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En la muerte de Marlon Brando

Más allá del bien y del mal

Fuentes: El Mundo

Incluso cuando andaba desganado, o despreciaba lo que estaba haciendo adoptando pose de mercenario bien pagado, o prolongaba su narcisismo hasta la irritación observando su legendario ombligo, Brando sabía que la cámara seguiría irremediablemente enamorada de el, era consciente de que su fuerza hipnótica permanecería intacta, que el público de cualquier parte pagaría la entrada […]

Incluso cuando andaba desganado, o despreciaba lo que estaba haciendo adoptando pose de mercenario bien pagado, o prolongaba su narcisismo hasta la irritación observando su legendario ombligo, Brando sabía que la cámara seguiría irremediablemente enamorada de el, era consciente de que su fuerza hipnótica permanecería intacta, que el público de cualquier parte pagaría la entrada no para algo tan rutinario como ver una película, sino para contemplar a un dios, a la personalidad, la sensibilidad, el talento, el histrionismo y la sexualidad mas magnética de la historia del cine.

Fue rácano con su arte durante largas épocas, y después de vaciar torrencialmente sus recuerdos, sus obsesiones y su mundo interno en es psicoanálisis trágico y genial llamado El último tango en París, anunció que jamás volvería a desnudar su alma en público.Daba igual. Nos había regalado muchas cosas antes, un complejo e impagable universo de sentimientos y de sensaciones, personajes habitados por todas las luces y las sombras de la naturaleza humana, momentos irrepetibles de intensidad emocional, una veracidad que llega a hacer daño, sensualidad en estado volcánico, un estilo genuino y sin referencias, una forma de hablar, de escuchar, de mirar y de moverse que engancha perdurablemente a nuestra retina y a nuestro corazón.

Estallidos de violencia que nos aterran, infinita capacidad de sugerencia, el poder de expresar las tormentas del alma con un parpadeo, un balbuceo, el movimiento de una ceja, el aleteo de una mano. Cuando Brando está en forma no hace falta que pronuncie una palabra para comunicarnos lo que le está ocurriendo a sus personajes. Habla con su cuerpo, con sus silencios, con su hieratismo, con su introversión. Todo funciona en él con la armonía de una orquesta clásica. Convence, fascina, conmueve y enamora.

No conviene perderse ni una de sus faenas. Sabemos que nos amenazan su desgana o sus pasotes, pero también que en sus interpretaciones más decepcionantes existe un momento de magia, de clase, de luz.Y cuando se lo toma en serio, cuando se identifica o se apasiona con un guión a su altura, el resultado es una obra de arte.

Aunque fuera un maestro del artificio, aunque conociera mejor que nadie la fórmula de la brillantez epidérmica, cuando Brando se respeta a sí mismo, es capaz de estremecer a todo tipo de receptores.

Ocurrió con el tullido por la guerra que se rebela contra la compasión ajena en Hombres, con el semental arrogante y cruel de Un tranvía llamado deseo, con el revolucionario traicionado y digno que asume trágicamente la relación umbilical entre poder y corrupción en ¡Viva Zapata!, con el maquiavélico Marco Antonio que manipula a la plebe contra Bruto y los asesinos del César en un discurso demagógico y magistral en Julio César (se trataba del sagrado Shakespeare, Brando demostró en prueba tan trascendente y académica que su genio era ilimitado, que su expresividad callejera también era majestuosa cuando tenía que convertirse en transmisor del príncipe de las palabras).

Más chulo que nadie y otorgando valor de icono a una moto, una gorra, una chupa de cuero y unas gafas de sol en Salvaje, otorgando lirismo y piedad a un eterno perdedor en una apuesta de muerte para recobrar la dignidad, la autoestima y el amor en La ley del silencio, encarnando a un sheriff honesto, incomprable y apaleado en un pueblo podrido y hambriento de sangre en La jauría humana, siendo turbio y masoquista dando vida a un militar cornudo y vergonzantemente enamorado de uno de sus soldados en Reflejos en un ojo dorado, siendo un cínico especializado en montar revoluciones y estrangularlas posteriormente en Queimada, creando antológicamente al tan humano como tenebroso jefe de la Mafia Vito Corleone en El Padrino y logrando removernos las entrañas con incomprable desgarro, profundidad emocional, sinceridad suicida y militancia en la blasfemia interpretando (o viviendo) al desesperado y encoñado apátrida que bailaba su ultimo tango en París. Brando está más allá del elogio, por encima del bien y del mal.