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Matadero madrileño: pobreza en la inmediata posguerra española

Fuentes: Nueva Tribuna [Foto: Recogida de niños al final de la guerra (Matadero de Madrid)]

Esta es la historia de aquellos malos tiempos en el Madrid negro del último año de la década de 1930 y los primeros de la siguiente. Es también la historia de unas niñas y de su triste testimonio sobre una época que ojalá nadie tenga que volver a vivir nunca, una época que ojalá nadie hubiera tenido que sufrir jamás.

Vagos (y maleantes)

La Ley de Vagos y Maleantes fue aprobada el 8 de agosto de 1933 por las Cortes de la Segunda República. No perseguía delitos, sino que pretendía prevenirlos actuando contra comportamientos sociales que podrían ser considerados inapropiados y, precisamente, asociales. No es de extrañar que semejante norma legal —que era aplicada por juzgados creados para ello y lo que hacía en realidad era perseguir a los más desfavorecidos que exhibían su condición de pobreza y su probable salto a la delincuencia—fuera una de las pocas leyes republicanas no derogadas durante el franquismo. La dictadura del general Francisco Franco, implantada tras la Guerra Civil que acabó con la experiencia democrática republicana, la modificó el 15 de julio de 1954 para incluir la represión de la homosexualidad, y acabó derogándola, pero para sustituirla en 1970 por la Ley sobre Peligrosidad y Rehabilitación Social. 

Una de las medidas previstas por aquella ley de origen republicano, pero de plena vigencia y dura aplicación franquista, era el internamiento en “establecimientos de custodia, de trabajo o en colonias agrícolas”. Los niños caerían bajo la jurisdicción de los tribunales tutelares de menores para guardarlos, educarlos y enmendarlos. 

La ley se publicó sin nombre alguno en la Gaceta de Madrid, donde apareció el 5 de agosto de aquel año 33, y en la actualidad el archivo digital del Boletín Oficial del Estado (BOE)la recoge bajo el marbete de Ley relativa a vagos y maleantes. Su título primero decía: ‘Estados peligrosos y medidas de seguridad’.

Durante la posguerra, tras la victoria franquista, la miseria pasó a ser una parte importante del paisaje moral y visible de aquella España desolada y desoladora. En las ciudades, fundamentalmente en las ciudades, pero no únicamente en ellas, comenzaron a proliferar los vagabundos y sobre todo los seres hambrientos, en estados de salud lamentables, habitualmente huérfanos, pasto fácil de aquella Ley de Vagos y Maleantes ahora tan sumamente útil para un régimen con una sensibilidad social mermada. Fueronlos años del hambre español. Hambre, cuya existencia no reconocería jamás el régimen de Franco.

Auxilio Social para después de una guerra

La organización para el socorro humanitario, de creación falangista, llamada Auxilio Social (nacida en octubre de 1936 como Auxilio de Invierno y renombrada en abril del año siguiente ya como Auxilio Social) fue lo que el historiador Claudio Hernández Burgos califica con acierto como el “instrumento estatal de beneficencia”, en realidad una herramienta de control de los vencidos. Aquellos servicios sociales falangistas hubieron de enfrentarse a una situación pavorosa que preocupaba al régimen sobre todo por el daño que le hacía a su imagen internacional, de por sí tan vinculada a las bestias negras que eran ya el fascismo y el nazismo. 

Todo aquello era especialmente grave en la ciudad de Madrid, la capital del país devastado, tan devastada ella misma. De hecho, en el año 1941 Auxilio Social se volcó en recoger allí gentes sin techo con la idea de luego mandarlos a sus localidades de origen si no eran madrileños. Esa fue la razón por la que se siguieron usando las instalaciones del Matadero para detectar a cuantos mendigos podían ser expedidos hacia sus lugares, tras equiparles de una manera muy somera. No así los niños, que pasaron a vivir mayoritariamente en los orfanatos de Auxilio Social, tan bien retratados por ejemplo en la espléndida serie de cómics de Carlos Giménez titulada Paracuellos, iniciada el año de la muerte del dictador, 1975.

La tesis doctoral de la historiadora María del Mar Alberruche Rico, leída en septiembre de 2021 y accesible en internet, se titula Fotografía pauperista: la construcción visual de la pobreza durante el primer franquismo (1938-1951) y en ella se pude acceder a valiosísima información de lo que fue aquel uso benéfico-propagandístico del Matadero madrileño en la inmediata posguerra.

En lo referente a la actividad de Auxilio Social en las instalaciones del Matadero de Madrid (cerca de la plaza de Legazpi, en el paseo de La Chopera, hoy en día, Centro Cultural Matadero) y en otras similares es muy interesante el capítulo 2, dedicado al archivo de Ángeles Villarta Tuñón, reunido cuando ella trabajaba, desde la Delegación Nacional de aquella institución falangista, en el Servicio de Prensa y Propaganda de Auxilio Social (llegó a ser su jefa de Prensa), entre 1938 y 1943, y donado por ella en 1999 al Archivo General de la Administración.

