Durante la Guerra Civil Española, fueron evacuados a Francia, Inglaterra y la Unión Soviética algunos miles de párvulos, con la intención de salvarlos de padecimientos inútiles.
Los que llegaron a Moscú fueron llamados los niños de la guerra, allí los educados con todas las comodidades que el socialismo pudo brindarles y adquirieron una ambigua dualidad, se sentían de igual manera rusos y españoles: leían a Gógol y Cervantes en sus propias lenguas, mantenían vivas las tradiciones de España, zapateaban flamenco, tocaban las castañuelas y la pandereta, pero también danzaban, rasgueaban la balalaica, bebían vodka, como cualquier ruso, y soltaban palabrotas en ambos idiomas.
Uno de ellos era Juan Pepe Cedeño, un madrileño paliducho, de andar tan desgarbado que parecía al borde de caer aparatosamente al suelo, y tan oblongo, escuálido y pelón que se semejaba a una lombriz con cuatro escasos pelos a ras del cráneo. Tendría unos cuarenta años, pero se le notaba el agravio por el paso del tiempo; le sobresalían debajo de la nariz unos bigotes, que lo hacían idéntico a un cepillo de dientes, y usaba los lentes al estilo de Grucho Marx, que le daban el aspecto de un cegatón.
Era el mayor de todos los niños de la guerra que partieron a Rusia, y por haberse embarcado luego de cumplir los quince años era el que más vivas reminiscencias tenía de su tierra natal, el que más la añoraba y el que menos se adaptó al nuevo país.
Recordaba todavía el fogoso discurso con el que los había despedido la Pasionaria y la infinita felicidad que les pronosticó. Ella, con el fin de desvirtuar la propaganda antisoviética y que nadie dudara de enviar a su párvulo, hizo que uno de sus hijos formara parte del primer grupo que viajó a Moscú.
Cuando terminó la Guerra Civil de España, todos los niños de la guerra, menos los refugiados en la URSS, regresaron a su patria. Con el tiempo se volvieron un problema político: el gobierno español los reclamaba y el soviético les impedía partir aduciendo que era inhumano que estos “niños”, que en el interín de la disputa se transformaron en hombres hechos y derechos, algunos casados una nutrida cantidad de veces, cambiaran el fraternal socialismo por el inhumano franquismo. Años después, Kruschev, que en algunas cosas era pragmático, les permitió regresar al sol de su querida tierra.
Unos cuantos no se acostumbraron a España por no encontrar allí las comodidades que tenían en la Unión Soviética, y comenzó un ir y venir entre ambos países. En la madre patria les hacía mella la incomprensión de la familia y les faltaban las seguridades del socialismo, las libertades de las mujeres rusas, el vodka, la nieve espesa y el intenso frío invernal; regresaban a Rusia y extrañaban el cielo español, el calor, las playas, los toros, la música calé, el vino y hasta el jugo de horchata.
Un día, el Generalísimo Franco se enojó: “¡Que decidan de una vez, o España o Rusia! Los que se quedan, se quedan y los que se van, no vuelven más” y dio la orden de cerrar definitivamente las fronteras de la madre patria a los niños de la guerra. El más perjudicado por esta decisión fue Juan Pepe, porque ellas se abrieron cuando él se encontraba preso en un campo de concentración y se cerraron cuando obtuvo la libertad; maldecía de su suerte y se convirtió en un antisoviético rabioso.
Juan Pepe, como nadie, había esperado el momento cuando se permitió la partida de los niños de la guerra y sufrió mucho porque por su condición de preso político no podía partir. Terminada la Segunda Guerra Mundial, trabajó como traductor en la Embajada de Argentina. A finales de la década de los cuarenta se produjo el siguiente incidente: un individuo, que quería escapar a occidente, se ocultó en el baúl de la valija diplomática de dicha embajada y en medio vuelo comenzó a vomitar por los efectos del vodka ingerido para aplacar los nervios. El copiloto se percató de un extraño ruido y descubrió al fugitivo.
Durante los interrogatorios a los empleados soviéticos de la Embajada de Argentina, Juan Pepe declaró no haber participado en nada ni haber conocido del asunto y que si algo hubiera sabido, tampoco lo habría denunciado por no gustarle el oficio de soplón. Según él, eso fue suficiente para ser condenado a diez años de prisión.
