«Pero, a partir de la Revolución Industrial, hemos entrado en un extraño mundo nuevo en el que los adornos rococó de la teoría económica poco o nada sirven para entender las acuciantes preguntas que una persona normal formula a la economía: ¿por qué algunos son ricos y otros pobres?» (Gregory Clark: Adiós a la sopa de pan, hola al sushi, p. 403-404)
El campo se moviliza –dicen los medios. Hace unos días conduje a mis alumnos de Educación para la Ciudadanía y los Derechos Humanos a la puerta principal de nuestro instituto para que vieran desfilar la procesión de tractores que transcurría por el centro de Granada, ciudad que vio grandemente afectada su circulación cotidiana de vehículos, ya de por sí problemática en ciertos momentos de la jornada y en ciertos puntos de su entorno urbano y metropolitano. Así pudieron contemplar en vivo y en directo el real ejercicio de un derecho ciudadano, el de manifestación, que permite a quienes no estamos instalados en los contados puestos que constituyen los centros de decisión política y/o económica –es decir, a la mayoría de la ciudadanía– expresar públicamente nuestros descontentos y reivindicaciones.
Los agricultores no pueden más. Eso nos dicen quienes crían todo eso que hallamos en las tiendas, cuando no en las grandes superficies, tan asépticamente expuesto, procurando el gusto estético, mucho envuelto en profusión de envases y plásticos, lo que da apariencia de artificio a lo que ha sido parido por las entrañas de la tierra. Niños crecen en las urbes ya sin apenas contacto con la tierra, en un mundo que se halla en las antípodas del que describe Miguel Delibes en su deliciosa novela El camino. En ella cuenta la historia del niño Daniel, «el mochuelo», al que su padre ha decidido enviar a la ciudad para que progrese. A través de las vivencias que el joven evoca la víspera de su partida y su anticipación traumática de la experiencia del desarraigo en aras del progreso, el escritor nos muestra lo que es la vida sentida a través del apego a un lugar, de la pertenencia a un suelo.
Una de las nociones criticables adheridas al concepto de progreso intrínseco al paradigma histórico de la modernidad es ese juicio (mayormente inconsciente) que tacha de reaccionario el deseo de permanecer en un sitio, cuidando de él. La modernidad, acríticamente entendida, queda así asociada en el imaginario colectivo con la movilidad, la rapidez, el artificio sofisticado que escapa a las servidumbres naturales de la realidad material. La modernidad, entonces, crea su propio universo en el que no hay polvo ni la temperatura se revela en contra de nuestro confort ni el olor de los cuerpos ofende nuestro sentido del olfato. Es el espacio del aeropuerto, donde se refuerza la ilusión de que podemos librarnos de la gravidez de nuestros cuerpos y que, en consecuencia, carecen de compromiso alguno con el lugar. ¿Hay imagen más certera de modernidad y progreso, de sofisticación, que esos espacios que reniegan del vínculo con el suelo?
Correlación económica de ese no-lugar (utopía) es el mercado, que no es ese sitio de antaño donde acontece el intercambio de cuerpos, ya sean los productos o los productores, y donde se comunican comerciantes y consumidores. En la actualidad, el mercado o «los mercados» son más bien entes metafísicos a los que se puede adjudicar voluntad, intenciones y hasta emociones, porque «los mercados» acusan los miedos, se resienten ante las amenazas, y mediante sus reacciones condicionan las decisiones políticas hasta el punto de confrontar con lo que las democracias mandan, pero siempre sin dejar de responder a la lógica propia del modelo matemático que los representa. Así, sin darnos cuenta, hemos normalizado el error categorial y hemos sustituido la realidad radical (es decir, material) y su experiencia humana (es decir, la vida) por un juego de signos.
