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Debate Cataluña-España

Más respuestas a las preguntas de Salvador López Arnal

Fuentes: Rebelión

En la introducción a un texto titulado «Conversaciones con Cataluña», de libre descarga en la red, el prolífico y combativo Salvador López Arnal presenta una lista de preguntas relativas a las relaciones entre España y Cataluña en la que creo ver una invitación a sus lectores a sumarse a la discusión que lleva animando ardorosamente […]

En la introducción a un texto titulado «Conversaciones con Cataluña», de libre descarga en la red, el prolífico y combativo Salvador López Arnal presenta una lista de preguntas relativas a las relaciones entre España y Cataluña en la que creo ver una invitación a sus lectores a sumarse a la discusión que lleva animando ardorosamente desde hace ya algún tiempo. No soy experto en la realidad catalana, pero dado que el asunto me interesa y que el señor López Arnal se ha tomado la molestia de elaborar su cuestionario, he decidido recoger el guante e incorporarme al debate. Si en las líneas que siguen yerro en alguna apreciación o juicio (sobre todo en lo relativo a asuntos internos catalanes de los que, repito, no soy experto) pido disculpas de antemano, al tiempo que aclaro que lo único que me mueve es el deseo de contrastar ideas y de señalar las contradicciones -algunas de ellas para mí incomprensibles- que creo detectar en el discurso pansefarádico del señor López Arnal.

 

 

* * * * * * *

 

 

CUESTIONARIO

 

 

– ¿Por qué se habla en estos momentos y de forma generalizada del «derecho a decidir» no se sabe muy bien qué y no del derecho de autodeterminación de todos los pueblos como explícitamente se hacía en uno de los puntos de la Assemblea de Catalunya de los años setenta del siglo pasado?

 

El derecho a decidir no se refiere a «no se sabe qué». No lo sabrá quien no quiere saberlo, o aquel a quien no le interese saberlo. Pero es extraño que quien sabe tanto de tantas cosas complejas y dificultosas (lo acreditan sus artículos) no sepa nada de esta tan obvia, a saber, que ese derecho se refiere a la posibilidad del pueblo catalán de decidir el tipo de organización jurídico-política que desea constituir. Más claro, agua. Ya sé que lo de «no se sabe muy bien qué…» no es más que un tropo, un recurso retórico de lo más manido, pero viendo quiénes lo usan y la intención con que lo hacen habitualmente su empleo denota una menesterosidad intelectual o una malevolencia impropias de un analista de la realidad tan sagaz como López Arnal (lo tengo comprobado: cuando en un razonamiento alguien incluye la fórmula «no sé qué…» del modo como figura en el cuerpo de esta primera pregunta puede uno apostar el cuello a que el razonador sabe perfectamente qué se oculta exactamente detrás de eso que proclama desconocer).

Por lo demás, el hecho de que a una cosa («autodeterminación») se la llame de un modo edulcorado («derecho a decidir») -y sin olvidar que ninguno de los dos conceptos presuponen el resultado del acto de decisión cuya posibilidad se revindica- arroja tanta luz sobre el carácter, expectativas y temores de quien opta por el requiebro semántico como sobre la realidad en la que éste se ejecuta. Dicho de otra forma, en el borbónico reino algunas palabras parecen tener propiedades chamánicas y no todos los políticos tienen el cuajo de arriesgarse a hablar claro sin temor a despertar a las poderosas fuerzas que custodian desde la atalaya castrense del artículo octavo la sacrosanta unidad de la cosa. El eufemismo, si por tal ha de tomarse, revela tal vez el carácter timorato (o cauteloso, o calculador) de quien lo emplea, pero también la insoportable intolerancia y la potencial violencia del poder que instila semejante temor en quien pretende desafiarlo. Para comprenderlo mejor, señor López Arnal, piense usted solamente en la naturalidad con la que se aborda la cuestión de la autodeterminación -sin ambages- en países como Canadá y Gran Bretaña en comparación con el dramatismo feroz, las amenazas abiertas -civiles y militares- y las exaltadas apelaciones a la sacrosanta unidad del Estado que informan el debate en Borbonia.

 

 

– ¿Por qué se suele olvidar -y no sólo por fuerzas conservadoras y (ultra)neoliberales- un punto nodal de las tradiciones de la izquierda emancipatoria catalana (y española) como es el de la unión libre, solidaria y fraternal de todos los pueblos de Sefarad?

 

¿Qué es Sefarad? No me consta la existencia de semejante entidad y mucho menos en relación con el tema de las reivindicaciones nacionales catalanas (¿Los catalanes deben sentirse miembros de Sefarad? ¿Deben convencerse de que su nación política no se llama Cataluña sino Sefarad? ¿Cómo es eso? ¿Por qué no Carpetovetonia? ¿O Yoknapatawapha? i ). La unión libre, solidaria y fraternal no queda descartada en ningún caso, pero esa fórmula no debe ser una tapadera maliciosa para ocultar lo que ahora existe, que no es otra cosa que la sujeción obligatoria. Rebelarse contra esa sujeción puede ser tan de izquierdas -en principio, debería serlo más- como predicar la preservación del status quo recurriendo al expediente de ensalzar las virtudes de la unión voluntaria. Sin embargo -y aquí está el meollo del asunto-, el problema es que la unión actual no es voluntaria sino impuesta. La voluntariedad de la asociación política tal vez sea posible en esa Sefarad que tanto abona usted (y que de buen grado visitaría yo si supiera dónde se encuentra), pero en el reino Borbón queda descartada y proscrita de entrada, como usted bien sabe y omite señalar.

 

 

– ¿Tiene sentido la expresión «España contra Cataluña (17142014)»? ¿De qué España se habla? ¿A qué Cataluña se hace referencia?

 

En mi opinión, quien utiliza ese sintagma probablemente alude al Estado español enemigo de la institucionalización política de la nación catalana en un Estado independiente y partidario de su sujeción por todos los medios, militares incluidosii. Y la Cataluña que se evoca es probablemente la que prefiere declinar el dudoso honor de ser una región española en lugar de un Estado independiente.

Ni que decir tiene que los dos vocablos -Cataluña y España- no agotan el abigarrado espectro de sentimientos identitarios presentes en las poblaciones de ambos países, pero sí sintetizan los dos ejes, fuerzas u opciones en torno a las cuales se va agrupando la población catalana a medida que el inevitable choque de trenes se aproxima (y de forma tanto más nítida cuanto más torpe, pedestre y amenazadora se va manifestando la respuesta del gobierno español).

