Estos dos términos forman un matrimonio viejo y no es casual que las olas feministas coincidan siempre con auges nacionalistas
En la explanada frente a la basílica de Covadonga, en Asturias, hay una estatua de don Pelayo. Un Pelayo alto, guapo y musculoso, barbado galán con six-pack, alzando el brazo rector del caudillaje. En 2019, Vox inició allá su campaña para las elecciones generales. Santiago Abascal dio su discurso justo debajo del monumento. Habed en mí –venía a decir– el nuevo don Pelayo. También yo soy un musculoso galán barbado, caudillo necesario de las huestes de la nueva reconquista, cruzada contra los enemigos contemporáneos de la sagrada España. Covadonga venía de celebrar el año anterior, 2018, un centenario, o por mejor decir tres: los mil trescientos años de la presunta batalla acaecida en 718 y los cien de la coronación de la Santina –la Virgen local– y la declaración del primer parque nacional español, la Montaña de Covadonga. Una declaración, aquella, en la cual la incipiente sensibilidad naturista había pesado tanto como los intereses de una época chovinista, afanada en poner en marcha de nuevo la maquinaria de la construcción nacional. Se protegía, no solo una parcela en el espacio, sino una en el tiempo; no solamente un paisaje hermoso, sino la cuna de la nación. Las montañas de Covadonga –defendía el marqués de Villaviciosa, impulsor del reconocimiento– eran valiosas por haber sido el escenario de la gesta de Pelayo y sus astures tanto como por su hermosura. Una hermosura “viril”. En diciembre de 1916, el marqués habla en el Senado para argumentar su propuesta y comenta: “Resulta tan viril el paisaje que el señor Pérez Galdós, no pudiendo contener su admiración ante los Picos de Europa, exclamó: ‘Esto no es Naturaleza, es Naturalezo’”.
Montañas viriles, músculos viriles, viriles gestas. Viriles han sido siempre los imaginarios nacionalistas. Masculinidad y nación forman un matrimonio viejo y no es casual que las olas feministas coincidan siempre con –desencadenen– auges nacionalistas. 1918 y 2018 tienen en común, entre otras cosas, ser momentos en que una liberación femenina robaba el sueño a los bienpensantes. La fanfarria en torno a Covadonga era hace una centuria reacción desesperada del régimen tambaleante de la Restauración a las crisis numerosas que lo asediaban, y también a aquella. Covadonga sacralizaba una patria unitaria, monárquica y católica frente a la amenaza de los nacionalismos subestatales, el republicanismo, el socialismo y el anticlericalismo. Pero también una patria patriarcal, levantada contra un movimiento feminista ya robusto. 1918 era el año en que se fundaba la Asociación Nacional de Mujeres Españolas (ANME), primera organización feminista española, guinda de una multiplicación de colectivos locales como La Mujer del Porvenir de Barcelona, la Liga para el Progreso de la Mujer de Valencia, la Unión del Feminismo Español de Madrid, etcétera. El último año de la I Guerra Mundial asistió también en España a una olvidada serie de huelgas femeninas, réplica de las que tenían lugar por toda la Europa devastada por el conflicto, con los hombres en el frente. “Hoy en día una mujer subida en un banco puede tener más fuerza que Lerroux”, comentaba La Campana de Gracia de la mayor de ellas, que había movilizado a decenas de miles de obreras barcelonesas del 12 al 25 de enero.
La mujer moderna española emulaba a la flapper anglosajona y la garçonne francesa; se hablaba del sufragio, el divorcio, el aborto, el amor libre, la corresponsabilidad e incluso del tercer sexo, dominio ambiguo entre los dos géneros tradicionales. Pero toda acción encuentra siempre su reacción y aquellas mujeres empoderadas la hallaban en un masculinismo torvo, enfurecido, “empeño de recuperación –escribe Nerea Aresti– de la capacidad debilitada del género para hacer del mundo algo inteligible y ordenado”. En el arte, el tránsito del siglo XIX al XXasiste a la aparición del arquetipo de la mujer fatal o la “vampiresa”, como se la empezó a conocer justamente en esa época; arquetipo que tenía su envés en la mujer frágil que también cautivaba a los artistas: féminas delicadas, sugerentes, cautivadoras, presentadas de manera explícita como contramodelo de la mujer insolente pergeñada por el feminismo. Se miraba a Oriente y se pintaban harenes y serrallos; se pintaban raptos, eufemismo de violaciones; y en el extremo más repugnante, los retratos, apreciados y premiados, de prepúberes desnudas del pedófilo Pedro Sáenz: imágenes de encierro y sumisión como habitación del pánico de una era de damas deslenguadas, indispuestas a soportar a los señoros del fin de siècle.
