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Los intelectuales y la nación cubana

Fuentes: Cubarte

Contaba Dora Alonso que, a la pregunta, casi inevitable de los adultos en sus relaciones con los niños, acerca de lo que aspiraba a ser de grande, yo respondía sin vacilar: intelectual. Los amigos de mi padre eran, sin dudas, mis paradigmas. Pintores escritores, músicos, profesores universitarios, desplegaban un diálogo apasionado. Entretejían sueños entonces irrealizables […]

Contaba Dora Alonso que, a la pregunta, casi inevitable de los adultos en sus relaciones con los niños, acerca de lo que aspiraba a ser de grande, yo respondía sin vacilar: intelectual. Los amigos de mi padre eran, sin dudas, mis paradigmas. Pintores escritores, músicos, profesores universitarios, desplegaban un diálogo apasionado. Entretejían sueños entonces irrealizables donde, junto a las aspiraciones personales, se perfilaba una idea de la nación. No faltaba el comentario acerca de las ruindades frecuentes en un conglomerado social restringido. Pero, lo más importante, en todos los casos, era el diseño de proyectos que los sobrepasaban en alcance y envergadura. Formaban parte de una tradición de pensar el país mientras se iba haciendo la obra propia.

La conciencia de los intelectuales respecto a su papel en el crecimiento de la nación ha sido característica frecuente en lo países forjados en la lucha por zafarse del yugo colonial. Como sabemos, los cubanos -blancos y negros- comenzamos por sentirnos criollos. Se definía así una mentalidad que podía revelarse en costumbres, estilos de vida, modalidades del habla y, a veces, en gestos de rebeldía ante las exacciones excesivas. Así lo advirtieron, desde fecha temprana, nuestros primeros historiadores y, en particular, Arrate, quien no dejaba de sentir cierto orgullo por lo que definió como «antemural de las Indias Occidentales». Algo más tarde, comenzando ya el siglo XIX, empezaba a delinearse el rostro de una nación todavía inexistente. José María Heredia erigió la palma en imagen simbólica. Mientras tanto, sus coetáneos, más empeñados en manejos políticos, se propusieron sentar las bases de un país futuro, desde la cultura y la educación. En lo que hoy conocemos como primer reformismo, la acción de los intelectuales fue decisiva. Intentaron navegar en medio de las contradicciones planteadas por las aspiraciones de la sacarocracia, el crecimiento de la masa esclava por demandas de la producción azucarera y la amenaza de insurrecciones al modo haitiano. Algunos, más impacientes, volvieron la mirada hacia el independentismo latinoamericano y se involucraron en las conspiraciones del Águila Azteca y de los Soles y Rayos de Bolívar.

Para hacer la nación, había que pensarla, creían todos. Así, la confrontación con el gobierno de Madrid encontró espacio idóneo en la Sociedad Económica de Amigos del País, en el Seminario de San Ambrosio, en el patrocinio de órganos de prensa en las tertulias de Domingo del Monte, en las prédicas de Félix Varela, en las ideas económicas de Arango y Parreño, en el magisterio de Luz y Caballero y en los análisis sociológicos del incansable polemista José Antonio Saco.

Agotado el proyecto reformista, llegó la hora de tomar las armas. Entre los protagonistas de la guerra de los diez años, hubo intelectuales de primer nivel, contrapuestos en ocasiones por enfoques de orden táctico. Personalidades encontradas, Carlos Manuel de Céspedes e Ignacio Agramonte coincidían, a pesar de las divergencias que los separaron, en la sensibilidad refinada y la formación rigurosa.

José Martí, el Apóstol, llevó en sí el sueño fusionado de cultura y nación. Integró la capacidad de actuar en el terreno de lo concreto a fin de unir voluntades, concebir estrategias y articular tácticas. Fue conspirador y vocero. No dejó por ello de atender a la creación artística y literaria de su tiempo y de integrar, en función de las necesidades del presente y como legado para la república que se estaba construyendo en la práctica, la valoración de quienes -poetas, pintores músicos- configuraban el imaginario de la patria. La trinchera de las armas debía hacerse junto a la trinchera de las ideas. Así forjaba el tejido intangible y resistente, alimento del espíritu, que permitió soportar las duras condiciones de la manigua, vencer la amargura de las derrotas y preservar la fe, esa fuerza interior, privilegio de los sereshumanos.

