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Mahmoud Darwish: Birwa, la Nakbah que no cesa

Fuentes: Al Zeytun

El 11 de junio de 1948 la familia de Mahmud Darwish tuvo que salir precipitadamente de su aldea, Birwa, situada a 11 kilómetros al este de Acre. Birwa tenía entonces 1.694 habitantes, una escuela de niños y otra de niñas, una iglesia, una mezquita y dos zagüías. Sus gentes vivían principalmente de la agricultura, y […]

El 11 de junio de 1948 la familia de Mahmud Darwish tuvo que salir precipitadamente de su aldea, Birwa, situada a 11 kilómetros al este de Acre. Birwa tenía entonces 1.694 habitantes, una escuela de niños y otra de niñas, una iglesia, una mezquita y dos zagüías. Sus gentes vivían principalmente de la agricultura, y era un pequeño centro administrativo de la comarca. Birwa fue asaltada por el recién creado Ejército de Israel y su población huyó con lo puesto. Mahmud tenía entonces siete años. En los dos textos que presentamos, Mahmud Darwish, «el poeta nacional de Palestina», título que a él nada le gustaba, relata su vivencia de aquella madrugada y las consecuencias personales y colectivas que de ella se derivaron. El primer fragmento, perteneciente a la correspondencia entre Mahmud Darwish y el también poeta palestino Samih al-Qásim (Darwish y Al-Qásim, 1990: 45-46), sirve a modo de introducción más concreta a la recreación más simbólica de los mismos sucesos que se narran en el segundo fragmento, un capítulo de la autobiografía poética de Darwish (2011: 49-54) En presencia de la ausencia.

Mahmud Darwish partió al exilio en 1970 y no pudo volver a Palestina hasta 1994. A Galilea, su tierra, la autoridades israelíes solo se le permitieron entrar en dos ocasiones antes de que falleciera en Houston (EEUU) en 2008.

 

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«Los meses no se decían con nombres que siempre recuerdan cuándo se quebró la albahaca de la infancia. Aunque sí sé que aquella noche no era tan fría como las de estos días. Tampoco existían por entonces canciones a la luna en hebreo. Y de lo que me acuerdo bien es del corral, con la morera en medio que distinguía la casa de las otras y la convertía en la casa de mi abuelo. Dejamos todo como estaba: el caballo, las ovejas, los terneros, y las puertas abiertas, con la cena caliente, la llamada a la oración y la única radio que había, acaso encendida para que fuera informando de nuestras victorias. Bajamos hasta el estrecho cauce que enfilaba hacia el sureste y acababa en un aljibe. Relucía al salir el sol por la parte del llano que nos conduciría hasta Chaab, el pueblo en el que vivían unos parientes de mi madre y para entonces también su familia, que había ido allí desde Damún, que ya había sido ocupada… Y allí, al cabo de unos días, los campesinos de las aldeas vecinas, que habían vendido el oro de sus mujeres para comprar fusiles de fabricación francesa, hicieron un llamamiento para liberar Birwa. La liberaron al caer la noche. Se bebieron el té caliente de los ocupantes. Pasaron la primera noche de la victoria. Y al día siguiente la entregaron, sin acuse de recibo, al Ejército de Salvación2, para que los judíos volvieran a ocuparla y destruyeran hasta la última piedra… Mientras, a las puertas de la patria, nosotros aguardábamos el regreso. Conoces todo lo que pasó, Samih, que la guerra fue breve y la excursión de los que se habían marchado se prolongó. Y sabes cómo «nos infiltramos» desde el Líbano cuando mi abuelo se dio cuenta de que el viaje se alargaría y que él debía apegarse a la tierra antes de que ésta echara a volar. Cuando llegamos, sólo encontramos ruinas. Habíamos perdido el derecho de residencia y perdido el derecho a la tierra. Al cabo, cuando consumé el rito de mi primera peregrinación a Birwa, mi pueblo, sólo hallé de él el algarrobo y la iglesia derruida, más un vaquero que no hablaba bien ni árabe ni hebreo: ¿Quién es usted? Respondió: Soy del kibutz Yasur. Le dije: ¿Dónde está el kibutz Yasur? Dijo: Aquí. Le dije: Aquí está Birwa. Dijo: ¿Dónde? Respondí: Aquí, debajo de nosotros, a nuestro alrededor, sobre nosotros, aquí, en todas partes. Dijo: Pero yo no veo nada, ni siquiera piedras. Le dije: Esta iglesia… ¿no la ve? Respondió: No es una iglesia. Es una cuadra para las vacas. Y eso de ahí son unas ruinas romanas. Le dije: ¿De dónde es usted? Dijo: Del Yemen. Le pregunté: ¿Y qué hace aquí? Dijo: He vuelto a mi país. Luego me preguntó: ¿Y tú de dónde eres? Dije: De aquí… He vuelto a mi país».

