En busca de un balance: Para brindar a los lectores una opinión diferente de la que Leonardo Padura publicó hace unos meses en Kaos en la Red (La inercia de la espera sin horizontes; www.kaosenlared.net/noticia/inercia-espera-sin-horizontes) Para arribar a conclusiones de cierto alcance sobre una situación social, no basta con ver lo externo, lo aparencial. Hacer […]
En busca de un balance: Para brindar a los lectores una opinión diferente de la que Leonardo Padura publicó hace unos meses en Kaos en la Red (La inercia de la espera sin horizontes; www.kaosenlared.net/noticia/inercia-espera-sin-horizontes)
Para arribar a conclusiones de cierto alcance sobre una situación social, no basta con ver lo externo, lo aparencial. Hacer generalizaciones a partir de experiencias personales es insuficiente, pues ellas -dentro del todo- son siempre ínfimas, minúsculas, mínimas, y -consecuentemente- minusválidas… Cualquier otra actuación que rebase el marco de la constatación puntual de «lo visible», exige algo más que capacidad de observación.
Aunque no es el único, la engañosa paciencia de los cubanos -que en verdad ocultaría una felina actitud, o sea, una suerte de «encogimiento-interior-presto-al-salto-oportuno»- es, muy sucintamente, das Leitmotiv inicial del escrito de Padura aparecido hace unos meses en Kaos en la Red.
Tras leer las primeras líneas, surge de inmediato una pregunta, ¿solo los cubanos vivimos esperando? ¿Los nacionales de los demás países no esperan tanto? Entonces, ¿para qué existen en todas partes las loterías, la búsqueda tenaz de milagreros, los anhelados golpes de suerte, los perseguidos giros del destino, las drogas, la obsesión por «tener» y vivir en el exceso, las adicciones al «mundo virtual», las liposucciones y otras cirugías plásticas, las maquinaciones matrimoniales? ¿Qué vacuidad interior llenan todos esos placebos mágicos? ¿Un vacío inexistente, en verdad?
O sea, el lector debe entender que fuera de Cuba el mundo NO ESTÁ LLENO de pobres que esperan ser ricos, de no blancos que sueñan con ser blancos, de gordos que hacen lo indecible por ser flacos, de seres bajitos que se devanan los sesos imaginando que son altos, de gitanos que añoran ser tratados como personas, de homosexuales que darían cualquier cosa por verse aceptados, de asiáticos que no se imaginan con los ojos más redondos y el pelo más claro, de personas sin hogar que anhelan un techo, de enfermos sin tratamientos que alucinan por ser recibidos en un hospital, de individuos hambrientos (¡hambrientos!, y no simplemente «de personas con apetencias parcialmente insatisfechas») que no marchitan sus esperanzas por verse ahítos, de mujeres que aspiran a no ser golpeadas y ninguneadas, de padres des-esperados por la imposibilidad de darles una educación mínima a sus hijos, de personas talentosas que carecen de espacio social, de individuos responsables que cada día confrontan en sus íntimas concepciones éticas la verdad con la conveniencia, de seres inquietos y curiosos a quienes les resulta completamente adecuado (democrático, necesario, transparente y justo) conocer lo que se discute en las juntas directivas de Monsanto, Coca-Cola, Microsoft y un larguísimo etcétera… La enumeración de seres in-existentes allende fronteras, con insatisfacciones permanentes, podría extenderse casi ad libitum.
Como si se tratara de una novela de su personaje Mario Conde, Padura pretende hacer creíble esa alegada inclinación de los cubanos a la «espera activa», y así, con «argumentaciones» dizque históricas, intenta convencer al lector de que es pertinente tener dicha tendencia por ínsita, consustancial a la condición de cubanos, legitimando de soslayo la inferencia de que los cubanos hemos devenido a la postre dotados genéticamente para soportar largas esperas sin perder cierto ardor caribeño que nos hace explosivos cuando es menester… Hay quienes encuentran verosímiles tales recursos discursivos en sus obras literarias, mas tildaríanse fácilmente de insuficientes cuando se emplean en conceptualizaciones sociales de cierto calado.