 

 

– ¿Puede hablarse del franquismo como un régimen político que oprimió Cataluña? ¿El fascismo hispánico fue, en algún sentido comprensible y consistente, algo exterior a Cataluña? ¿Es significativa la expresión «el franquismo contra Cataluña»?

 

El franquismo indudablemente oprimió a Cataluña. La oprimió desde el punto de vista social y nacional. Hubo castas catalanas que secundaron el franquismo y se beneficiaron de él, y hubo clases sociales catalanas que lo padecieron y gimieron bajo su yugo. Sin embargo, y al mismo nivel que su opresión de clase, la esencia última del franquismo como régimen, sistema e ideología reside en la negación expresa y violenta de Cataluña como nación y, en términos generales, en la opresión y aplastamiento de toda nación distinta de la española.

 

 

– ¿Sólo el catalán debería ser lengua propia de Cataluña? ¿No es o no debería ser el catalán, como así ha sido defendido por la izquierda aragonesa, lengua propia de Aragón, al igual que el castellano o la fabla? ¿Por qué entonces no es -ni se considera- el castellano una lengua propia de Cataluña?

 

La pugna entre el catalán y el castellano no es, desde el punto de vista sociolingüístico, la pugna entre dos lenguas concurrentes que coexistan en inocente vecindad (raramente suele ocurrir tal fenómeno). Se trata de dos lenguas que compiten por la hegemonía social en un contexto de notoria desigualdad de fuerzas. Hasta ahora una de ellas ha contado (y sigue haciéndolo) con el respaldo absoluto del aparato del Estado (en las múltiples formas adoptadas por éste, tradicionalmente autoritarias), mientras que la otra ha tenido que confrontar la oposición activa del Estado dominante, que ha aplicado («sin que se note la causa pero se advierta el efecto») todos sus poderosos recursos para imponer en Cataluña la lengua de Castilla. Ninguna sociedad es perfectamente bilingüe (la diglosia acecha siempre), pero la coexistencia armónica de dos comunidades con lenguas distintas que se entienden gracias al cultivo pragmático del bilingüismo es quizá el mayor distintivo de excelencia de una sociedad, y hacia tal objetivo parece que va encaminada precisamente la política lingüística que promueven las autoridades catalanas.

En general, allí donde coexisten varias lenguas surge de una forma u otra la pugna por la hegemonía, y Cataluña no es diferente. Cuando una sociedad se configura como poder político, automáticamente decreta, tácita o explícitamente, la preeminencia simbólica y fáctica de un idioma, aun reconociendo y defendiendo -así sea formalmente- los derechos de todas las demás. En la actual fase de conformación de los modernos Estados nacionales (fase que, obviamente, no tiene por qué ser la estación términus del proceso de evolución de esa particular forma de organización política) la comunidad nacional catalana aspira a vehicular y preservar su identidad a través del idioma catalán exactamente de la misma forma y con las mismas contradicciones con las que la identidad nacional española se vehicula y preserva a través del idioma castellano. Eso no implica en absoluto la necesidad, ni siquiera la conveniencia, de establecer imperativamente un monolingüismo empobrecedor (aunque en el caso español así ha sido históricamente), pero lo cierto es que el modelo de Estado-nación imperante parece que va siempre de la mano de un idioma representativo de la colectividad nacional que se identifica con éste como expresión antonomásica de su ser cultural y político. No es que yo quiera que sea así, es que parece que suele ser así, salvo en democracias muy asentadas donde el respeto al diferente parece estar enraizado en el ADN de la cultura política de la comunidad, como parece que ocurre en Suiza y algunos países nórdicos.

Es obvio que más de la mitad de los catalanes tienen al castellano como lengua materna, pero eso no es óbice para que la lengua catalana siga siendo la expresión «natural» e histórica de la colectividad humana «catalana». Si solo hubiera 1.000 catalanoparlantes ese hecho no cambiaría. La masa de población catalana de habla castellana posiblemente tiene la capacidad demográfica de imponerse numéricamente al colectivo catalanoparlante, pero desde la perspectiva del catalanoparlante nativo (perspectiva emic) sospecho que el idioma castellano será interpretado siempre como idioma externo a la comunidad nacional histórica catalana. En un hipotético escenario de extinción de la lengua catalana todos los habitantes de Cataluña seguirían siendo catalanes, como son irlandeses todos los habitantes de Irlanda aun desconociendo el gaélico, pero desde la perspectiva del catalanohablante realmente existente ese escenario encierra un contrasentido irresoluble, dado que para él, desde su perspectiva vital, fáctica y sentimental, sin lengua catalana no es posible Cataluña, igual que para un euskaldún sin euskera no hay Euskal Herria y para un español sin castellano no hay España.

De todos modos, del nacionalismo lingüístico catalán se está propagando en Sefarad-Borbonia una imagen sañuda y hostil que no creo que se corresponda con la realidad. A juzgar por las declaraciones de algunas de las figuras más destacadas del independentismo catalán no parece que dicho movimiento abrigue propósitos glotocidas con respecto al castellano. Más bien todo lo contrarioiii.

 

 

 

– ¿Por qué la mal denominada «inmersión lingüística» (que no lo es en el 40% de los casos, el de las familias cataloparlantes) es un tema intocable en Cataluña cuando el actual president de la Generalitat (que no del país), el señor don Artur Mas, que defiende tal «inmersión» en el ágora pública, decidió llevar a sus hijos a una escuela privada de élite -«Aula»- donde no sólo no se practica sino que tampoco se aconseja ni permite, más allá de la voluntad de la familia, la citada inmersión?

 

Las contradicciones de la élite político-económica no deberían servir como referencia para emitir juicios sobre decisiones políticas que rebasan con mucho su ámbito particular de intereses y tienen repercusiones sociales de calado en una sociedad que las respalda mayoritariamente. Tengo la impresión de que a la burguesía catalana le gusta practicar la conseja bíblica del «no hagas lo que yo hago sino lo que yo digo», pero en idéntica incongruencia incurre también de hoz y coz la casta dirigente española, en cuyo seno las contradicciones entre discurso y praxis son legión (católicos apostólicos adúlteros o felizmente divorciados -no reprocho la opción, sino la hipocresía del doble discurso, sobre todo cuando éste se proyecta en la acción legislativa-, apóstoles de la redistribución de la riqueza (hacia arriba) instalados en poltronas de consejos de administración de empresas multinacionales, sedicentes socialistas propulsores de modificaciones constitucionales neoliberales que fulminan los derechos de las clases trabajadoras, adalides de la austeridad con sueldo cuádruple y dietas a mansalva, dirigentes sindicales dóciles a los dictados de patronal y élites gobernantes, solícitos cazoponientes instalados en consejos de administración de Cajas de las que succionan masivamente recursos so pretexto de controlarlos, etc.). En relación con la inmersión lingüística, creo que es razonable sostener que allí donde uno de dos idiomas en pugna padece una situación histórica de debilidad inducida es lícito tratar de impulsar su conocimiento y uso mediante estrategias de discriminación positiva cuyo trasunto en Cataluña sería precisamente la llamada inmersión lingüística. Esa política sería el equivalente estricto de la inmersión lingüística que se practica en la España monoglota, y desde una perspectiva nacional catalana no veo en ella la más mínima contradicción si se admite que la obligación del sistema público catalán es proporcionar educación a todos los ciudadanos de Cataluña en el idioma nacional de Cataluña (como hacen todos los países del mundo), razón por la cual un niño conquense cursando estudios en Cataluña debe poder recibir educación pública en las mismas condiciones que un alumno magrebí o uno leridano. En la medida en que el sistema de inmersión lingüística puede ser una forma de garantizar que toda la población escolar catalana concluya su ciclo escolar dominando los dos idiomas mayoritarios del país, constituye potencialmente una barrera contra la fragmentación social que derivaría de una escisión lingüística en dos comunidades estancas.