Es quizá, junto con la financiarización de la economía, la expresión más conspicua de lo que el filósofo Santiago Alba Rico denomina en su libro Ser o no ser (un cuerpo) «la desmaterialización del mundo antropológico» (p. 249) a la que contribuye de manera decisiva una tecnología que confiere mayor peso fenomenológico a la representación ideal de las pantallas que a la sucia realidad de lo que es material y sucede. La economía enteramente reducida a finanzas –es decir, a número, a fetichismo de la moneda– es esencialmente abstracción y, por tanto, es congruente su completa desconexión de la materia. Ésta es finita y sujeta a la entropía; el número, no, por lo que es concebible en el universo financiero que el PIB pueda crecer sin límite. Como en los aeropuertos, en lo que al crecimiento económico se refiere, aspiramos a que el límite sea el cielo.
El correlato epistemológico de esa negación ontológica de la materia está inserto en los límites de nuestra psique, en uno de los sesgos cognitivos contra los que se tropieza el cabal ejercicio de la racionalidad. Se trata de la ilusión de la profundidad explicativa. A diario damos por supuesto que sabemos exactamente lo que queremos decir cuando usamos palabras como «justicia», «vida», «dignidad», «libertad»; pero cuando se nos pide que las expliquemos nos hacemos conscientes de que en verdad la idea que significan se nos oculta en un imprecisa bruma de supuestos inciertos. Con esto contaba Sócrates hace siglos cuando filosofaba, y de esto era él bien consciente, por lo que hizo de «sólo sé que no sé nada» su primordial punto de partida dialéctico.
Emulemos nosotros al maestro ateniense y reflexionemos modestamente sobre uno de esos conceptos cuyo significado todos damos por sabido. Es el que, a mi parecer, merece atención cuando tratamos de comprender radicalmente la coyuntura tan difícil que motiva las protestas de los agricultores que estos días manifiestan su desesperación. Me refiero al concepto de valor. (Sí, es verdad que aludía a él en un anterior artículo mío que titulé Economía y vida: paradigma del cuidado frente a extractivismo. Las reflexiones que aquí desarrollo forman parte de un cuadro crítico del actual modelo económico, en el que destacan –como ya se ha insinuado– el libre mercado –sobre todo, libre de la naturaleza y de la política– y la convalidación financiera de todo lo que en él circula.)
El conflicto que la rebelión de los agricultores revela es el resultado de esa desconexión entre la economía (financiarizada) y el mundo material, entre la esfera (cabría decir platónica en tanto que meramente inteligible, es decir, no objeto de ponderación sensible) de los precios de mercado (ente metafísico) y el suelo material y tangible que produce lo concreto de lo que nuestros cuerpos se nutren, lo que le otorga valor (juicio moral).
Hay que saber que, como tantos otros conceptos económicos que parecen haber sido esculpidos en piedra desde el principio de los tiempos para quedar plasmados para siempre en el libro sagrado de la economía ortodoxa, la noción de valor está sujeta a una teoría que ha experimentado cambios a lo largo de la historia definiendo distintos modelos económicos. Esto lo expone con discurso clarividente la economista Mariana Mazzucato en su reciente libro titulado El valor de las cosas, y que lleva por subtítulo en la edición en castellano «Quién produce y quién gana en la economía global». A este respecto, en el caso de las cuitas de los agricultores que nos han servido de inspiración para estas reflexiones, parece evidente quién produce y quién gana.
El valor se define como la creación de nuevos bienes y servicios. Cuestiones clave en la definición del valor económico son su producción, cómo se comparten (su distribución) y qué se hace con las ganancias que generan (su reinversión). Según la profesora Mazzucato, está en el origen del estudio de la realidad económica la controversia acerca de lo que es el valor. En un principio la cuestión se dirimía dentro de parámetros objetivos, tales como el trabajo necesario para producir los bienes, su tasación de acuerdo con la oferta y la demanda, las relaciones entre el capital y la mano de obra. Con el tiempo tomaron protagonismo la escasez y las preferencias de los actores económicos, con lo que la noción de valor se tornó algo subjetivo.