La propia Villarta Tuñón relataba así aquella experiencia en Madrid de Auxilio Social en la que ella participó desde la primera fila (tal y como he podido leer en llastres.com):

“Antes de la liberación de Madrid a cada provincia de la zona nacional se le había encargado un distrito de la capital, de modo que cuando entró en Madrid el Auxilio Social ya tenía preparados los víveres y realizaba lo que fuera necesario. Entré en Madrid con las primeras tropas y con los primeros transportes, y el Auxilio Social se dedicó a recoger a los niños. Se hicieron los hogares de clasificación, porque cada niño tenía sus problemas. Se procuró que los niños no se separaran de la familia, de modo que si el padre estaba detenido pudiera verle, y la madre atendiera al niño, aunque tuviera que hacer después otros trabajos. Yo estaba encargada de llevar a las visitas por los hogares y los chicos venían después a verme a mi oficina. Conservo aquí, en mi casa, pinturas de algunos de ellos. Salieron chicos preparados y las chicas lo mismo. Algunos hicieron carrera en la Universidad y se les daba un dinero para que no se sintieran discriminados ante sus compañeros. Eso fue el Auxilio Social”.

Hay que hacer constancia de que no parece que esa fuera la experiencia, tan de ensueño, de quienes la han contado desde el otro lado, el de los niños y niñas recogidos (tan es así que, al final del artículo, expongo con ese motivo las breves memorias del paso de la madrileña Mercedes Cordovés por un hogar de clasificación), de hecho, “los propósitos del archivo son específicos y nos remiten a la cultura del franquismo, basada en confinar, disciplinar y reformar al adversario, aquí encarnado en los cuerpos de los niños”: 

“El archivo de Villarta cuenta con un nutrido grupo de fotografías de pobreza. Su existencia, en gran parte, tiene que ver con la labor de Carmen de Icaza como directora de la Oficina Central de Propaganda de Auxilio Social pues, desde el mismo momento en que asumió el cargo –octubre de 1937–, creó el Servicio de Fotografía de la institución al percibir el poder de la imagen fotográfica. Su extraordinario interés por documentar el reparto asistencial de comida y el “rescate” de niños pobres recogidos por Auxilio Social, se reveló como una fuente de valiosa propaganda y captación de adhesiones”.

En su tesis, Alberruche Rico contextualiza magníficamente todo aquello: 

“La recogida de mendigos y pobres, niños y adultos, fue una práctica corriente en la España de la posguerra y más aún en sus primeros años, debido a las enormes bolsas de pobreza y mendicidad que generó el conflicto armado. Los niños, solos o en grupo, abandonando sus pueblos de origen o siendo vecinos del municipio, vagaban en masa por las calles de las grandes urbes. La cantidad era tal que el asunto se convirtió en un grave problema de cara a la opinión pública, pues generaba un aumento de la delincuencia”. 

Como sabemos, inmediatamente antes de la guerra, ya existía una política de recogida de mendigos. Los ayuntamientos “contaban con el Servicio de Represión de la Mendicidad, un sistema creado en los años treinta dentro de un paquete de medidas de higiene social”. Pero finalizada aquélla, “el número de indigentes aumentó de manera exponencial” y a los problemas básicamente sanitarios se añadía el desprestigio causado por “la estampa cotidiana de cientos de mendigos recorriendo la ciudad”, algo que “socavaba la imagen de Auxilio Social”. Para hacer desaparecer de la vista de los demás ciudadanos y eliminar aquella imagen internacional deplorable, surgieron, a finales del año 1940, en el caso de los niños mendigos, los Hogares de Clasificación.

“En Madrid, la recogida masiva de niños mendigos comenzó a funcionar el 30 de octubre de 1940, coincidiendo con el 4º aniversario de Auxilio Social y con la inauguración de un hogar de clasificación, tal y como se informa en un artículo de ABC donde no se especifica dónde está situado este hogar. S/F [‘El Señor Serrano Suñer inaugura en Madrid once nuevos centros de Auxilio Social’, ABC, 31-10-1940, p. 5].

El 4º aniversario de Auxilio Social fue acompañado de innumerables inauguraciones de Hogares educativos, de recuperación o casas cuna y fue publicitado a bombo y platillo durante el mes previo. En una de estas noticias encontramos que el primer centro de clasificación se inauguró en la calle Cristóbal Bordiú, en el madrileño barrio de Chamberí en Madrid. S/F [‘Inauguraciones del 30 de octubre’, ABC, 2310-1940, p. 4.]”.