Así pues, ¿catalán como lengua troncal obligatoria en el sistema de educación público de Cataluña? Sin duda alguna, igual que el castellano en España, con la diferencia de que el sistema catalán garantiza el aprendizaje de dos lenguas sefarádicas y el sistema español no.

 

 

– ¿Tiene algún sentido -y cuál si es el caso- que Francesc Cambó tenga un monumento en la gran ciudad barcelonesa y una avenida que lleve su nombre? Ibidem respecto al espacio dedicado a Joan Antoni (Juan Antonio) Samaranch.

 

El sentido de esos monumentos deberá preguntárselo usted a quienes mandaron erigirlos. Y lo más probable es que el sentido que esas personas les atribuyan le parezca cuestionable, incluso abominable, a personas pertenecientes a otros sectores del espectro sociopolítico catalán, por ejemplo al sector soberanista. La panoplia de próceres patrios no la establecen normalmente las clases populares, sino las élites que detentan el poder. Así pues, de ellos la responsabilidad y a ellos la demanda de explicaciones.

 

 

– ¿Qué sentido tiene, como ocurre en algunos listados independentistas, ubicar en la misma serie, en el mismo catálogo al criminal golpista y asesino Queipo de Llano y a los presidentes republicanos Manuel Azaña y Juan Negrín?

 

Probablemente esa decisión derive de una consideración genérica de todos esos personajes históricos como hostiles a la idea de nación catalana independiente. Y no parece una consideración descabellada a la luz de la ideología nacional que vincularía a todos ellos. Ya lo dijo alguien (catalán, por cierto): lo más parecido a un político español de izquierdas es un político español de derechas. Otro dijo lo mismo con otras palabras: antes roja que rota (es decir, que le daba igual el color político de la cosa con tal de preservar impoluta su esencia nacional). Esas no son frases que se haya inventando algún «radical» de Esquerra. Más bien parecen constituir el ADN del pensamiento político español. Esto, que podrían parecer elucubraciones personales, lo ilustra Joan Vecord en su respuesta al señor López Arnal mediante dos citas que parecen corroborar la oposición de los dos próceres del enunciado a los anhelos soberanistas catalanes. El señor López Arnal en su respuesta cuestiona la validez de ambas citas alegando ausencia de contexto y aportando otras que supuestamente las neutralizarían, pero su refutación a mí no me parece convincente.

 

 

– ¿Por qué el cenetista asesinado en mayo de 1939 de nombre José Arnal es recordado en el monumento a los inmolados en Catalunya (no por Cataluña) como Josep Arnau?

 

Lo ignoro, pero puestos a especular tal vez se deba a un fenómeno elemental de apropiación simbólica de las víctimas de la represión franquista. Es un fenómeno tal vez reprochable, y seguramente corolario inevitable de un contexto de pugna hegemonista entre dos proyectos nacionales antagónicos. Históricamente la apropiación se ha realizado en sentido inverso, de forma que los Jauregi se transforman en De Palacio para poder medrar en la Corte española o los deportistas catalanes que brillan en el mundo son presentados como deportistas españoles sin preguntarles su opinión al respecto (y si se obstinan en competir como deportistas catalanes la dulce Sefarad los veta directamente de las competiciones internacionales). Es un juego de usurpaciones habitual que solo acaba o remite, creo, cuando la comunidad nacional vetada queda institucionalizada y oficialmente reconocida en la jurisprudencia internacional. A partir de ese momento ya no suele haber tanta necesidad de apropiarse de nada ajeno para ser reconocido en el escenario local e internacional.

 

 

– ¿López Rodó era catalán? ¿Lo fue Samaranch? ¿Lo fueron y lo son la familia Millet? ¿Y los Porcioles? ¿Fueron franquistas pero menos, con toques de distinción? ¿La España franquista expolió Cataluña y los catalanes?

 

Todos esos individuos fueron tan catalanes como, por ejemplo, vascos fueron el falangista guipuzcoano Juan Tellería, autor de la música del Cara al Sol, o el killer del batallón vasco-español Ignacio Iturbide Alkain. En ambos casos se trata de personajes locales con ferviente adhesión identitaria al poder hegemónico español y a su ideario nacional y, por ende, posicionados en un lugar específico del tablero de ajedrez nacional (y social). Según a qué lado del tablero se siente uno (y son muy pocos los que pasan de esa partida, aunque el grado de pasión que cada cual aplique al juego difiera) variará la etiqueta que se les endose. Para Franco seguro que Samaranch fue españolísimo y catalanísimo (aunque solo fuera porque toda la vida le fue servilísimo y utilísimo), pero para un militante de Esquerra probablemente no pasó de ser un triste botifler de manual. Y probablemente ambos tengan razón.

 

 

– ¿Se pueden hablar propiamente, como suelen hablar los nacionalistas catalanes, de soberanismo? ¿De qué soberanía nacional se habla cuando se postula permanecer en la actual Unión Europea y en el euro?

