparentemente ha salido menos tocado ha sido el poder mediático. En la escala del hastío popular el lugar más elevado ha correspondido a la llamada clase política, seguida a gran distancia de magnates financieros y especuladores de distinta condición. Por […]
De todos los poderes que han sido cuestionados por efecto de la crisis el que aparentemente ha salido menos tocado ha sido el poder mediático. En la escala del hastío popular el lugar más elevado ha correspondido a la llamada clase política, seguida a gran distancia de magnates financieros y especuladores de distinta condición. Por muchos que sean los méritos de algunos cargos públicos para ocupar este lugar preferente, pareciera que el puesto número uno en el ranking del desafecto debiera corresponder tanto al corrompido como al corruptor, tanto al concejal recalificador de terrenos como al agresivo constructor que le recompensa con una comisión de tapadillo. Que el énfasis del descontento se ponga más en el títere que en el titiritero nos habla de la fuerza que en nuestra sociedad siguen teniendo las representaciones.
De la construcción de representaciones se ocupan especialmente los medios de comunicación. Resulta obvio que la múltiple y compleja realidad social requiere para su comprensión de una recreación discursiva que la haga más o menos inteligible a los ciudadanos, y que ese cometido se lo han atribuido muchas veces en régimen de monopolio las grandes corporaciones mediáticas. Su influencia se ha basado en la aceptación de ese espejismo posmoderno por el cual la realidad equivale a su representación: que en nuestra aldea global solo existe aquello que es objeto de cobertura. Al sostenimiento de esta ficción ha contribuido la sensación de pluralidad generada por la existencia de multitud de medios, hermanados con frecuencia por la homogeneidad de sus contenidos y la unanimidad en sus juicios. Su credibilidad ha sufrido mella cuando las posibilidades ofrecidas por Internet y el uso individual de dispositivos móviles de grabación han popularizado la producción, la distribución y el contraste de información.
Pero a ese descrédito viene contribuyendo de manera más intensa la constatación por la gente común, la que cada día sufre en sus carnes los zarpazos de la crisis, de que la reconstrucción virtual de su vida en los medios no se compadece muchas veces con su terrible experiencia cotidiana. Semejante desajuste se aprecia en las cadenas privadas, donde los casos de pobreza en aumento cuando aparecen, salvo honradas excepciones, es en algún reality show, confinados en la esfera individual y presentados como un espectáculo lacrimógeno capaz de aumentar la audiencia y atraer publicidad, pues de la miseria también se hace negocio. En el caso de lo medios públicos la minimización – cuando no el silencio clamoroso – del drama que viven muchas familias contradice cada día el derecho a la información que reconoce la Constitución y supone un desprecio añadido por parte de los poderes públicos hacia el sufrimiento de la gente, al que no solo se le niega respuesta, sino también visibilidad.
Pero la realidad a veces se desborda y termina colándose dentro de sus representaciones. El pasado martes 11 de febrero un grupo de activistas del Campamento Dignidad de Mérida, formado por parados y paradas de larga duración, por gente desahuciada de sus casas y al filo de la exclusión social, interrumpió pacíficamente la emisión regional de los informativos de Radio Televisión Española portando una pancarta que exigía el pago de una Renta Básica ínfima aprobada meses atrás por el parlamento extremeño, para exigir algo tan subversivo hoy en día como el cumplimiento de la ley. Con ellos hacían acto de presencia de manera imprevista en el telediario, sin el recato del maquillaje convenido para esas ocasiones, los rostros de los 148.000 parados de la región o de las 300 familias a las que solo en Mérida se les ha cortado el agua. Como en Niebla de Miguel de Unamuno los personajes se rebelaban contra los guionistas oficiales de su historia para expresarla de viva voz sin la asepsia de la estadística ni la pauta del telepromter. Por unos momentos el telediario ganó credibilidad a fuerza de realismo.
La entrada en escena de los comunes ha desatado enseguida condenas de procedencias muy distintas, que ponen de manifiesto la facilidad que algunos tienen para el escándalo cuando se quiebran sus formas y la satisfacción que a tantos genera formar parte del consenso del decoro. Entre las severas acusaciones a los activistas figura – por parte de las mismas autoridades que con sus recortes han colapsado el sistema educativo y sanitario de la región – la de haber interrumpido un servicio público. También se les ha acusado de obstruir la labor de los trabajadores de la información: una vieja estrategia otra vez muy de moda que consiste en criminalizar a quienes protestan buscando una víctima inverosímil entre sus iguales o entres quienes están un escalón por encima en el régimen de la precariedad.
El caso sirve para reflexionar a propósito de varias cuestiones. La primera es la tendencia creciente a identificar las formas democráticas con un formalismo estrecho en el que ahogar la protesta, algo propio de los discursos autoritarios. No se trata solo de la miopía a la hora de percibir la violencia estructural que nuestro modelo de sociedad ejerce sobre la gente más vulnerable, sino de lo violentados que algunos se sienten cuando de manera pacífica los pobres dejan de ser ese objeto sumiso de piedad. También llama la atención el cierre de filas en torno a la labor de los grandes medios desde esa suerte de ilusión colectiva que los presenta como la última garantía de una libertad de expresión que se ve yugulada cuando alguien cuestiona su labor. Si esta libertad de expresión se ve limitada en los grandes medios de comunicación es por los intereses de los grupos financieros y empresariales que poseen la mayor parte de sus acciones o por el uso propagandístico que de los medios públicos hacen con frecuencia los gobiernos de turno. Quienes lo saben mejor porque lo sufre y luchan contra ello son los buenos periodistas que cada día están al pie de la noticia. La autoproclamada independencia de los grandes medios y las muestras histriónicas de solidaridad con su buen hacer ponen de manifiesto la necesidad que tiene el poder de aislar su esfera simbólica – aquella en la que se construyen buena parte de los significados que la gente da a su experiencia – del descrédito actual de esos mismos sectores financieros y políticos.
El episodio invita también a cuestionar la forma de acercarse a la información, no solo la fuente de emisión sino la propia mirada. Algunas críticas populares a la acción antes mencionada expresan la molestia que ha supuesto ver interrumpida la sesión de psicoterapia colectiva que cada día ofrece el telediario, con la medida alternancia de hard y soft news y un ameno final balsámico. Tras ellas parece estar el viejo reproche que antaño se le hacía al cine realista de que bastante cruda es ya la vida cotidiana como para tener que verla en la pantalla sin edulcorantes, o la búsqueda en los informativos de la satisfacción a la necesidad de ficción de la que hablaba Chesterton. A otros simplemente les ha asustado ver a los rebeldes de Zion colarse en Matrix.
P.D.: Hoy martes, una semana después, los 17 activistas del Campamento Dignidad están siendo juzgados en Mérida.
Juan Andrade es profesor en la Universidad de Extremadura.
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