«Otro de los objetivos de esta reforma es que los estudiantes puedan cambiar de opinión en el último momento, a lo largo de su carrera o de su vida, para reciclarse y volver a cursar otros estudios. Gobierno, comunidades y universidades buscan así más movilidad.» Así explicaba el país [1] el proyecto de reforma de […]
«Otro de los objetivos de esta reforma es que los estudiantes puedan cambiar de opinión en el último momento, a lo largo de su carrera o de su vida, para reciclarse y volver a cursar otros estudios. Gobierno, comunidades y universidades buscan así más movilidad.» Así explicaba el país [1] el proyecto de reforma de la selectividad que dará acceso a los nuevos grados universitarios; proyecto que el Gobierno lanza, una vez más, en verano y en silencio.
Llega la selectividad a la carta. En sintonía con el discurso de la «autonomía universitaria» las reformas que vamos conociendo ahondan en la fragmentación del sistema educativo. Cada centro podrá modificar los baremos de calificación para el acceso a determinadas carreras, es decir, la nota de selectividad ya no vale lo mismo en cualquier Universidad. Lo que llaman autonomía no es más que desregulación, las universidades deben competir para captar clientes y para situarse lo más alto posible en el ránking, para convertirse, digamos, en «universidades de prestigio». El proceso de Bolonia es un todos contra todos donde se individualizan cada vez más los itinerarios educativos: cada centro «perfila» la prueba de acceso y diseña sus Grados y sus Másters y cada estudiante va configurando su curriculum individual, que ahora se reduce a una larga lista de destrezas que recogen lo que la/el futuro trabajador sabe hacer. Vamos, la panacea de la libertad y la flexibilidad.
En primer lugar, es mentira que la Universidad gane autonomía. No nos cansamos de repetir que eso que llaman rendir cuentas a la sociedad no es otra cosa que someterse a la estricta vigilancia del mercado, que quiere utilizar los centros educativos públicos en beneficio propio convirtiéndolos en centros de formación de mano de obra precaria y flexible. La educación está bajo la atenta mirada de organismos erigidos en «guardianes de la calidad» cuyos baremos se establecen en función de criterios tales como la inserción laboral de las y los titulados, la presencia de docentes en contacto con el sector profesional o la «demanda social» de las titulaciones. No es que las universidades sean libres de ofrecer los mejores estudios (mejores según criterios académicos), es que no tienen más remedio que ofrecer los estudios más competitivos para captar estudiantes estatales y extranjeros en un contexto internacional concreto, en que Europa debe competir con Japón y Estados Unidos por liderar eso que han llamado «sociedad del conocimiento».
En segundo lugar, esta carrera de individuos acaba con la capacidad de negociación colectiva de las y los futuros trabajadores. Ya no habrá «licenciadas en historia» sino un montón de curriculums personales en pugna, que además ya no son vitalicios sino reciclables. La retórica de la formación a lo largo de la vida pone fecha de caducidad a unos estudios que corren a nuestra cuenta (y por cierto, cada vez más).
Hace unos meses nos sorprendía la noticia de que en Reino Unido la empresa McDonald’s podría dar a sus trabajadores títulos educativos oficiales que permitirían el acceso a la universidad [2]. En lugar de garantizar una educación pública y gratuita a la ciudadanía se transfiere esta responsabilidad a la empresa privada, y se presenta como un avance social para quienes no pueden costearse una verdadera educación. Desde luego, en el ránking de universidades suponemos que McDonald’s no ocupará uno de los primeros puestos y que sus «licenciadas» y «licenciados» no serán los más aventajados en este flexible mercado laboral. Se pretende implantar un modelo al modo estadounidense, donde unos cuantos centros de elite forman a las minorías mientras el resto consigue un titulillo que le permite ascender en McDonald’s. Puede que sea una caricatura pero no está tan lejos de la realidad.
El proyecto de reforma de la Selectividad añade otra novedad en esta línea; el acceso a la universidad de quienes acrediten experiencia laboral o profesional suficiente. Lo que hay de fondo es un giro en la concepción de la educación superior como mera formación profesional adaptada al mercado. Y cuando decimos adaptada queremos decir que se está diseñando la educación en función de las necesidades del sector privado y desatendiendo nuestro derecho a una educación digna y pública. No se trata de que las y los estudiantes no queramos trabajar y estudiamos por puro amor al arte, se trata más bien de que dudamos muy seriamente de las garantías laborales que nos ofrece esta reforma que devalúa los títulos y produce cada año un ejército de trabajadores gratis a través de las prácticas no remuneradas.
La progresiva devaluación de la educación pública perjudica sobre todo a quienes no pueden acceder a la educación privada y supone un retroceso gigante en una conquista histórica. Las primeras pancartas que salieron a la calle contra el proceso de Bolonia reclamaban la educación como un derecho y no como un negocio. Lo que está en juego es lo suficientemente grave como para presentar batalla de nuevo este año contra la lógica privatizadora. Una vez más, nuestras vidas valen más que sus beneficios.
Notas
[1] www.elpais.com/…/20080708
[2] www.elmundo.es/…/2008/01/28
* Rebeca Moreno es militante de Espacio Alternativo