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«Es tu destino la noche en este valle: has de descender más aprisa que una perdiz asustada. El aire está en calma, no se mueve ni una pluma, y en esta huida tuya tu guía más conspicuo es el cuervo que va con los que parten hacia el confín de la noche /

Es tu destino la noche: desde hoy, ni tú ni nosotros podemos seguir bajo los olivos, ni salir al sendero tiznado por la sombra de furgones militares que oímos pero no vemos. La noche es un megáfono. La noche es un tambor de ecos. Es tu destino la noche, una noche que atruena. Cálmate. Tu pequeño nombre y todos nuestros nombres se pertrechan para partir hacia sus imprevisibles destinos en el caos del génesis.

Te despiertan de tu edad y te dicen: Hazte mayor ahora mismo, con nosotros, de la edad de la tribu. Corre con nosotros, que no te coma el lobo. No hay tiempo de despedirse de nada caliente. Lo que te queda por dormir, déjalo junto a la ventana abierta, que te alcance cuando despierte con el azul del amanecer. Los sueños salen al camino de los soñadores, qué otra cosa puede hacer el soñador sino recordar /

Sal con nosotros a esta noche inmisericorde. Ya aprenderás a ordenar los luceros en la alacena de la memoria, a restituir lo perdido a fuerza de nombrarlo, así te desquitarás. Pero no mires a las estrellas ahora, no sea que te rapten y te pierdas. Agárrate del vestido de tu madre… él te guía por la tierra que corre descalza bajo los pies, y no llores como tu hermano recién nacido, no sea que el llanto ponga a los soldados sobre aviso.

En adelante, no habrá quien siga disimulando para que no veas el dolor, que se palpa, se siente, como si el lugar retumbara al resquebrajarse. Y ahí estás tú, con nosotros, viendo cómo el dolor nos despoja de todo, de un tajo, y se retira como la hoja de una navaja para quedarse atrás, alegrándose de nuestra desdicha, en la otra orilla de un río que hacía de barrera y se ha convertido en habla pedregosa. El dolor pasa la noche charlando en la distancia con nosotros, y aúlla como una hembra fiera: ¡Venid a mí! ¡Venid! Pero no vamos, no volvemos atrás.

Aún no necesitábamos la mitología, pero lo que sucedió en ella es lo que nos está pasando ahora… en este día machacado por las orugas de los tanques. ¿Quién contará nuestra historia? La nuestra, la de los que escapamos a través de esta noche, expulsados del lugar y de un mito que no ha hallado ni a uno sólo de nosotros que testimonie que el crimen no se cometió. Si nosotros no somos nosotros, ellos no son ellos. Pero la singularidad es la singularidad, pretexto del ladrón.

No te mires en lo que escribo sobre ti. Ni busques en ti al cananeo que certifique tu existencia. Salta por encima de tu realidad, de este nombre tuyo, y aprende a escribir lo que dé prueba de ti. Tú eres tú, no tu fantasma, que es el que ha sido expulsado esta noche.

Es tu destino la noche. Las mieses tienen padres que son tus padres. Las casas tienen hijos que son tus abuelos. La herida precoz que hay en ti tiene un grito que eres tú. A ningún otro niño le acertó sin querer la flecha de una diosa traviesa. Así, escribirás de historia, no de mitos, pues a las mujeres de sal no les compete testificar en tu favor o en tu contra… Recurrirás a las divinidades de la mitología, una suerte de memoria disfrazada, para que el ejército no se adueñe del ritmo de la poesía y de la historia del trigo, para librar al tiempo de la supremacía del ahora… En el politeísmo hallarás una suerte de justicia posible, y en su pasado, parte de una infancia que se resiste a envejecer tan aprisa, sin pasar por la adolescencia. Pero lo que no admite duda es que te llamas como esta tierra /

La tierra no ha conocido feminidades más hermosas que las ninfas cananeas, que triscan por los llanos y las colinas, camufladas entre las amapolas, la salvia, los duraznillos y los narcisos que se miran en el agua con la majestad de un príncipe /

Las cananeas son las cananeas cuando se engalanan con la brisa primaveral, voluptuosas, hijas del relincho de los escrotos y de la llamada de las flautas a renovar la fuga primera de la tierra, arroyo que se desmorona de la cadera a los pies /

Los nombres tienen un tintineo de plata y de lanzada perdida en la cintura de las cananeas, que se consagran a colgar la tierra, como las letras del alifato semita, de las astas de los antílopes.

Por un simple sonido, los vivos no hacen sacrificios a los muertos, ni los muertos interceden por los vivos. Pero las cananeas, seducidas por la camomila, sacaron a la tierra de las cavernas y la instalaron en casas con un ritmo de piedra /

Ante el mar fuimos testigos de las primeras manzanas exiliadas de un paraíso a otro, soldados sin más armas que unos tronchos de maíz y la fuerza enorme del trigo.