Más allá de los Pirineos, esta proliferación continental de malestar masculino y fantasías repatriarcalizantes llenará de entusiasmo las trincheras de la Gran Guerra, encontrando en ellas un serrallo de hombría, de Männerbund; un mundo de hombres y para hombres. “¡Oh, el bautismo del fuego! El aire estaba tan cargado de una hombría desbordante que toda inhalación era intoxicante. Podíamos gritar sin saber por qué. ¡Oh corazones de los hombres que podían sentir esto!”, escribe Jünger mientras Oswald Spengler pregona un conservadurismo revolucionario cuyas insurrecciones entronizan una “bestia de caza” cuya voluntad no sea domada por el efecto feminizante de la moral cristiana y burguesa. En España, país de florecimientos típicamente tardíos de las siembras mundiales, ese papel catártico lo cumplirá la guerra del 36. Una guerra declarada, entre otras cosas, contra lo que Unamuno llamaba “tiorras” y “viragos resentidos”: las mujeres “desgreñadas, desdentadas, desaseadas, brujas jubiladas” del Frente Popular, conversor –abomina, en 1938, una publicación falangista– de “la gracia y femineidad de la mujer hispana […] en furia y repulsión oriental”, en “monstruosidad”. Ya antes, en 1923, Miguel Primo de Rivera había dado su golpe de Estado anunciándolo como un movimiento “de hombres”. “El que no sienta la masculinidad completamente caracterizada –advertía–, que espere en un rincón, sin perturbar, los días buenos que para la Patria preparamos”. Pero en 1929, la tarea no se había cumplido: “Los que conocimos épocas más varoniles y galantes… hemos de sentir el enojoso sonrojo de tanta [a]vilantez y degeneración actual”, lamentaba el periódico La Nación. Y el golpe del 36 perseguirá cumplir el mandato de 1934 del protomártir Calvo Sotelo de “inculcar en las generaciones, en las generaciones jóvenes, un sentimiento de masculinidad, de virilidad y de intransigencia por la unidad española”.
La historia no se repite, pero rima, y las tiorras de ayer son las charos de hoy para otra patulea de hombres aterrados por otro ciclo de avances feministas; miedo del que la eclosión de Vox no es la única, pero sí la principal consecuencia. El antifeminismo del siglo XXI vuelve a entremezclarse de forma natural con el nacionalismo. Los machos destronados vuelven a buscar el refugio de Covadonga y un arte reactivo que, en este tiempo, adquiere también forma audiovisual o digital y convoca a sus ensoñaciones a vikingos o espartanos. La nación resurrecta erige a su alrededor toda una batería de escapismos varoniles. Si se reivindica a mujeres, es con intención antifeminista: la del Javier Santamaría que escribe Siempre estuvieron ellas, un libro sobre heroínas de la historia de España, pero lo hace para propagar la especie de que el feminismo es innecesario en un país en que “la Mujer ha sido siempre la ostentadora del poder, y quien ha marcado hasta la devoción de un pueblo que ha hecho gala de un matriarcado como en escasos sitios del planeta”. Por lo demás, solo hay hombres en el Baler de los Últimos de Filipinas, en las carabelas de Colón, en las refriegas de Flandes, y Blas de Lezo –se cita con devoción– mea siempre apuntando hacia Inglaterra.
Pedro Sáenz sería hoy usuario de ForoCoches; Miguel de Unamuno, columnista edgy de El Español o El Confidencial, y Calvo Sotelo, diputado de Vox.
Pablo Batalla Cueto es historiador, corrector de estilo, periodista cultural y ensayista. Autor de La virtud en la montaña (2019) y Los nuevos odres del nacionalismo español (2021).