«Vengan compañeros de corrientes y tristezasCaminemos para el margen más belloNosotros no nos someteremosSólo podemos perderEl ataúd». Él era así. Esa voz poderosa llamando a la revolución. Quería ver a su pueblo libre, soberano, feliz. Quería de vuelta su Palestina, no como concesión de algún político buenito, pero, porque ese es el derecho del pueblo, […]
«Vengan compañeros de corrientes y tristezas
Caminemos para el margen más bello
Nosotros no nos someteremos
Sólo podemos perder
El ataúd».
Él era así. Esa voz poderosa llamando a la revolución. Quería ver a su pueblo libre, soberano, feliz. Quería de vuelta su Palestina, no como concesión de algún político buenito, pero, porque ese es el derecho del pueblo, usurpado en 1948 por la creación del Estado de Israel. Mahmud Darwish, poeta, guerrero, ángel, niño, renitente, insistente. Encantó el sábado último (día 9) cuando su corazón, pesado de tanto dolor, dejó de latir. Per, se engañan aquellos que piensan que Mahmud vivía por causa de su corazón. No. Él vivía por las palabras que creaba, por las construcciones que erguía y, estas, nunca habrán de morir.
Nadie dijo nada, pero cuando los ojos de Mahmud se cerraron para este mundo, se abrieron para la vieja aldea donde nació, Al Barwua, de donde su familia fue expulsada por las armas de Israel. Un lugar que no existe más, a no ser en los sueños del niño que nunca la olvidó. Enclavado en el corazón de Galilea, el poblado es hoy un campamento judío. Pero, para Mahmud siempre fue su terrón natal, su nido. Y es posiblemente allá que ahora él pasea, entre los olivares.
«Regístreme
Soy árabe
El número de mi identidad es cincuenta mil
Tengo ocho hijos
Y el noveno… vendrá después del verano
¿Se va a irritar por acaso?»
Mahmud fue el poeta palestino que de forma más radical inmortalizó el dolor y la lucha de su pueblo. Hasta porque se limitó a ser apenas un escribidor. Era un animal político, absolutamente conectado con las acciones y con la vida real. Su canto poético brotaba de las vísceras a la vista, del hombre con los pies en la tierra, del palestino encarcelado, del humano embarazado de esperanzas. Sus palabras nunca fueron creaciones estéticas. Eran el filo cortante de una vida real, expresada en sangre y lágrimas. Su poema nos arranca de la apatía y nos invita a luchar, concretamente.
«Aún vierte la fuente del crimen
¡Obstrúyanla!
Y permanezcan vigilantes
Prontos para el combate»
Pues ahora, la mano que rasgaba en fuego el papel con el grito de la Palestina ocupada ya no escribirá más. ¿Pero, precisa? Su canto de liberta está clavado en la tierra fértil de los corazones que sueñan con el todavía-no, y de allí nunca huirán. Mahmud pasea en Al Barwa. Mahmud pasea en las tierras antiguas, donde vivía una gente libre. Mahmud pasea en las cabezas de las gentes y grita, con ellas. Mahmud inmortal, inmenso, niño, hombre, pura voluntad de ser aquello que siempre fue: palestino, libre, soberano. Porque la libertad, al fin y al cabo, vive allí dentro, en lo profundo del ser humano. ¡Mahmud! ¡Presente! ¡Su alma inmortal bailará el dia de la victoria!
«salvajes… árabes»
¡sí! Árabes
y estamos orgullosos
y sabemos cómo empuñar la hoz
cómo resistir
inclusive sin armas
y sabemos cómo construir la fábrica moderna
la casa
el hospital
la escuela
la bomba».
Traducción: Raúl Fitipaldi de América Latina Palabra Viva.