Esa mutación fue síntoma de la purga que la ciencia económica quiso hacer de sus precedentes genealógicos filosóficos y políticos en el cambio del siglo XIX al XX, emulando al mismo tiempo a la física en la adopción de un lenguaje cada vez más matematizado. Si antaño al estudiante de economía se le hacía consciente a lo largo de su formación académica de lo controvertido del concepto en cuestión, de la diversidad de tesis al respecto asociadas a las diversas escuelas de pensamiento económico, hoy sólo se le enseña que el valor viene determinado por las dinámicas de precios sujetas a la escasez y a las preferencias. Y lo que es una de entre otras teorías del valor pasa por ser la única definición de valor por ser considerada la científica y, por ende, canónica. De acuerdo con la concepción actualmente dominante, no es el valor el que determina el precio, sino el precio el que determina el valor, y los precios se fijan por la oferta y la demanda.
Nadie sensato puede negar el valor esencial de los productos agrícolas para la vida humana; nadie tampoco puede no reconocer el esfuerzo, dedicación y desvelos que implica la labor agrícola. Sin embargo, como sociedad rica que somos en términos generales, estamos sujetos a la ley de Engel. Esta ley es resultado de la observación empírica llevada a cabo por primera vez por el estadístico alemán Ernst Engel (1821-1896). Cabe enunciarla tal que así: dado un conjunto de gustos y preferencias, si aumentan los ingresos del consumidor, la proporción del ingreso gastado en alimentos disminuye, aun cuando es probable que el gasto real en alimentación aumente en términos absolutos; o sea, que los consumidores, proporcionalmente, incrementan menos su gasto en alimentación de lo que suben sus ingresos. Una consecuencia de esta ley es la pérdida de importancia de la agricultura a medida que un país se enriquece, cuando la demanda de los productos alimenticios no crece al mismo ritmo que la renta nacional. Lógico, asumido que el valor viene establecido por el precio y éste por la oferta y la demanda, lo cual está en función de las subjetivas preferencias. Inferencia que se refuerza desde el punto de vista psicológico al ponderarse el valor en términos de percepción de la importancia de las cosas. Lo que rara vez se hace de forma reflexiva y crítica, sino según hábitos mentales en gran medida conformados por las circunstancias que determinan nuestro estilo de vida.
A juicio de la profesora Mazzucato, «si no se cuestiona la idea de que el valor depende de una percepción subjetiva, algunas actividades serán consideradas creadoras de valor y otras no, solo porque alguien –por lo general, con un interés personal– lo asevera, quizá de manera más elocuente que los demás» (p. 40). Así entramos en el dominio de la ideología mediante la cual se justifica que actividades menos productivas –es decir, menos generadoras de valor– o claramente improductivas puedan generar más ingresos que las que, como la agrícola, son evidentemente productivas. Y no digamos si se trata de actividades extractoras de valor, como es el caso de muchas de las financieras asociadas con la gestión de deuda, constituyendo un verdadero parásito que se alimenta de la riqueza generada por la actividad económica que sí que es verdaderamente productiva (léase mi artículo De (in)justicia, bancos e hipotecas).
Todo queda justificado por la generación de ingresos, lo que conforma un razonamiento circular, al cual la profesora Mazzucato califica de «bucle cerrado»: «Los ingresos se justifican por la producción de algo que tiene valor. ¿Pero cómo medimos el valor? En cuanto que genera ingresos. Puedes generarlos porque eres productivo y eres productivo porque generas ingresos. De modo que, con un toque de varita mágica, el concepto de «ingresos no ganados» desaparece. Si tener ingresos significa que somos productivos, y nos merecemos ingresos siempre que lo seamos, ¿cómo puede considerarse que los ingresos no son ganados?» (p. 41).