En el amanecer frustrante de la república neocolonial, silenciados por una sociedad perneada por el pragmatismo más pedestre, los escritores y artistas siguieron trabajando. Los primeros veinte años del pasado siglo transcurrieron bajo el signo de la derrota. La intervención del imperialismo castraba la soberanía, instauraba nuevas formas de dependencia, abría paso al festín de los políticos. La corrupción se extendía y agigantaba. La miseria de los campos y la falta de desarrollo industrial generaban una masa de desempleados sin más asidero que la hipertrofia burocrática de la administración pública, donde quedaban reducidos a la condición de clientela electoral de los políticos. A su modo, los intelectuales denunciaron esos males.

En lo que Juan Marinello llamó década crítica -1920-30- emergió una nueva generación. Su presencia más visible se expresó en la protesta de los trece y en la articulación del grupo minorista, cuyo manifiesto ofrece también un proyecto de articulación entre cultura y nación. Confluyeron en una misma etapa las búsquedas vanguardistas de los escritores o artistas, el inicio del redescubrimiento de la obra martiana, el empeño de los historiadores por descifrar las claves de nuestras raíces, con las contribuciones de Emilio Roig de Luschering y Ramiro Guerra. Al mismo tiempo se daban a conocer los estudios fundadores de Fernando Ortiz. Con su obra, cultura y nación se redefinían ante el reconocimiento de la valía y de la presencia actuante del componente de origen africano. Como lo atestigua la Revista de Avance, órgano de la renovación, las miradas se volvían hacia la América latina, con referencia a los problemas de Puerto Rico, de la Nicaragua sandinista y con un acercamiento a la figura de Mariátegui. El campo de las ideas se ampliaba. Iba quedando atrás el positivismo. Se lejía la Revista de Occidente, pero empezaba a circular el pensamiento de Marx y Lenin, llegaban los ecos de la Revolución de Octubre y se hacía sentir la influencia del APRA. Amadeo Roldán y Alejandro García Caturla incorporaban los ritmos africanos ala música culta. Alejo Carpentier esbozaba Ecue Yamba-O. Nicolás Guillén preparaba sus Motivos de Son. La conciencia anti-ingerencista se iba transformando en visión anti-imperialista.

Los conocimientos políticos aceleraban la maduración de los intelectuales. Asesinado Julio Antonio Mella, enfermo Rubén Martínez Villena, la lucha anti-machadista apresuraba la aparición de voces con metal diferente. Pablo de la Torriente Brau y Raúl Roa derribaban las antiguas jerarquías con un lenguaje desenfadado, de acento popular. Política y cultura se entrelazaban en un mismo combate. Pero el intervencionismo norteamericano y la imposición de Fulgencio Batista -el hombre fuerte- en la cima del poder real, parecía sumir al país en otro agujero negro. Tras los minoristas ya dispersos, fueron apareciendo otros grupos. Con Verbum se producía la primera señal de los futuros animadores de la revista Orígenes. Reconocían en la poesía el misterio de la patria. Su contraparte, La isla en peso de Virgilio Piñera, denunciaba el destino trágico de «esa maldita circunstancia del agua por todas partes».

Unos y otros, los de Orígenes y Ciclón, como también los más jóvenes de Nuestro Tiempo, comprendían que, para sobrevivir y encontrar un espacio de difusión pública, era necesario agruparse. Conducidos por el frente cultural del Partido Socialista Popular, estos últimos incluían a jóvenes de posiciones diversas en lo estético y en lo político, coincidentes en una común plataforma anti-imperialista y en franca oposición a la dictadura de Batista.

A pesar de su escasa divulgación, el pensamiento de los intelectuales cubanos contribuyó, por vías indirectas, a configurar la imagen del país soñado.

Después del triunfo de la Revolución, el empeño no cesó. Todo lo contrario. Nuevas perspectivas iluminaron la historia con los trabajos de Juan Pérez de la Riva, Jorge Ibarra y Manuel Moreno Fraginals, entre otros. La obra de José Martí fue sometida a asedios más profundos. Reivindicado, el rostro de Calibán emergió como encarnación del tercer mundo. El aliento descolonizador tradujo en términos concretos el amntiguo proyecto emancipador.

A esa tradición pertenezco. Seres humanos somos con debilidades y errores, marcados por el tiempo que nos ha tocado. A nuestra manera, muchas veces con pasión, hemos asumido el peso de la isla.

Fuente: http://www.cubarte.cult.cu/paginas/actualidad/conFilo.php?id=15985