 

La simpleza de esta pregunta aturde en boca de un analista tan avezado como usted. Si los catalanes consiguen independizarse del reino de España y deciden luego permanecer en la UE, tal decisión será en sí misma la expresión de su voluntad soberana. La decisión es en sí y por sí el signo y la garantía de su soberanía. Dicho de otro modo: si los catalanes eventualmente independientes decidieran renunciar a una parte de su soberanía para entregarla a la UE, sea en los términos actuales o en otros a convenir, lo harían por decisión propia y no por diktat ajeno. Eso, y no otra cosa, es la soberanía. Es de perogrullo. Hasta un niño de cuatro años lo comprendería (pero a veces un niño de cuatro años es más perspicaz que un adulto, sobre todo por carecer de las orejeras que a veces ocultan lo obvio. A este respecto, viene a cuento aquí algo que escribió el escritor James Baldwin en referencia a otro asunto. La frase, convenientemente parafraseada, quedaría así: «Los catalanes desean poder decidir su futuro. Una declaración perfectamente diáfana compuesta de siete palabras. Gente que ha llegado a dominar a Kant, Hegel, Shakespeare, Marx, Freud y la Biblia encuentra esta afirmación impenetrable»). Sabemos que hoy en día no existen las soberanías absolutasiv sino una constelación de interdependencias. Ahora bien, en cada ocasión es el sujeto soberano quien decide qué grado de soberanía consiente en delegar en nombre de la interdependencia libremente aceptada y mutuamente beneficiosa. ¿O acaso España ha dejado de ser un país soberano por haber entregado a la UE las parcelas de soberanía que ha cedido?v. Ya sé que se puede argumentar dialécticamente que España ha perdido soberanía a manos de los burócratas de Bruselas, pero lo cierto es que solo ha perdido aquella porción que los gobiernos españoles de turno han decidido –soberanamente– perder. Ni un ápice más.

 

 

– ¿El nacionalismo, como parecen propagar algunos colectivos interesados, es una especie de estado político natural de los ciudadanos catalanes dignos de ese nombre?

 

No. Es mera una opción política. El nacionalismo catalán igual que el nacionalismo español. Ni por ser catalán uno está obligado a ser nacionalista catalán, ni por ser español debe uno forzosamente ser nacionalista español. De hecho, estoy convencido de que miles de nacionalistas catalanes y vascos solo ansían dejar de serlo cuanto antes (nacionalistas). Cuando dispongan de su propio Estado podrán afirmar ufanos, como lo hacen hoy los españoles: «Yo no soy nacionalista, solo soy catalán», para lo cual sin embargo precisan de esa herramienta de estatalidad de la que por ahora carecen.

 

 

– ¿Por qué mitifica tanto su propia historia, hasta el simple desconocimiento y exageración falsificadora, el independentismo catalán?

 

Un poco de mesura, por favor, señor López Arnal. Habrá historiadores independentistas catalanes que «falsifiquen» la historia, como hay historiadores dependistas españoles que la falsifican, pero de ahí a decir que todo el independentismo catalán es falsario va un largo y falaz trecho. ¿No le parecería más razonable sostener que el nacionalismo catalán «interpreta» la historia según sus propios criterios e intereses, como lo hace el nacionalismo español, el marxismo, el falangismo, la cienciología o los mormones? Este tipo de descalificaciones de sal gruesa es precisamente lo que lo aproxima a usted de forma tan desconcertante a la línea y estilo argumental de los más casposos y furibundos voceros del nacionalismo español, en una especie de corroboración lamentable del apotegma arriba citado acerca de la identidad esencial de españoles de derechas y de izquierdas. (Le juro que cuando leí eso tan vulgar y trillado de la «falsificación de la historia», que debe de ser algo así como la coletilla argumental o zurriagazo dialéctico más frecuentemente empleado por la facción cavernícola del nacionalismo español, pensé que estaba leyendo al mismísimo Jiménez Losantos. Sobra decir que no le tengo por afín a esa corriente -solo insinuarlo ofende, y no pretendo hacerlo-, pero algunas coincidencias a veces las carga el diablo).

Mi opinión sobre este asunto es que la disciplina de Historia se trata en el fondo de una subespecie o rama de la literatura fantástica (creo que esto ya lo dijo Borges con mejor prosa), por lo que no le otorgo demasiada importancia a lo asertos, veraces o descabellados, de sus múltiples cultivadores, todos ellos por lo general al servicio de una causa que raramente confiesan pero fácilmente se deduce. A mí la Historia me parece una falsificación o, mejor dicho, una ficcionalización ab ovo, siendo la única diferencia la que se refiere al grado de verosimilitud y coherencia de unos relatos en comparación con otros. Y, desde luego, debe estar siempre sujeta a revisión crítica y escrutinio libre. Proclamar que los pueblos ibéricos estaban predestinados por la geografía, la historia y la Divina Providencia a constituir una entidad política unificada e indivisible encaminada al cumplimento de gloriosas empresas para asombro del orbe, o decir que el arrejuntamiento político de dichos pueblos es el fruto aleatorio y problemático de la imposición, el engaño, la guerra y la violencia y, por lo tanto, algo contingente y reversible, son opiniones igual de legítimas que cada cual puede abrazar según sus gustos alegando el respaldo de la historiografía real o mítica que le plazca. A mí no se me caen los pelos del sombrajo ante el discurso historicista de nadie, ni de un independentista catalán ni de un dependentista español. Ya sabemos que los combatientes de Numancia eran españoles de pura cepa, igual que Trajano, que el venerable San Isidro se apareció a las huestes cristianas en las Navas de Tolosa y que el descubrimiento (sic) de América fue una altruista empresa evangelizadora sin ánimo de lucro (aunque ese aguafiestas de Galeano nos recordara que en los diarios de Colón aparece escrita más veces la palabra «oro» que «Dios»). A estas alturas de la película es obvio que el poder del discurso historicista tiene menos que ver con la veracidad del relato narrado o fabricado que con la capacidad de éste para generar ilusiones o espejismos compartidos. Nietzsche famosamente sostuvo que no hay hechos sino interpretaciones, y Napoleón declaró que la historia es una serie de mentiras con las que se está de acuerdo, es decir, un embuste consensuado, una ficción compartida. La veracidad de un relato histórico puede ser estrictamente cero sin por ello dejar de ser apabullantes sus consecuencias sobre la realidad. La idea de que los restos de cierto apóstol cristiano reposan en algún punto del occidente ibérico carece del más mínimo sustento fáctico, pero el poder de sugestión del relato generado sobre la base de esa ficción -convenientemente alimentada por los poderes de la época, Imperio e Iglesia a la cabeza- ha movilizado a pueblos y modelado culturas en torno a una ruta de peregrinación en la que algunos ven el germen de la noción misma de identidad europea, sea eso lo que sea. Sobre el pedestal de las más descabelladas falacias históricas o de las más voluntaristas interpretaciones de los hechos históricos se han erigido los movimientos más populosos y arrolladores así como los delirios más sanguinarios. En ese sentido -solo en ese-, no importa demasiado si en 1714 los catalanes -o parte de ellos- lucharon contra las tropas de Felipe V en defensa de su independencia nacional o para instalar en el trono español a un archiduque austríaco y defender «la libertad de toda España», ni si en el siglo XIX los vasconavarros -la mayoría de ellos- hicieron la guerra al poder español en tres ocasiones sucesivas para defender sus libertades nacionales o para llevar al trono madrileño a un pretendiente español. Por no importar, ni siquiera importa dilucidar si Rafael Casanova fue un patriota español (versión A) o un patriota catalán (versión B), o si Antonio de Villarroel, general comandante del ejército de Cataluña, acabó sus días como militar español o como mártir catalán. En relación con esos y otros asuntos lo que importa, lo que repercute sobre la realidad, lo que engendra conciencia e historia (o mito, pues a ese nivel son equivalentes), es lo que los catalanes, vascos, españoles, escoceses, serbios, chinos, afrikaaners o arapahoes -o una porción significativa de ellos- crean que ha ocurrido (incluso lo que deseen que haya ocurrido), así como la forma como esa particular percepción, creencia o anhelo se traslada a su visión de la realidad en el presentevi.

