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Los pasos lejanos

Fuentes: Rebelión

«…Hay soledad en el hogar sin bulla sin noticias, sin verde, sin niñez. Y si hay algo quebrado en esta tarde, Y que baja y que cruje, Son dos viejos caminos blancos, curvos. Por ellos va mi corazón a pie.» César Vallejo Perros esqueléticos, de patas largas, grises, abiertas por el cielo. Sarna, hocicos sin […]

«…Hay soledad en el hogar sin bulla
sin noticias, sin verde, sin niñez.
Y si hay algo quebrado en esta tarde,
Y que baja y que cruje,
Son dos viejos caminos blancos, curvos.
Por ellos va mi corazón a pie.»

César Vallejo

Perros esqueléticos, de patas largas, grises, abiertas por el cielo. Sarna, hocicos sin fin, ojos profundos. Algunos ladran cuando me acerco, todos hunden el silencio de las calles con su aliento a desesperanza. En una esquina arde un basural, el fuego alto y desparejo grita y sacude al barrio con sus remolinos de hollín. Los perros siguen ladrando. Detrás algunos caminos de tierra, pozos, casas hechas con chapas y tristezas, árboles desnudos, hojas muertas.
El barrio es de todos; los chicos juegan con la esperanza y con lo que sobra fabrican una sonrisa inolvidable.
Me acerco, los perros me escoltan con sus comparsas de saltos y gemidos. Una puerta verde, quejosa y olvidada se abre apenas golpeo las manos; detrás, más allá del barrio, de una plaza, de una estatua, de una ruta sinuosa y febril, ella abrió los ojos sorprendida. Me interrogó con sus gestos, apoyada en la sombra de la puerta, cuidando cada detalle, resguardando la intimidad de su casa; sus uñas salpicadas de azul embellecían aun más sus manos. «¿Si?» preguntó adelgazada por la proyección de la puerta sobre una pequeña mampostería. Los perros enmudecieron. El barrio, colorido, cuajado por el olvido, penetrado por los primeros rayos de sol, me había incorporado. Éramos un sólo cuerpo cubierto de tierra, miradas y venganzas. Después sus ojos recorrieron cada centímetro de mi ropa, sus manos alegres acomodaron un mechón de pelo que cayó precipitadamente sobre un párpado; la puerta se abrió lentamente balanceándose sobre su cuerpo, empujada por el rubor del cansancio y la arrogancia del tiempo cuando pasa dejando algo más que simples «huellas». Le expliqué el motivo de mi visita, las piernas me temblaron un poco, mis zapatillas estaban ahogadas de barro; la humedad crecía y nos manchaba de transparencia; le mostré una pequeña credencial. Una foto rectangular, un nombre, mi apellido, mi edad. Ella volvió a sonreír, ya con el mechón de pelo incorporado a su tumultuosa cabellera, un poco más lejos de la puerta, más cerca de la credencial que estaba rectilínea y uniformemente dirigida a su mirada. «Inspector» leyó con una voz ronca, solitaria, ingrata. «Inspector de Aguas Argentinas», repitió, con el mismo énfasis.
Cuando escuché la palabra»Argentina»emergiendo de sus labios morados y enmarcados en su cuello venoso, los perros comenzaron a pelearse descarnadamente.»Argentina» repetí en silencio mientras guardaba la credencial y sepultaba la mirada en un punto ciego de la pared. ¿Quién se acuerda de ésta Argentina?

Las autopistas empujan al barrio hacia las orillas de la indiferencia y la marginalidad; los basurales crecen sin censura, los niños juegan entre el moho y el alquitrán. ¿Quién se acuerda de ésta «Argentina»? Me daba vergüenza mi precaria condición de ser humano, la arrogancia de mi estado físico, la pedantería que alguna vez defendió causas innombrables; vergüenza por ser un argentino que no hace nada por ésa Argentina, por suponer que las discusiones sobre las metodologías del método solucionan ciertas cosas, por haber llegado a ese barrio -cálido, translúcido, de ojos negros, piel de barro, músculos de perros- con una credencial y una tarea: relevar las casas y modificar un mapa.
«Argentina» volví a repetir ya debajo del alero de la casa, con la música de las bestias husmeando restos de inocencia, con la mirada de ella y de alguien que «dicen» que se llama Dios.
Será así ¿O Dios estaba en otro lado? ¿O llamamos «pobres» a los hombres con otras necesidades y «ricos» a los hacedores del mundo? Será así ¿O nuestra propia miseria nos hace dar vuelta la cara ante otras realidades? ¿O la realidad se construye segundo a segundo, minuto a minuto, mes a mes, año tras año y lo demás es olvido? ¿Quién puede saberlo? ¿Dios?
Traté de explicarle «mi trabajo»y las comparaciones que surgen entre ciertas bases de datos y ciertas otras. Nada más.
El sol comenzaba a derretir la brea de los techos; ella comprendió que mi presencia era simplemente un cómputo, una cifra, una estadística, un día más.
En la vereda la saludé y la puerta se volvió invisible.
Algunos perros me acompañaron hacia la esquina.
«Argentina» murmuré mirando como dos chicos nadaban en un charco, escuchando el ronquido de las calles, las ollas supurando guisos, los muros cicatrizados por la historia.
«Argentina», mi país, nuestra gente, nuestro llanto, nuestra arrogancia, nuestra soberbia.
El barrio comenzó a oscurecer; los perros quedaron atrapados en sus ladridos. La ropa flameaba en las sogas, algunas luces alumbraban ciertos pasos.
Después un largo viaje en colectivo, la respiración artificial del asfalto, la voz de ella entumeciendo mis ojos, la palabra «Argentina» sin implicancias, la absurda lucha entre el ser y el no ser, la estupidez del hombre frente al hombre, la proeza de las mujeres y los niños del barrio, la eterna vigilia de sus caras, su enseñanza, mi pequeñez e incongruencia.
Después la página en blanco, en blanco, en blanco.
Antes la mirada de ella, los perros, los techos aplastados y una Argentina perforada por nosotros, los ciudadanos.