El ejemplo invocado de la paciencia de los cubanos para hacer colas, utilizado de artilugio argumental con revestimiento de axioma, ofrece una realidad muy parca… Tal vez en otros lugares hay menos colas (si en verdad este fuera el caso SIEMPRE), porque los precios se encargan de construir pirámides de consumidores. Quién sabe si puede establecerse sin engorros matemáticos extremos un coeficiente de correlación cercano a la unidad entre la carencia de productos que se observa en algunos territorios y su dilapidación irracional y excesiva en otros. Podría ser finalmente que las colas cubanas sean el resultado de la combinación entre pobreza tercermundista y voluntad política de distribución equitativa… Por lo demás, muchas personas que se vanaglorian de su conocimiento profundo de los Estados Unidos de América afirman sin sonrojos que no hay país en el mundo en que se hagan más colas (ni más organizadas, ciertamente) que en la gran nación, aunque estas no sean tan largas como las cubanas. (Similar fenómeno ocurre con la burocracia: conocedores de otras realidades aseveran que no es posible hablar de burocracia sin mencionar al Reino Unido en primer lugar y a Brasil en segundo. La burocracia cubana, aseguran, es apenas un chiste al lado de aquellas. De la Rubia Albión no extraña tal afirmación, toda vez que allí nació el cuño y el sello postal.)
Puestos a cavilar, cabría que nos preguntemos, ¿todos los cubanos son iguales de «esperadores»? El sentido común insiste en indicar que aquí, como en muchas otras partes, hay cubanos que se ocupan más de disfrutar lo que tienen (poco o mucho es siempre valoración relativa) que de lamentarse por lo que carecen…
El lector del artículo se ve en la obligación de adivinar cuál es el sistema de referencia en el que se apoya el autor del texto para emitir sus opiniones valorativas. A qué se llama en ese escrito (o se alude implícitamente en semejante calidad) «bueno», «positivo», «cambio necesario», «desarrollo»… No es limitación que se encuentra únicamente en este pequeño trabajo y no es -ni con mucho- falencia autoral despreciable en ningún caso. Como Padura no se esfuerza en esclarecer el alcance de tal axiología, su marco de acción y su escala sustentadora, por fuerza hay que concluir que él atribuye a sus apreciaciones -sin ejercicio discursivo alguno ni alusión a axiomática confiable- universalidad absoluta: son descripciones, categorías y entendidos que inexorablemente han de presentarse ante cualquier persona bajo los visos descritos siempre y en todo lugar… Es apotegma, cuando menos, curioso para personas de sentido crítico despierto.
Hay, sin embargo, una excepción en esta enunciación de generalidades que recibe concreción inmediata, cito: «el limitador mecanismo migratorio que deben seguir los ciudadanos cubanos para viajar al extranjero». Apoyándose en una cubanología inclusiva que asombra, Padura aduce una «lógica cubana» que no ofrece intersticios. Consecuentemente, siendo cubano rellollo con algunos años más que Padura en estas tierras, debo basar mis ilaciones en cierta lógica que llamaré «simple». Por ejemplo, si datos fidedignos indican, sin lugar a dudas, que el principal problema que enfrentan los ciudadanos para viajar en todos los países siempre ha sido económico, o sea, que el número de viajeros diferentes en el mundo es incomparablemente menor al de aquellas personas a quienes les está vedado semejante dispendio monetario, la lógica simple dicta que los cubanos no pueden constituir una anomalía en este tema. De ello se deduce que la modificación de los mecanismos migratorios reguladores beneficiaría en Cuba a un número relativamente bajo de personas, algo que reduciría su alcance real significativamente y, como las eliminaciones de prohibiciones que también allí se mencionan, sería eventualmente una medida merecedora del calificativo de «formal» o «cosmética».