Partiendo de esa base, hablar de «exageración falsificadora» en relación con la historiografía independentista catalana es pecar de candidez o de malevolencia en la medida en que no hay historiografía nacional que se libre de esa tara. Y, en cualquier caso, la historiografía nacional catalana deberá esforzarse mucho para alcanzar el grado de efervescencia mitogénica de la historiografía nacional española, trufada de mitos fundacionales tan contrastados e incontrovertibles como el de la «Reconquista», el «descubrimiento» de América, la «adhesión» de Navarra o la «leyenda negra», por citar solo los más publicitadosvii.

Resumiendo: toda historiografía es en el fondo un artificio, un constructo ideológico, y por eso yo me las suelo tomar con mucha cautela, prefiriendo conceder prioridad a asuntos de más enjundia como, por ejemplo, preguntas del siguiente tenor: ¿Tienen derecho los catalanes a decidir libremente en el siglo XXI el tipo de organización política que desean para sí? Para mí eso es lo verdaderamente importante, ya que, en lo que respecta a la historia, ¿quién sabe lo que el pasado llegará a ser en el futuro?viii.

 

 

– ¿Qué sentido tiene el término político «botifler»? ¿Traidor es todo aquel que no es independentista?

 

No soy catalán y no conozco los intríngulis del concepto, pero me atrevería a decir que la palabra designa básicamente a toda persona que en el contexto de la disputa política entre el Estado español y la voluntad soberanista de muchos catalanes, se sitúa en el lado español. Boadella, guarecido en su bien remunerado alcázar madrileño bajo las acogedoras faldas de la Esperanza del reino y reivindicando facciosamente el Cara al Sol como letra para el himno nacional español, sería un botifler arquetípico, además de un imbécil redomado. Acepto matizaciones y correcciones.

 

 

– ¿Por qué se ignora tanto y se simplifica aún más la historia de España a la que se biyecta con una barbarie de brutos, sin matices ni resistencias ciudadanas populares en los ámbitos nacionalistas catalanes?

 

No sé lo que significa «biyectar», pero sí que en la guerra ideológica por la hegemonía política, como en el amor, al parecer todo vale. Una parte de la historia de España es admirable, incluso sublime. Esa cota la alcanzan los héroes anónimos de las barricadas asturianas, o del Madrid sitiado, o de las celdas genocidas de los penales franquistas (cfr. la pavorosa autobiografía de Marcos Ana), o personajes excelsos como Miguel Hernández, o luminarias del espíritu creativo como Goya o Lorca (los tres, curiosamente, víctimas trágicas de una «idea» de España directamente emparentada con la línea de pensamiento político que veta hoy a Cataluña su derecho a la autodeterminación). Sin embargo, lo más significativo de la historia pública española compone tal catálogo de horrores, abusos, desprecio a lo diferente, soberbia, caspa, machismo, militarismo, caciquismo, estulticia, adulación sasánida a guiñoles de todo pelajeix, alabanzas infames a las ‘caenas’, atentados a la libertad y al pensamiento, represión, tortura, asesinato, crimen e idiocia moral que realmente se hace difícil cortar trocha en semejante maraña de horrores y encontrar al final una imagen mínimamente atractiva de esa cosa llamada España. Le aclaro que todo esto lo dice alguien que jamás cultivó de forma premeditada el más mínimo odio, inquina o rencor hacia los españoles de a pie, y que distingue perfectamente entre la paja reaccionaria de las élites depredadoras y clerigalla infame que han gobernado secularmente el país, por un lado, y el trigo noble de las masas obreras y campesinas y de las minorías ilustradas víctimas seculares de aquella banda de parásitos sin escrúpulos, por otro. Alguien, sin embargo, para quien en virtud de lo anterior -y de algunas cosas más- la mera evocación del concepto España conjura automáticamente imágenes de tricornios con máuser y fascistas con bigotex. Lamento que sea así, pero cada uno es hijo de sus circunstancias.

 

 

– ¿El Ejército Popular de la II República española invadió Cataluña? ¿Es eso lo que se cree?

 

No creo que se crea eso. Pero lo cierto es que la II República no aceptó ni la proclamación independentista de Maciá en 1931 ni la de Companys en 1934 (ante esta última el presidente español Lerroux proclamó el estado de guerra), con lo que se sitúa objetivamente en el bando de los que no respetan en ese punto la voluntad del pueblo catalán. Lo cual no implica insinuar siquiera que la República fuera algo remotamente equiparable al horror purulento y asesino que fue el Estado franquista del que descendemos.

 

 

– ¿No fue el president mártir el que gritó en repetidas ocasiones en las Cortes españolas republicanas el «¡Viva España!»?

 

Si lo dice usted, seguro que lo hizo. Pero eso, ¿en qué afecta al deseo de independencia de una gran parte de la sociedad catalana o, de rebote, en qué medida justifica la cerrazón cerril y antidemocrática del poder político español a reconocer la voluntad soberana del pueblo catalán? ¿O es que si Companys hubiese gritado «Visca Catalunya lliure» (como supongo que gritaría alguna vez) daría usted por buena y válida la reivindicación independentista catalana basándose en ese grito? Ese tipo de argumentación es simplemente pueril.

 

 

– ¿Por qué no es posible la convivencia entre los diferentes pueblos de Sefarad? ¿Es un insulto a Cataluña, a su ciudadanía, querer pertenecer a la misma comunidad humana que García Lorca, que Luis Cernuda, que Miguel Hernández, que Castelao, que Gabriel Aresti, que Salvador Puig Antich, que Federicha Montseny, que Enrique Ruano, que Dolores Ibárruri, que Rafael Alberti, que Francisco Fernández Buey, que Manuel Sacristán, que Neus Porta, que Miguel Sánchez Mazas, que Rafael Poch de Feliu, que Joan Marsé, que Jaime Gil de Biedma, que José Agustín Goytisolo…? ¿No ha sido esta siempre la línea fundamental, en este ámbito, de la izquierda emancipatoria?