El Servicio de Represión de la Mendicidad de origen republicano siguió recogiendo a los mendigos. En las grandes ciudades, Madrid, por ejemplo, éstos eran trasladados a los llamados Parques de Mendigos, donde Auxilio Social se hacían cargo de los niños que fueran encontrados ejerciendo la mendicidad o acompañando a personas que la ejercieran para llevarlos a los Hogares de Clasificación, “mientras que, por orden municipal, los mayores eran expulsados a sus ciudades y pueblos de origen” (en atención de la vigente Ley de Vagos y Maleantes).

En los Hogares de Clasificación, continúa explicándonos Alberruche Rico, “los pequeños pasaban 48 horas mientras eran examinados médicamente, desinfectados, alimentados y vestidos”. De ahí, tras ser separados por sexo y edad, “se distribuían por los llamados Hogares de Escala, para finalmente recaer en el Hogar que se considerase más apropiado”. Esos Hogares de Escala “se nutrían con un turno determinado de entrada, donde a los niños en situación de desamparo familiar (huérfanos, también aquellos que se encontraran en situación de peligro de corrupción familiar, y, finalmente, aquellos con padres en estado de miseria económica) se les otorgaba un 25% de las plazas”.

A aquellos niños recogidos en la calle se les intentaba devolver a sus familias y, una vez se daba con ellas, en el caso de ser encontradas, se procedía a esa entrega, siempre y cuando no hubiera “razones fundadas” para considerarlo algo perjudicial para la formación moral del niño, según el Decreto de 23 de noviembre de 1940 (‘sobre protección del Estado a los huérfanos de la Revolución Nacional y de la Guerra’’). Atención, porque en aquellos tiempos de posguerra, de Victoria de la España insolidaria, dictatorial, era el Estado el que “dictaminaba la idoneidad, o no, de los padres y madres en la crianza de sus propios hijos; si éstos no se ajustaban a la moralidad de la dictadura, Auxilio Social asumiría la tutela legal de los pequeños rompiendo, a veces de manera definitiva, los lazos familiares”. Aquel decreto fue el que proporcionó cobertura oficial al robo de niños permitido y legalizado por el franquismo. 

Semejante requisito moral (tan inmoral) “también entraba en juego cuando los padres solicitaban la devolución de sus hijos, ingresados voluntariamente o no en la institución, o cuando cualquier otro familiar lo hacía por ser el niño o la niña huérfanos”. Entonces, la Oficina de Información Social desplegaba a las visitadoras sociales, las cuáles conocían a las familias solicitantes, procedían a remediar las anomalías de su estado y de su conciencia, ordenaban el bautizo o la comunión de los niños y bendecían canónicamente el matrimonio civil o el concubinato de los adultos, algo frecuente “entre familias republicanas de izquierdas, las perdedoras de la guerra”. Aquellas madres, aquellos padres, no sólo tenían que demostrar poseer medios económicos suficientes para mantener a sus hijos, sino que “su conducta personal, en lo moral y religioso, era impecable” (para esto último, “las visitadoras requerían el certificado pertinente al párroco del lugar”). Tras inspeccionar el hogar, las visitadoras indagaban entre los vecinos (y los porteros) sobre la conducta y moralidad de los investigados. 

“Nos encontramos ante un sistema de control exhaustivo que cercenaba la libertad de los miembros familiares investigados, y nos da una idea del tiempo de silencio en que tuvieron que vivir las personas que entendían la vida de una manera distinta a los cánones franquistas”.

Pero no bastaba con el visto bueno de la Oficina de Información Social, “había que salvar nuevos obstáculos”: para que pudiera tener lugar la salida de un niño acogido, era necesario que otra instancia de Auxilio Social, la Obra de Protección a la Madre y al Niño, se lo ordenara expresamente a quien dirigiera “el Hogar en que se verificase la salida del acogido”, siempre con el visto bueno añadido además del delegado nacional de aquella institución falangista de beneficencia social.

“Un procedimiento burocrático, como vemos, extremadamente complicado que si bien fue muy angustioso para madres y padres, más lo fue para los niños que fueron separados de sus seres queridos y adoctrinados con valores opuestos a los recibidos en su propio seno familiar. Además, estos niños, en ocasiones, podían sufrir durante su estancia en los centros de Auxilio Social castigos y abusos sobre sus cuerpos”.

Matadero en los años del hambre

Uno de esos hogares fue el Hogar de Clasificación instalado en varias naves del Matadero madrileño (donde estuvo Mercedes Cordovés, como veremos al final), que fue inaugurado el 28 de julio de 1941. En los edificios del Matadero ya existía, desde poco después de la aprobación de la Ley de Vagos y Maleantes, años antes de la Guerra Civil, lo que daba en llamarse en aquellos tiempos republicanos, un parque de mendigos, donde también se recogía a mujeres y niños pobres. 