Cuba, ya se sabe, no es un país «normal», o -más exactamente- «normalizado». (Por fortuna, cabe agregar.) Cuba es un país que ha sido puesto «fuera de la ley» por las potencias dominantes del mundo. Esa es la premisa básica. Con las leyes migratorias actuales, es improbable que salga del país alguien que busque escapar de la justicia por fechorías recientemente cometidas, o que posea secretos estatales y otros conocimientos sui géneris, o que viole convenios laborales, o que forme parte de cadenas delictivas internacionales. Si desaparecieran los mecanismos migratorios en vigor, muchas de las personas que tipifican en sí alguna de las categorías mencionadas, buscarían viajar libremente al extranjero y eludir sus responsabilidades. Para conseguir sus propósitos contarían adicionalmente con las absurdas leyes estadounidenses que confieren facilidades de radicación en el territorio de aquella nación a cualquiera que alcance sus costas bajo la condición suficiente de «ser ciudadano cubano»… (No es difícil imaginar la alharaca que levantaría la factualización de semejante perspectiva: «Gobierno comunista cubano facilita a delincuentes escapar de la justicia».)
Por cierto, problemas aduanales similares enfrentan en grado creciente las naciones primermundistas, razón por la cual están instrumentando aceleradamente innumerables medidas que descansan tanto en el uso masivo de los últimos adelantos de la tecnología de punta, como de otros recursos burocráticos más invasivos, entre los que se cuentan: impresión de las huellas dactilares de los viajeros, copia y revisión del contenido de los dispositivos de almacenamiento de información que arriben a las fronteras de esos países, espionaje electrónico a gran escala, personalización de pasajeros mediante el iris ocular, etc.. Para Cuba, país de escasos recursos, le resulta difícil vencer el reto tecnológico que todos estos procedimientos importan. Con todo, es más que probable que puedan idearse disposiciones adecuadas que simplifiquen al máximo los engorrosos trámites migratorios vigentes, apoyándose probablemente en la creciente informatización de la sociedad cubana.
Es claro que en el tema del número de emigrantes de Cuba, las leyes estadounidenses no son el único factor actuante. La condición necesaria es la aceptación por parte de muchos ciudadanos cubanos de la escala de valores de la ideología dominante, de acuerdo con la cual el sistema de vida que el capitalismo ha «universalizado» (desarrollo tecnológico incluido) es «bueno», «deseable», «apetecible», e inclusive «necesario» e «inevitable».
Sería muy inexacto decir que todos quienes lo hacen, admiten semejante «globalización axiológica» con igual complacencia o ingenuidad, y en Cuba, particularmente, es casi seguro que la mayor parte de los aceptadores inconscientes suponga que el capitalismo desarrollado puede ser «domesticado», de suerte que resulte viable tomar de él sus «aspectos positivos» eliminando desmanes, injusticias y excesos, como ocurrió con bastante éxito (aseguran ellos) en la Europa de finales del siglo XX, cuna del llamado «estado de bienestar general».
Por detenerse solo en lo obvio, esos individuos no establecen vínculo alguno entre la bonanza primermundista y la pobreza del Sur, dando por sentado que mediante procesos históricos acertados, los pueblos del Tercer Mundo podrían «progresar» hasta alcanzar la acumulación de riquezas de los países desarrollados (tecnológicamente), sin incidir (mucho menos violentar) la bonanza existente en las ex metrópolis. (Quizás por no haber leído el trabajo de Karl Marx Critica al Programa de Gotha, quienes así piensan parten necesariamente del supuesto de que el trabajo genera las riquezas.)
Algunas de las personas mencionadas se considerarían «enemigas del capitalismo» en la forma en que lo conocemos («como ha sido implementado», dirían ellos), pero en el fondo no someten a discusión sus metas fundamentales, o sea, aquellos objetivos que constituyen todo un paradigma. Entre esas «metas fundamentales» que se asumen acríticamente como «buenas», estos individuos generalmente enumeran: la eficiencia productiva, a qué se llama «vivir bien» (esto es, el sentido de la existencia humana, que en ese sistema se asocia, en última instancia, a la posesión individual irrestricta de recursos y bienes), el propio desarrollo tecnológico, el valor positivo de la fama y la popularidad, la jerarquización social de los seres humanos…
Personalmente me inclino a concederle razón a Padura en el tema del paradigma individual: el socialismo no ha sabido definir y divulgar con eficiencia metas claras, superiores a las que ofrece el capitalismo, que se conviertan en anhelo vital de cada ciudadano. Así, es cierto que hoy en Cuba quienes ven en la maximización de sus circunstancias el sentido de sus existencias y lo anteponen decididamente sobre la posesión de bienes materiales ni parecen constituir mayoría ni recibe su ejemplo la promoción que merece.