 

Le repito que no sé lo que es Sefarad. No me consta su existencia. Aquí solo hay Estado español, puro y duro, con su cancerbero castrense alerta ante cualquier conato secesionista. Sinceramente, su candoroso recurso al concepto de la mítica Sefarad me parece una filfa, un señuelo voluntarioso. Podría aceptarse como desideratum, pero al mismo nivel que la esperanza mesiánica en la segunda venida. Y, respondiendo a su pregunta, creo que no es un insulto querer seguir sujeto al poder político español, como tampoco lo es desear emanciparse de él (si la voluntad de la ciudadanía ha de regir para una cosa deberá poder hacerlo también para la otra, ¿no?). La lista de personalidades que usted aporta para justificar su anhelo de adhesión al Estado español (que no de otra cosa trata su argumentario) puede ser fácilmente contrarrestada con otra de longitud y enjundia equivalente compuesta íntegramente por matarifes, criminales, inquisidores, chupacirios, botarates, fascistas, mangantes, rufianes, genocidas, egregios imbéciles y macarras de la política que perpetraron sus fechorías en nombre de España envueltos hasta las cachas en la bandera española. Parece problemático adherirse a la lista primera sin percibir el hedor de la segunda (y viceversa, seamos justos), pero, en cualquier caso, ¿qué necesidad tiene un catalán de adherirse a un Estado que no considera como propio? ¿A qué responde esa contumaz insistencia suya en que lo haga? ¿Por qué no se limita usted a reclamar para el ciudadano catalán la posibilidad democrática de elegir libremente y sin cortapisas a qué entidad política quiere pertenecer, sin agobiarlo con sus incesantes loas a una España tan impresentable que forzosamente ha de transmutarla en la quimérica Sefarad para hacerla mínimamente atractiva?

Asimismo, ¿por qué limitar la adhesión de los catalanes al colectivo humano acotado por las fronteras políticas del reino de España? ¿Por qué no abolir esa referencia castrante y propugnar la adhesión del pueblo catalán al colectivo humano universal integrado por comunidades y personas de todo el mundo, de todas las latitudes, desde Lermontov o Emerson hasta Pasteur o Modigliani, pasando por Protágoras, Rizal, Tagore, Montaigne, Swift, Spinoza, Abd el-Krim, Emmeline Pankust , Kazantzakis, Bartolomeo Cristofori, Policarpa Salavarrieta o Mandela? ¿Por qué circunscribir el ámbito de adhesión político-sentimental del pueblo catalán a la limitadísima y arbitraria familia de las personas que detentaron o detentan DNI español? ¿No es esa una actitud mostrenca, chovinista, reduccionista y un apuntalamiento de fronteras para satisfacción de sus apetitos nacionales sefarádicos?

 

 

– ¿El denominado Estado propio será un nuevo Estado? ¿En qué sentido? ¿Dónde su ubicarán las novedades? ¿Ese nuevo seguirá dejando la sanidad en manos de un gestor y fanático neoliberal implicado en mil desastres ciudadanos? ¿Y la educación, será considerada la educación pública la cenicienta de todos los despropósitos privatizadores?

 

Será nuevo en el sentido primario del término, es decir, porque nacerá como nuevo Estado en el concierto de las naciones. Lo que ocurra a partir de ese momento solo concierne a los catalanes y solo a ellos competerá gestionarlo y administrarlo como mejor convenga a sus propios intereses. Tratar de vetar la posibilidad de un Estado argumentando que será un fiasco ultraliberal (y admito que si lo gobiernan las élites que lo flagelan actualmente bien podría llegar a serlo) tiene el mismo peso argumental que si un francés metropolitano se hubiera pronunciado en 1960 en contra de la independencia argelina arguyendo que de tal evento solo podría surgir un Estado islamista reaccionario o una dictadura militar totalitaria. ¿Y qué? Lo que un país pueda ser una vez obtenido el status de independiente es asunto de sus ciudadanos, que tienen perfecto derecho a equivocarse en sus decisiones, como lo hacen a diario todas las ciudadanías de todo el mundo con capacidad de expresarse más o menos libremente mediante elecciones más o menos democráticasxi. Lo último que necesita un pueblo son Casandras agoreras instándoles a seguir sujetos a la férula de otra comunidad nacional (cuya casta política constituye por cierto garantía absoluta de desastre social y latrocinio ultraliberal a escala masiva) como hipotético antídoto contra infortunios mayores. Los catalanes no son mejores ni peores que ningún otro pueblo del mundo y lo mismo pueden acertar que errar al elegir a sus gobernantes, con Estado o sin él. Pero una cosa es cierta: cuando tengan su propio Estado ya no querrán prescindir de él, por muy desastroso que resulte. Si lo hicieran, serían el primer caso en la historia de nación soberana que renuncia a su estatalidad una vez obtenida. No será tan mala la independencia cuando nadie devuelve su Estado cuando lo obtiene, ¿no le parece?

 

 

– ¿Garantizará ese Estado propio el derecho a la autodeterminación de las comunidades que quieran ejercerlo una vez constituido?

 

¿Qué comunidades hay en Cataluña que aspiren a escindirse de un hipotético Estado catalán? ¿La comunidad charnega? ¿El valle de Arán? ¿La asociación de magrebíes fruticultores del Baix Ebre? ¿El club de simpatizantes de Ciutadans? No sé, a mí este argumento me suena a falso. Lo suelen sacar a pasear los españolistas cada vez que asoma las orejas el lobo secesionista. Ocurrió cuando el llamado plan Ibarretxe: entonces eran de oír las admoniciones de las terminales mediáticas del aparato de agitprop borbónico inquiriendo al señor Ibarretxe si aceptaría que se desgajara de su nuevo Estado la comunidad de vecinos del bloque X del barrio Y. No había, ni hubo, ni habrá en el mundo ningún bloque de vecinos que reivindique la secesión del Estado en el que radica, pero semejante mamarrachada intelectual constituyó el meollo mismo de la refutación centralista al proyecto soberanista vasco. No sé si en Cataluña existe una comunidad nacional distinta de la catalana asentada en una demarcación administrativa reconocida y diferenciada dispuesta a secesionarse de una hipotética Cataluña independiente. Si existe, me gustaría saber cuál es para poder opinar al respecto.