Vimos que el sol de Jericó primero verdecía la sombra y luego la enrojecía, y que la fragilidad de nuestra cálida paz la blanqueaba, una paz campesina que se formulaba ligerísima entre nuestro fuego primordial y nuestras frases entrecortadas.

De un viento a otro /

nuestra paz, que se propagaba como el azul eterno sobre una tierra que cubre su herida femenina con hojas de higuera y lana de corderos que se encaminan sin esquilas al agua de los manantiales /

nuestra paz, que quedaba desenmascarada como el deshonroso olor a fruta madura de las noches de boda /

Bañaos, oh cananeas, en agua, luz y albahaca. Que se colme el lugar de una feminidad que corre tras el rebaño de cabras. También como ubres de oveja los pimientos cuelgan en alegre bienvenida, y escuecen en los muslos salpicados de espesa savia de uva /

Bullid, oh cananeas, bullid en la caliente luminosidad. Que rebose el poema el legado del agua límpida anterior a la usurpación… El poema de un poeta que no haya nacido con el éxodo, sino con la eternidad, cuando Adán se encontró con Eva para pasar juntos una vida perpetua. De un poeta que no haya nacido, ni él ni sus antepasados, sino en esta tierra a la que vosotras disteis nombre y ensangrentó la espina del rosal que plantasteis.

Nosotros no necesitábamos la mitología más que para explicar la relación entre la luna y el ciclo menstrual, entre el sol y el paso de las estaciones, para llenar de magia las charlas de las largas noches de invierno o enseñar a las bestias a obedecer a un canturreo.

Guarda bien en tu memoria esta noche de dolor. Puede que un día tú seas el rapsoda, la rapsodia y el rapsodiado. No olvides este estrecho y sinuoso camino que te lleva y que tú llevas hacia la turbulencia de lo desconocido, y que ha de arrojaros, a ti y a los tuyos, en manos del equívoco.

Preguntas: ¿Qué significa «refugiado»?

Te dirán: Es aquel al que arrancan de la tierra de la patria.

Preguntas: ¿Y qué significa «patria»?

Te dirán: Es la casa, la morera, el gallinero, las colmenas, el olor del pan, el primer cielo.
Y no te privas de preguntar: ¿En una palabra tan corta caben tantas cosas… y no cabemos nosotros?

Creciste aprisa bajo el efecto de las grandes palabras, en la linde entre un mundo que se derrumbaba tras de ti y un mundo aún informe ante tus ojos… un mundo semejante a un dado por tirar. Te preguntabas: ¿Quién soy yo? Y no sabías definirte. Seguías siendo un crío ante una pregunta que confundía a los filósofos. Pero preguntarse arduamente por la identidad persuadió a la mariposa de que tenía que volar.

Te aislaste en una roca apartada frente al mar libanés. Llorabas como un pequeño príncipe destronado de su infancia antes de que le hubieran inculcado la ciencia del buen sentido y los conocimientos de geografía necesarios para distinguir el «aquí» del «allí».

¡Maaaar, maaaar!… No conseguías articular bien tu grito. La letra «a» acostumbraba a la garganta al picor de la sal: ¡Maaaar, maaaar! Llorabas -un poco de sal se te había metido en un ojo- y hacia el final el grito se aclaraba: ¡Maaaar, maaaar!… Llévame allí…

Un pájaro blanco se te acerca, un ave marina, mágica, que suave desciende y pliega sus alas y te arropa como a una de sus crías y alza el vuelo, bajo, y ya no sabes si eres pájaro o qué. Sobrevoláis la accidentada costa que oscila entre el azul y el verde, y sin dolor aterrizáis en el patio de tu casa, erguida en lo alto de la colina como una madre. La ventana sigue abierta. El pájaro blanco abre suave las alas sobre tu cama, y te duermes ligero, como en una nube. Pero un vozarrón te despierta: ¿Qué haces aquí, tontaina? ¿Cómo es que te has quedado dormido en un roca, a la orilla del mar, en una noche como ésta? ¿Es que no tienes casa ni familia? Y caes en la cuenta de que has estado soñando.

Es tu destino un sueño anterior a la poesía, radiante
y un grito anterior al ritmo, marino
como si esta noche
el creador se retirara a solas con lo creado:
Sé dueño de tus señas en adelante.
Hijo mío, tienes un sueño,
¡suéñalo con la noche que te ha tocado en suerte! Sé parte de él.
Sueña y hallarás ¡el paraíso en su sitio!»

 

Bibliografía

Darwish, Mahmud y al-Qásim, Samih (1990). al-Rasáil. Beirut: Dar al-Auda. 

Darwish, Mahmoud (2011). En presencia de la ausencia. Trad. Luz Gómez. Valencia: Pre-Textos.

Luz Gómez, Profesora Titular de Estudios Árabes e Islámicos de la Universidad Autónoma de Madrid.

Fuente original: http://alzeytun.org/mahmoud-darwish-birwa-la-nakbah-no-cesa/