En febrero de 2007 el Parlamento español aprobó el Plan Estratégico de Ciudadanía e Integración (2007- 2010). El plan enuncia entre sus principios políticos inspiradores, junto a los de «igualdad» e «interculturalidad», el de «ciudadanía»: en efecto, su principal objetivo sería «[…] garantizar el pleno ejercicio de los derechos civiles, económicos, sociales, culturales y políticos […]
En febrero de 2007 el Parlamento español aprobó el Plan Estratégico de Ciudadanía e Integración (2007- 2010). El plan enuncia entre sus principios políticos inspiradores, junto a los de «igualdad» e «interculturalidad», el de «ciudadanía»: en efecto, su principal objetivo sería «[…] garantizar el pleno ejercicio de los derechos civiles, económicos, sociales, culturales y políticos de los inmigrantes». En realidad, en España los derechos de las personas inmigrantes no se pueden considerar de ninguna manera «garantizados». Y menos todavía, los derechos políticos. En la actualidad la población inmigrada ocupa un porcentaje importante en los municipios españoles: a finales de 2007 las personas extranjeras empadronadas representaban más del 10% del total de la población. En las elecciones locales de mayo de 2007, así como en las recientes elecciones generales, más de dos millones de personas que viven y trabajan en España no han podido votar por cuestión de origen. Paradójicamente, al mismo tiempo que en no pocas circunscripciones se vio incrementado el número de representantes, debido al aumento de la población residente (las personas inmigradas empadronadas), en flagrante contradicción, se pudo comprobar que quienes originaron ese crecimiento se veían excluidos de la condición de ‘representados’. Como bien destacó Javier de Lucas, esto es lo que permite que se hable de «esquizofrenia democrática» entre la lógica liberal que otorga un valor representativo preeminente al ciudadano, al menos de manera formal, y la lógica colonial que excluye de posibilidades de representación bajo la etiqueta del no ciudadano.
Según la definición clásica, son ‘ciudadan@s’ las personas que forman parte de una determinada comunidad política y pueden participar activamente en su gobierno. Hoy, esencialmente, esta participación se concreta en el reconocimiento pleno de derechos políticos, y especialmente, del derecho al sufragio, tanto en su vertiente activa (derecho a votar) como pasiva (derecho a ser elegido). En España, la condición de ciudadanía se reconoce fundamentalmente a los ‘nacionales españoles’, es decir a las personas que estén en posesión de la nacionalidad española (artículo 13.2 de la Constitución), con la única excepción de los nacionales de los Estados miembros de la Unión Europea y de aquellos otros países que hayan suscrito con España tratados de reciprocidad en esta materia.
La vinculación de la ‘ciudadanía’ a la ‘nacionalidad’, que aparece casi como un modo ‘natural’ para delimitar el círculo de personas con plenos derechos políticos de participación, presenta sin embargo numerosas rupturas y excepciones, tanto históricamente como en la actualidad, tanto en España como en otros países de la Unión Europea, y tanto en un sentido restrictivo como en otro extensivo. Y puede legítimamente pensarse en alternativas distintas para delimitar el círculo de los ciudadanos que guarden una congruencia mayor con el principio democrático. Desde hace unos años, tanto el Consejo de Europa como el Parlamento Europeo están animando a los Estados miembros de la Unión a reconocer el derecho a la participación política de las personas extranjeras, al menos a nivel de gobierno local.
En el marco del Consejo de Europa, se ha celebrado el Convenio sobre la participación de las personas extranjeras en la vida pública a nivel local, que entró en vigor el 1 de mayo de 1997 y que ha sido ratificado hasta el momento por siete Estados (Dinamarca, Finlandia, Islandia, Italia, Noruega, Holanda y Suecia). El Parlamento Europeo, mediante el Informe sobre la ciudadanía de la Unión, del 15 de diciembre de 2005, ha instado a todos los Estados miembros a ratificar el Convenio mencionado. España, por el momento, sigue sin ratificar este Convenio y en la medida que el documento no establece la condición de reciprocidad para reconocer el derecho al voto de los extranjeros, tal ratificación solo podrá tener lugar previa reforma del artículo 13.2 de la Constitución, que establece esta condición.
Durante la última legislatura, el Gobierno ha reafirmado el condicionamiento de los derechos políticos a la firma de acuerdos de reciprocidad entre España y los países de procedencia de las personas inmigradas. La lógica de la reciprocidad implica que el derecho de voto quede condicionado al lugar de nacimiento de una persona, que no se trata de un ‘derecho derivado del hecho de vivir’ en un país. Significa que el hecho de residir de forma estable en España no es lo determinante, porque no da derecho a formar parte de la comunidad política: este derecho está condicionado por unos acuerdos que son ajenos a la situación de las personas que han acreditado mediante su residencia estable, su voluntad de estar. Conviene señalar que los países de la Unión Europea que ya tienen reconocido este derecho no han usado ni usan el sistema de los acuerdos de reciprocidad.
Además, hay que añadir que el condicionamiento de los derechos políticos a la reciprocidad, en unos casos, hace imposible su ejercicio y en otros lo convierte en algo muy improbable. En efecto, quedan fuera del reconocimiento de dichos derechos las personas que provienen de países con los que el Gobierno español actualmente no puede firmar ese tipo de acuerdos, sencillamente porque sus gobiernos no tienen interés prioritario en reconocer derechos políticos a los escasos residentes españoles, o porque su legislación expresamente prevé lo contrario (es el caso de Ecuador, la tercera nacionalidad de origen de personas inmigradas en España con más de 400.000 personas, cuya Constitución impide el reconocimiento del derecho a voto a extranjeros). En definitiva, resulta evidente cómo esta condición genera situaciones de desigualdad, de discriminación injustificada, entre personas inmigradas, según su origen nacional.
En el Estado español, donde la Constitución proclama la democracia como uno de sus principios fundamentales, cabe entonces plantearse seriamente si tiene sentido mantener la vinculación entre ciudadanía y nacionalidad. El derecho al voto no agota los derechos de participación política de la población inmigrada, ni es equivalente a la plenitud de la ciudadanía, pero es un primer paso efectivo y de fuerza simbólica si se quiere hablar en serio de integración política, de acceso a una ciudadanía inclusiva. En los Estados democráticos, la ciudadanía debería vincularse a la residencia efectiva, más que a la nacionalidad. Esta nueva perspectiva, que hace ciudadanos a todas las personas que forman parte de la comunidad, conlleva una potente capacidad integradora, que debe redundar no sólo en beneficio de los derechos de las personas extranjeras, sino también en una mejor articulación de la convivencia política en el seno de la propia comunidad.
* Edoardo Bazzaco es miembro de SOS Racismo y coordinador del Informe 2008 sobre el racismo en el Estado español