Los pueblos indios han estado desde hace tiempo en la mira de los cazadores de genes. Por décadas, sus plantas medicinales, semillas, insectos y los conocimientos asociados a ellos, han sido materia prima de las industrias farmacéuticas, cosméticas, agrícolas. Más recientemente, son buscados por su propia constitución genética, materia prima para descubrir variaciones genéticas particulares, […]
Los pueblos indios han estado desde hace tiempo en la mira de los cazadores de genes. Por décadas, sus plantas medicinales, semillas, insectos y los conocimientos asociados a ellos, han sido materia prima de las industrias farmacéuticas, cosméticas, agrícolas. Más recientemente, son buscados por su propia constitución genética, materia prima para descubrir variaciones genéticas particulares, que podrían dar claves para conocer la relación de los genes con enfermedades, negocio de gran potencial para las transnacionales farmacéuticas.
En 1993, Pat Mooney, director del Grupo ETC (en ese entonces llamado RAFI), estaba haciendo una búsqueda sobre patentes en la India. Colocó en el buscador las palabras «patentes+India» y con asombro vio que el resultado fue una solicitud de patente (WO 9208784), sobre las líneas celulares de una india ngobe de Panamá, de 26 años. Los «inventores» del «objeto» a patentar eran Michael Dale Laimore y Jonathan E. Kaplan, a nombre del gobierno de Estados Unidos.
Lo «interesante» para el gobierno de Estados Unidos era que la mujer ngobe mostraba una resistencia particular a ciertos tipos de leucemia. Esta patente no era única, también habían solicitado patentes sobre líneas celulares de indígenas de Papua, Nueva Guinea, y de las Islas Salomón, entre otros. Estas patentes fueron posteriormente revertidas por la acción de RAFI y otras organizaciones, en conjunto con los pueblos indígenas afectados.
Pero no eran hechos aislados. RAFI constató que los datos que llevaron a las patentes procedían del llamado Proyecto de Diversidad Genética Humana (HGDP, por sus siglas en inglés). Este proyecto internacional de colaboración entre universidades y científicos de Estados Unidos, Europa y Japón, paralelo al Proyecto Genoma Humano, tenía como objetivo tomar muestras de sangre, cabello y piel de grupos indígenas en todo el mundo, que pudieran tener variaciones genéticas que les otorgaban más resistencia o predisposición a contraer ciertas enfermedades. El proyecto había detectado 722 grupos humanos «interesantes», entre los cuales había muchos grupos indígenas que se consideraban en peligro de extinción. El razonamiento del HGDP era que había que tomar muestras de estos indios antes de que murieran para que la ciencia pudiera usar sus líneas celulares. Que esos grupos indios tenían derecho a vivir no estaba entre los temas a considerar, sino solamente rescatar la información genética «para la humanidad».
Según un documento del HGDP de 1992, se habían seleccionado varios grupos de México: mames, tzotziles, mixtecos, zapotecos, totonacas, purépechas, teneek, y en forma genérica, indígenas de Tlaxcala, Guerrero y «México-americanos».
Este proyecto fue duramente criticado por organizaciones de la sociedad civil y de pueblos indios de muchas partes del mundo, logrando finalmente que la UNESCO y otras instancias lo condenaran públicamente. El proyecto quedó latente. No es claro el destino de las muestras obtenidas por el HGDP, pero muchas fueron colocadas en bancos de datos de acceso público, a partir de lo cual diferentes empresas las han podido utilizar y solicitar patentes por los trabajos subsecuentes.
Pese a la derrota ética de este proyecto, esto no significó que las trasnacionales farmacéuticas dejaran de ver la diversidad genética como un gran negocio. Habiendo aprendido la lección, pero sin cambiar básicamente las intenciones, en octubre de 2002 se comienza otro proyecto internacional titulado «Proyecto HapMap», donde participan organismos públicos y privados de Estados Unidos, Japón, Canadá, China y Nigeria. Esta vez con los auspicios y la participación explícita de las más poderosas empresas trasnacionales de la farmacéutica por medio de una institución pantalla llamada SNP Consortium.
Los grupos a muestrear esta vez están fundamentalmente dentro de los países participantes y el proyecto HapMap afirma que se les pedirá su consentimiento, que la información será pública y no patentada. De todos modos, como aclara Celera Genomics, empresa líder del sector, nadie podrá usar la información sin la tecnología para interpretarla, que la tienen ellos y unos pocos más, convenientemente patentada.
En Estados Unidos, uno de los grupos de interés son, nuevamente, los «México-americanos». Julio Licinio, de la Universidad de California, en Los Angeles, realizó una reunión con 130 líderes comunitarios México-americanos, con buffet y hasta un payaso para entretener a sus hijos, para explicarles que el HapMap necesita estudiar sus variaciones genéticas para bien de la humanidad. «Creo que es la primera vez que se contrata un payaso con fondos de los institutos nacionales de salud», bromea alegremente con la prensa.
En julio de 2003, Julio Frenk, secretario de Salud, anuncia también alegremente que México ha «aceptado» participar en este proyecto. Lo vincula a las tareas del proyectado Instituto de Medicina Genómica. Adelantándose, el director del Consorcio Promotor de Medicina Genómica en México, Gerardo Jiméz Sánchez, ya había ofrecido a los «60 grupos étnicos» de México a las trasnacionales, en un folleto titulado Oportunidades para la industria farmacéutica en el Instituto de Medicina Genómica, donde explica que la diversidad cultural de México es la garantía del éxito en las investigaciones genómicas.
En México no han contratado payasos para convencer a nadie, al menos no con título de tales. Pero tampoco ha habido ninguna discusión pública sobre las implicaciones reales de este tipo de actividades. Y, por cierto, entonces no habrá nada de qué reír.
Silvia Ribeiro es investigadora del Grupo ETC, www.etcgroup.org