«Es el mercado, amigo» -dijo un personaje patéticamente ilustre. El mercado pone el precio y, según la lógica expuesta, sentencia cuán valioso es lo que produces, aunque eso implique que acabe valiendo menos que aquello requerido para producirlo, que es precisamente lo que padecen los agricultores según no se cansan de repetir en las protestas que vienen protagonizando.
En su conciso pero no por ello menos provechoso libro titulado Economía y pseudociencia, que se presenta en la misma portada como «una crítica a las falacias económicas imperantes», el economista José Luis Ferreira llama la atención sobre lo que él denomina «los sesgos económicos más extendidos», prejuicios que dificultan el juicio objetivo de los diversos elementos que conforman el sistema económico. El primero que presenta es el sesgo antimercado, el error más común según él consistente en infraestimar las virtudes del mercado. Ahora bien, tales virtudes sólo pueden florecer si se garantiza la competencia, lo que –nos advierte José Luis Ferreira– le toca hacer a la política económica. Ello implica que los agentes que operan en los mercados han de hacerlo siempre sujetos a la ley. Se trata, en definitiva, de disminuir el riesgo de manipulación del mercado, que puede llevar a provocar una depreciación de lo que tiene un valor real (material y vital) que ya no es reconocido por aquél.
No debe olvidarse tampoco que toda intervención política a través de la ley –se esté dispuesto a reconocerlo o no– se hace desde la asunción de un cierto sistema de valores, ya no económicos sino éticos. Desde los años ochenta del siglo pasado y a la luz de los datos disponibles (de estos tenemos una soberbia recopilación en el libro El capital en el siglo XXI de Thomas Piketty) el que ahora se tiene como paradigma económico ortodoxo ha demostrado suficientemente su eficiencia en promover que aquellos que ya son suficientemente ricos, a través de su control del capital y de la tierra, incrementen aún más su riqueza, mientras que no ha sido así en lo que a distribución de riqueza se refiere (léase mi artículo Desigualdad y el mito de la meritocracia).
Como todo paradigma, económico o no, sus teorías y leyes, aunque se formulen matemáticamente, se sustentan sobre supuestos que se asumen como verdaderos, a pesar de ser discutibles por su raíz ideológica. Es el caso de este concepto de valor que nos ha ocupado a lo largo de estas reflexiones y que creo está en lo profundo del problema de los agricultores.
Al francés François Quesnay (1694-1774) hay bastantes que le tienen por el padre de la economía. De formación médica comprendía la economía como un sistema metabólico: la riqueza debía proceder de alguna parte e ir a alguna parte. Esta idea la desarrolló en su obra seminal titulada Tableau économique de 1758. En ella dejaba claro que la tierra representaba la fuente de todo valor, pues al final todo lo que nutría a los humanos procedía de la tierra. ¿Qué había más valioso que eso?
Según este planteamiento, sólo hay una clase generadora de valor, o sea, productiva; a saber, la conformada por los granjeros y todos los ocupados en las labores de la tierra y el agua. Todas las demás actividades, industriales y comerciales, no añaden valor, sino que mantienen en circulación el producido en el seno del sector primario. O son clase distributiva o meramente estéril en el caso de los terratenientes, nobles y clérigos.
Qué favorable concepto de valor económico para la causa de nuestros agricultores, pero qué lejano del actualmente en vigor como ya ha quedado dicho. Hoy por hoy no es la cultura productiva para la vida sino la monetaria, que ha tiempo fundó su propio reino de abstracción matemática independiente de la materia, la que rige nuestro destino.
BIBLIOGRAFÍA DE REFERENCIA:
- ALBA RICO, SANTIAGO: Ser o no ser (un cuerpo). Seix Barral. Barcelona, 2017
- FERREIRA, JOSÉ LUIS: Economía y pseudociencia. Díaz & Pons editores. Madrid, 2015
- CLARK, GREGORY: De la sopa de pan al sushi. Universidad de Valencia. Valencia, 2014
- MAZZUCATO, MARIANA: El valor de las cosas. Taurus. Madrid, 2018