Madrid. En verano, la capital española se convierte en una olla a presión. Del asfalto y el concreto brotan sin cesar un calor exasperante, que se mezcla en ocasiones con los olores fétidos que emanan de las aglomeraciones en las filas de los museos, y de los medios de transporte atiborrados y con el aire […]
Madrid. En verano, la capital española se convierte en una olla a presión. Del asfalto y el concreto brotan sin cesar un calor exasperante, que se mezcla en ocasiones con los olores fétidos que emanan de las aglomeraciones en las filas de los museos, y de los medios de transporte atiborrados y con el aire acondicionado descompuesto. Pero este año hay un elemento que ha convertido a la capital de España en una trampa mortal, tanto para sus habitantes como para los miles de turistas: las obras están por todos lados.
No hay un solo resquicio de la metrópoli en el que no haya una máquina excavadora, una valla naranja que impide el paso a vehículos y peatones, o un obrero con una taladradora perforando sin piedad el subsuelo.
El alcalde, el conservador Alberto Ruiz Gallardón, se ha convertido en esta, su segunda legislatura, en una auténtica pesadilla para los viandantes de la ciudad: el ruido es ensordecedor, el aire que se respira está cada día más contaminado por la grava y el excremento industrial, y la de por sí complicada circulación terrestre se ha convertido ya en una cuestión imposible. Sólo apta para expertos en demoliciones o veteranos de guerra. Pues, en estos momentos, se calcula que hay en ejecución más de 40 proyectos de importancia.
En Madrid hay una leyenda urbana que cuenta que en una de las visitas de Ernest Hemingway le preguntaron qué opinaba de la ciudad. Éste respondió, ya entonces, que cuando encontraran el tesoro quedará muy bien
. Muchos aseguran, 60 años después, que si este año el tesoro no aparece, ya no lo encontrarán nunca
. La ciudad está cerrada por obras.