Y, ya puestos a preguntar, también me gustaría saber si le ha formulado usted alguna vez la misma pregunta y en los mismos términos al Estado español. Si es así, dígame en qué texto, por favor, que lo estudiaré con interés.

 

 

– ¿Por qué algunos de los argumentos esgrimidos en estos últimos años para defender ese «derecho a decidir» huelen -incluso apestan- a argumentos muy próximos a los usados ad nauseam por la Liga del Norte italiana?

 

Pues créame si le digo que los que yo he oído no me suenan a tales. Sé que algunos voceros de la derecha catalana han soltado algunos exabruptos contra andaluces, extremeños y otras variedades de la fauna sefarádica, pero como yo abomino de la derecha ultraliberal, así sea catalana, vasca, española o indostaní, los comentarios de sus portavoces no son para mí referencia de nada. Para mí lo que cuenta es la cuestión básica de partida: ¿Tienen los catalanes derecho a decidir su futuro? Mi respuesta es sí, y si yo tuviera que emprender ese viaje hacia la autodeterminación jamás lo haría ni con la Liga del Norte ni con Convergencia ni con el PNV, sino con fuerzas progresistas de izquierda. Sin embargo, el hecho de que el campo soberanista catalán incorpore a fuerzas de derecha y de izquierda no tiene en principio nada de extraño o censurable, solo confirma lo que siempre supimos: que las alianzas tácticas no solo son legítimas, sino que son determinantes en momentos cruciales de la historia. Que al nazismo lo combatieran imperialistas como Churchill o genocidas nucleares como Truman o sociópatas amorales como Stalin no significa que en los años cuarenta del pasado siglo no fuera imperativo acabar con el nazismo aliándose con todas esas fuerzas. ¿O no lo era?

 

 

– ¿Hay realmente un proceso liberador en este proceso de intereses políticos no siempre bien definidos? ¿Alguien puede pensar honestamente en coordenadas emancipatorias?

 

En principio, cualquier acto de liberación política es un acto de emancipación. Pura tautología. Obviamente, eso no significa que todos los actos de emancipación que han culminado en el establecimiento de un Estado independiente hayan aportado una respuesta definitiva y satisfactoria al anhelo emancipatorio colectivo (de hecho, a veces ese anhelo se ha solapado con el anhelo acaparador de las elites locales y ha sido una mera excusa utilizada por éstas para camuflar y perpetuar su subordinación a sus antiguas metrópolis en condiciones ventajosas para ambas). En cualquier caso, no parece que haya nada de extraño en que un colectivo nacional reclame para sí el atributo de la estatalidad y confíe en que gobernar sus propios destinos sea mayor garantía de preservación de la comunidad nacional constituida y de satisfacción de los intereses de sus miembros. Por otro lado, ningún movimiento de masas puede ser reducido a una categorización unívoca puesto que en ellos a menudo confluyen intereses, anhelos y expectativas diversos, a veces incluso contradictorios. Los movimientos de descolonización de la segunda mitad del pasado siglo aportan ejemplos de países cuya independencia se alcanzó gracias a la confluencia en la lucha de amplios sectores populares que descubrieron sorprendidos cómo, apenas instaurado el Estado independiente fruto de la lucha y el sacrificio de las masas, éste se convertía en un chiringuito gobernado por déspotas autoritarios o en una etnocracia supremacista donde comunidades subestatales coaligadas en la lucha de emancipación anticolonial quedaban relegadas y oprimidas con igual o mayor ferocidad que durante los tiempos de la colonia. La casuística de los procesos de independencia es tan amplia que no parece sensato ampararse en ella para extraer corolarios que dependerán siempre de las características de los casos seleccionados. Sin embargo, frente a esa multiplicidad de escenarios existe una cosa que es común a todos los casos de emancipación nacional: la justicia intrínseca de la reivindicación de soberanía para cualquier colectividad nacional. Martí jamás supo que su empeño libertador, ejemplo universal de compromiso y entrega a una causa justa, conduciría a Cuba a una dictadura bananera tan chusca como la del pelele Batista, pero sospecho que incluso si lo hubiera sabido habría seguido luchando con inquebrantable ardor por el derecho de los cubanos a constituir su propio Estado independiente y soberano, simplemente porque ése era y es su derecho inalienable, como lo es el de todos los pueblos de la tierra (felizmente, en el caso de Martí su empeño emancipador fue finalmente revindicado y reinstaurado por un puñado de rebeldes que retomaron su testigo y prosiguieron su tarea tras derribar al tirano).

Resumiendo: en mi opinión, son precisamente las coordenadas emancipatorias las que inspiran y fundamentan la reivindicación nacional catalana. Es posible (y probablemente seguro e inevitable), que no sean exactamente esas las coordenadas que guían a la élite burguesa catalana, pero el pueblo catalán no se reduce a esa casta minoritaria y su palabra es la que cuenta.

 

 

– ¿Qué ganarían con él -y en él- las clases trabajadoras catalanas? ¿Y las clases populares del resto de Sefarad?

 

Nadie lo sabe. Y precisamente porque nadie lo sabe ni puede saberlo con certeza hasta que el hecho acontezca la pregunta me parece irrelevante. Dentro del Estado español y de su criminal ordenamiento económico-laboral las clases trabajadoras catalanas lo tienen crudo, de modo que parece difícil (pero nada es imposible) que lo tengan peor en el marco de un Estado catalán independiente en el que las pulsiones neoliberales de CiU se verían probablemente contrarrestadas o atemperadas por la acción de fuerzas progresistas cuyo peso específico en el espacio político catalán probablemente aumentaría. Ahora bien, pruebe a hacerse la pregunta al revés: ¿qué ganan las clases trabajadoras catalanas continuando sujetas al ordenamiento monárquico neoliberal español-sefaradita? En mi opinión, lo que hayan de ganar o perder las clases trabajadoras «del resto de Sefarad» tras una eventual independencia catalana no es un asunto que incumba prioritariamente a los catalanes, sino a los propios españoles. En un escenario de independencia catalana los españoles deberán gestionar su nueva situación por sí solos y de la mejor forma que puedan. Probablemente atravesarán un período de chovinismo desaforado que los dejará inermes ante las redobladas acometidas de la casta oligárquico-castrense-eclesiástica que manda en Borbonia desde hace siglos, pero será su tarea y su reto descabalgar del poder a esa entente depredadora, y en esa lucha -siempre pendiente y siempre inacabada en España- seguro que contarán con el apoyo incondicional de los trabajadores vascos y catalanes, como contaron con el apoyo de los internacionalistas del mundo cuando todos ellos combatieron al fascismo en el 36.