El asunto es complejo, porque esas nuevas metas se harán de suyo evidentes (inicialmente a las vanguardias político-intelectuales; más tarde, a las mayorías) solo cuando los objetivos paradigmáticos del capitalismo se hayan agotado y se vean superados dialécticamente por los elementos del nuevo paradigma.
En estos momentos hay visos suficientes de que el capitalismo se encuentra en una bancarrota generalizada, a causa de sus contradicciones internas, de la que no podrá escapar. Consecuentemente, va quedando en perspectiva, con progresiva nitidez, una sociedad horizontalmente estructurada, profundamente antropocentrada, liberadora de las fuerzas sociales, que garantice en colectividad, solidariamente, mediante procesos productivos ecológicamente sustentables, la satisfacción de las crecientes necesidades básicas de los seres humanos a fin de permitir que estos definan individualmente el sentido de sus existencias.
¿Por qué, se pregunta uno tercamente, «la cultura nos hace libres» (si el adagio martiano es justo)? ¿Acaso porque ella eventualmente revela nuestra temporalidad e intrascendencia, en términos fisicalistas, lo que equivale a decir que un día moriremos irremisiblemente, sin que haya posesión o goce alguno que pueda modificar tan malhadada circunstancia? ¿Tal vez porque ella nos muestra que el mayor placer se encuentra en maximizar la existencia desde la profundidad de los eventos que nos haya tocado vivir, carentes como estamos de recursos individuales para modificar su ocurrencia? ¿Será que la cultura podría demostrarnos que todos los seres humanos somos esencialmente idénticos (aún si «funcionalmente discernibles»), y esa conclusión nos condujera a rechazar cualquier situación permanente en que unos cuenten con más posibilidades que otros de realizarse, puesto que semejante estado endémico de cosas es esencialmente insatisfactorio para todos los seres esencialmente idénticos? ¿Quizás la cultura potencia esas estructuras ingénitas de nuestro psiquismo que nos convierten en re-creadores del entorno y realizan la tendencia a la libertad que como humanos nos distingue? ¿No será que la cultura anonada la fama, la popularidad, los premios, las condecoraciones, y nos revela exhaustivamente que «toda la gloria del mundo cabe en un grano de maíz»? ¿Podría ser que finalmente, en esa calidad potenciadora, ser cultos nos atribuya de elementos suficientes para en ocasiones vencer las circunstancias y hacer realidad «lo posible menos probable» mejor que «lo probable más esperado», realizándonos como seres impares y resueltos, permitiéndonos rozar la verdadera felicidad en grado diverso, dándonos la facultad de otorgar -por tal conducto- un sentido individual a la existencia? ¿No será que la condición de personas cultas amplía nuestros márgenes de aceptación de realidades plurales, nos relativiza los placeres mundanos, nos permite someter a escrutinio crítico las respuestas sensoriales, para capacitarnos eventualmente para disfrutar con no menor deleite los arpegios mozartianos y los cantos guaraníes?
Imaginemos que en el (inexistente) Año Cero hubiera en Alejandría (pongamos por caso) una hipotética Oficina de Venta de Boletos de Viaje… La expendedora de la Ventanilla cuyo rótulo anuncia el destino «Roma» vería ante sí una extensa fila de presuntos viajeros, muy al contrario de lo que estaría sucediendo con la vendedora de boletos con destino a Nazareth-Bethelem-Jerusalem…
Ya sé que todo el mundo preferiría vacacionar en París mejor que en una aldea tercermundista…
¿Todo el mundo?