Años después, la alegría general se apoderó de todos los presos al conocerse el Informe de Kruschev de 1956; después se revisó uno a uno y en orden alfabético los casos. Si la amnistía hubiese ocurrido en occidente, el apellido Cedeño le hubiera garantizado ser uno de los primeros en la lista de reivindicados, pero como la letra latina C se halla casi al final del alfabeto cirílico, le tocó la desdicha de estar entre los últimos.
Juan Pepe arrancaba cada día con impaciencia una hoja del calendario, aguardando su próxima liberación. Al tocarle su turno, el campo estaba prácticamente vacío, pero se acabó la letra C, y el resto del alfabeto cirílico, y su caso no fue tratado. Atormentado concluyó que el perdón no era para él y que debía cumplir su larga condena, por lo que decidió quitarse la vida.
Quejándose de no poder dormir, visitó a varios médicos, abundantes y sin trabajo, pues la mayoría de los presos ya habían recuperado la libertad, y coleccionó una buena dosis de somníferos, que una noche tragó calculando no despertar más. Pero las amenas características de Juan Pepe, su buen humor y alegría contagiante, hicieron que su ausencia fuera notada.
Lo encontraron durmiendo de día, eso llamó la atención, y al leer la nota de despedida comprendieron lo que pasaba. Rápidamente le introdujeron un tubo en la garganta y, a través de él, agua tibia con sal, lo pusieron de cabeza, lo sacudieron de arriba a abajo y se pararon sobre su vientre forzándolo a arrojar el contenido del estómago. Al revivir, dos guardias lo mantuvieron en ancas, obligándolo a caminar el día entero hasta que despertó totalmente. Las autoridades no le supieron explicar la razón por la que su caso no fue revisado, pues no pudieron hallar el folio con sus documentos. Después de una minuciosa búsqueda lo localizaron refundido detrás de un escaparate. Comprobaron su inocencia y lo eximieron de culpa.
Según la ley soviética, por un tiempo que dependía de cada caso, el prisionero liberado no podía vivir en las grandes ciudades, en particular en Moscú. A Juan Pepe le correspondió pasar por ese purgatorio durante el lapso de cuatro años. Al cumplirse ese plazo era demasiado tarde, el Caudillo de España por la Gracia de Dios había cerrado las puertas de la península Ibérica a los niños de la guerra.
Juan Pepe planificaba viajar a Cuba para laborar de traductor, y escapar así de los largos y fríos inviernos. Eduardo, su amigo ecuatoriano, le explicaba que la situación en la Isla de la Libertad era dura y que para soportar tan severa vida debía estar investido de una mentalidad revolucionaria, que él no tenía. Pero Juan Pepe quería salir de la Unión Soviética a cualquier lugar del planeta y Cuba era el único sitio posible.
En aquella época no se vivía mal en Moscú, es más, aparentemente Juan Pepe tenía de todo: buen departamento, empleo, esposa e hijo. A pesar de entenderlo bien, le decía a Eduardo: “Tú no me puedes comprender, no has vivido mi vida, tendrías que haber pasado las de Caín, como yo, para sentir animadversión por este sistema”.
Un día, Eduardo se conoció con unos delegados del gobierno de España, que habían llegado a la URSS para establecer relaciones comerciales, y les contó la historia de Juan Pepe con lujo de detalles, salpicándola de buen humor. Uno de los ministros, luego de secarse las lágrimas de risa, le entregó su tarjeta: “¡Qué bello cachondeo! Dile que me busque y me traiga sus papeles, voy a ayudarlo”, dijo.
Al siguiente día, Juan Pepe no podía creer la buena nueva. Gracias a Eduardo se cumplirían sus sueños de partir a la tierra prometida. Años más tarde, en un viaje de París a Moscú, Eduardo compartió el cupé con un español, quien le contó que Juan Pepe trabajaba para la policía y había delatado a muchos niños de la guerra de ideas comunistas, que por culpa de ese vil chivato terminaron en las mazmorras franquistas.
La ley de la fatalidad actuaba en esa ocasión, cuando cada vez que alguien se propone enderezar algún entuerto, le sale el tiro por la culata. Esta ley rige en ocasiones algunos actos de la vida, como si, al revés de lo que dice Goethe, uno fuese parte de aquella fuerza que quiere hacer el bien y termina practicando el mal. En este caso, lo cierto es que nadie sabe para quién trabaja.
Nota:
La historia que se narra se basa en hechos reales, en la que únicamente los nombres de los protagonistas han sido cambiados.
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