 

 

– ¿Por qué no pueden convivir juntas las lenguas, comunidades y culturas de la pell de brau, como quería, señalaba y defendía el gran poeta y dramaturgo catalán Salvador Espriu?

 

En mi opinión, podrían hacerlo perfectamente. Sin embargo, hay una condición sine qua non para que ello sea posible: que la convivencia sea voluntaria.xii Mientras sea obligatoria, será fuente perpetua de conflicto y jamás cuajará en algo parecido a una comunidad fraternal. Si se me permite la boutade, cada vez estoy más convencido de que el antídoto más poderoso y eficaz contra las pulsiones independentistas de Euskadi y Cataluña es la posibilidad de conseguir la independencia sin impedimentos. Dicho de otro modo: aquello que confiere mayor legitimidad y urgencia a las demandas de autodeterminación y eventualmente de independencia de las naciones periféricas es la imposibilidad legal de su cumplimiento. Constatar que la independencia es imposible en el marco jurídico español es la condición inexcusable e infalible para desearla ardientemente. Y de ahí surge precisamente la paradoja: la misma condición que haría posible la unión perdurable de los pueblos ibéricos (la voluntariedad de la unión) constituye la llave para su eventual disolución. Esta paradoja es lo que confunde y mantiene atenazado en un inmovilismo suicida al nacionalismo español: por un lado, la sospecha de que si retira su yugo sobre los pueblos ibéricos es posible que éstos acepten de buen grado mantenerse unidos; por otro, el recelo de que si permite que cada pueblo decida libremente si desea adherirse al proyecto «común», los más levantiscos decidan marcharse. Y frente a la sospecha y al recelo, una única y engañosa certeza: pensar que mientras la unión se mantenga por la fuerza las cosas seguirán siempre como hasta ahora. En ese pensamiento se resume su ineptitud y su debilidad.

 

 

 

NOTAS

i ¿O, ya puestos, «España»?

 

ii Recuérdese a este respecto el rufianesco comentario del prócer español Peces Barba cuando recordó jocosamente que a Barcelona ha sido preciso bombardearla cada cierto número de años.

 

iii «El castellano será idioma oficial de la futura república catalana». Oriol Junqueras, El País, 14 de julio del 2013 (p. 24).

 

iv Bueno, sí, pero intente usted colarse en cualquier país con fronteras internacionales reconocidas y dígame hasta dónde llega, sobre todo si el color de su piel no es blanco brillante y carece de cuentas saneadas que lo respalden.

 

v No lo parece. Un ejemplo estridente del vigor de la noción en disputa lo hallamos en el último rifirrafe gibraltareño, tras cuyo estallido las autoridades españolas no han cesado de agitar con frenesí la bandera de su sacrosanta soberanía, quedando así demostrado que el artefacto existe cuando interesa.

 

vi Esta constatación no es apologética sino descriptiva. Ni remotamente sugiero que sea ni histórica ni moralmente equivalente afirmar que a Gernika la incendiarion «los rojos» o que la arrasaron «los nacionales», ni sostener que la guerra civil española la inició la República o la provocaron los golpistas facciosos, ni proclamar que las cámaras de gas son un cuento chino o admitir su espantosa existencia, etc., etc. Existe metodología científica y procedimientos indagatorios suficientes a disposición de los historiadores como para albergar la esperanza de que es posible desentrañar «la verdad» de no pocos sucesos históricos, pero parece que las construcciones ideológicas no se dejan encerrar en la urdimbre de los hechos históricos, sistemáticamente compiten con ellos y basta con que uno solo de tales hechos dentro de una secuencia explicativa sea susceptible de interpretaciones diversas o contrapuestas, o que sea omitido del relato, para que toda la secuencia ulterior quede contaminada de parcialidad, bandería y subjetivismo, vulgo ideología.

 

vii Los ejemplos de manipulación histórica perpetrados a lo largo de los siglos por la historiografía española para ir forjando el imaginario nacional español y legitimar en cada momento el ordenamiento político de su Estado son tantos que sería descabellado tratar siquiera de reproducir aquí una ínfima porción de ellos. Citaré solo, a modo de ejemplo, el empeño de la historiografía españolista por presentar la conquista castellana del reino soberano de Navarra como un episodio de union aeque principaliter, unión entre iguales, basándose en la supuesta existencia de esa fórmula jurídica «inventada por los investigadores apologéticos del antiguo Régimen», que permitiría argumentar la existencia remota en el tiempo de un «pacto» de igual a igual entre Navarra y el reino de España y justificar así tanto la pérdida de la soberanía originaria navarra como la transmutación del antiguo reino pirenaico independiente en provincia subordinada sujeta al ordenamiento constitucional español. La historiadora Idoia Estornés Zubizarreta ha impugnado limpiamente la superchería: «Pude desmenuzar mucho más tarde el periplo mitográfico de esa fórmula -que no figura en el documento de incorporación [del reino de Navarra a la corona castellana] ni en los posteriores-, destinada a edulcorar la incorporación militar de Navarra a la corona de Castilla (1515). Un «florón» asumido, sin mayor crítica, por el foralismo navarro, que aún hoy hace de él su piedra fundacional. Ahí sigue». (Estornés Zubizarreta, Idoia: Cómo pudo pasarnos esto. Crónica de una chica de los 60. Erein, Donostia, 2013 , p. 294).

 

viii Proverbio uzbeko citado por Estornés Zubizarreta, op. cit., p. 502.

 

ix Aquí se puede ver a dos de ellos en acción:

http://www.youtube.com/watch?v=SluVUMq0Q4g

http://www.youtube.com/watch?v=GCApXTDdoEA

 

x Imágenes de personajes como el ministro Jorge Fernández Díaz, digno representante de la rancia tradición española de hilvanar razones con hilatura de fusiles y correajes.

http://gara.naiz.info/paperezkoa/20130910/421736/es/La-Guardia-Civil-ocupara-Maxurrenea-otros-diez-anos-mas

xi

 En el uso de su libre y falible albedrío democrático algunas de esas ciudadanías han llegado incluso a elegir como líderes de sus respectivos países a criminales de guerra como Bush, Blair o Aznar, o a pazguatos ineptos, embusteros y sobrecogedores como Rajoy. Con eso queda dicho todo.

xii

 La unión voluntaria exige naturalmente como condición indispensable la igualdad entre las partes, es decir, la famosa union aeque principaliter arriba citada. Unión voluntaria entre iguales: esa es probablemente la única garantía de coexistencia armónica y estable para el mosaico sefarádico. Sin embargo, ese escenario implica tal giro copernicano en la psique de la parte hasta ahora hegemónica (el nacionalismo español) que cabe dudar de que algún día se materialice sin conflicto.