En lo quedaba de aquel 1941, ingresaban en ese hogar de clasificación sesenta y seis niños diarios, en tanto que en toda la ciudad de Madrid había siete mil seiscientos veinticinco en esas circunstancias, según se pudo leer en el diario ABC el 16 de diciembre del mismo año (en el artículo escrito por Enrique-Antonio del Corral titulado ‘La sonrisa de Auxilio Social para los niños’).

Auxilio Social exhibía, desde el poder de comunicación que le daba ser una parte importante de la dictadura de Franco, lo bondadoso de su existencia, de sus abnegadas labores, una de ellas recoger a los niños abandonados y explotados por sus madres o por alquiladoras que les obligan a mendigar. Pero sabemos que esas labores de recogida “en muchas ocasiones se realizaba en contra de la voluntad de la madre y del menor”, como afirma en su tesis Alberruche Rico, quien considera que “la capacidad de crítica hacia la institución falangista por parte de algunos niños asistidos queda expresada” por la mismísima Carmen de Icaza en su última novela, la novena, precedida por el éxito arrollador de las anteriores, más novelas rosas que esta, muy novela social tan de la época, La casa de enfrente, publicada en 1960, dos años después de su salida de Auxilio Social (de la que fue durante 18 años secretaria nacional). En la novela, De Icaza crea un personaje que fue una niña acogida por Auxilio Social (Amparo Social en el libro), que aprende pronto que para su supervivencia ha de mentir sobre su pasado, aclimatarse a las formas de ser permitidas por el nuevo Estado. En La casa de enfrente, la voz narradora llama “la caza de niños” a la recogida de críos y crías: las encargadas cogían a los niños, leemos en la novela, “con fuerza del brazo y, a pesar de sus gritos y protestas eran llevados en volandas hasta una furgoneta abarrotada de niños. Todos lloraban a gritos”. No olvidemos que todo aquello no era sino una “separación forzosa y violenta del ámbito familiar y referencial”, tal y como Alberruche Rico nos explica.

Abundando en este asunto, en La casa de enfrente podemos leer:

“La guerra terminó. Y los cañonazos. Y los miedos. Los vecinos de la colonia de San Martín, aunque contentos por un lado, no las tenían todas consigo. Durante varios días los habitantes de San Martín desaparecieron en sus madrigueras, cual conejos que han sentido la jauría, y consiguieron pasar inadvertidos para los nuevos, para los cazadores de niños y de mendigos […] Los nacionales se habían lanzado a la caza de niños mendigos. Salían por ahí con furgonetas llenas de enfermeras y los pescaban en las bocas del Metro, a la salida de los cafés o de los teatros, cuando más tranquilos se hallaban los infelices”.

Sobre las duras condiciones del parque de mendigos preexistente, a las que no fue ajena el hogar de clasificación, da prueba un informe del Patronato de Protección de la Mujer (recogido en el libro de Assumpta Roura, publicado en 1998, Mujeres para después de una guerra: una moral hipócrita del franquismo) que constataba que, entre abril de 1941 y mayo de 1942, “murieron en el Parque 832 detenidos, muchos de ellos de frío”

Aunque suena muy bien eso de Patronato de Protección de la Mujer, en realidad, tras ese nombre se escondía, sigo con el análisis de Alberruche Rico, “una de las organizaciones más perversas del franquismo que actuó sobre el cuerpo de las mujeres en función de su honra y moralidad”, castigándolas, encarcelándolas o recluyéndolas en centros psiquiátricos “si no cumplían con la ley moral del franquismo”. Algo muy bien estudiado asimismo por Roura en otro de sus libros, este de 2005: Un inmenso prostíbulo. Mujer y moralidad durante el franquismo.

Resumiendo la relación entre el Matadero y la pobreza madrileña anterior y posterior a la Guerra Civil: durante algún tiempo coincidieron en las instalaciones de Matadero un gran parque de mendigos (en algunas fuentes leo que recibía el nombre de Parque Sanitario Gran Albergue, en otras el de Parque de Mendigos, para otras Gran Albergue) abierto durante la Segunda República, dotado de 1.500 plazas, que fue cerrado algo después de finalizar la Guerra Civil, hacia 1943, debido a un brote de tifus; y el ya referido Hogar de Clasificación abierto en 1941 y clausurado probablemente en 1948 también a raíz de la mala calidad de sus servicios de cuidado y sanidad. El uno para adultos y niños y el otro solamente para estos últimos.

La pobreza y los años del hambre. 

Memoria de cicatrices

Esto deja cicatrices”. Así acaba el testimonio de Mercedes Cordovés, que vivió algunas de las tristes vicisitudes por las que acabamos de transitar historiográficamente. Nacida el 15 de diciembre de 1927 en Madrid, Mercedes Cordovés no había aún cumplido los doce años cuando el 29 de julio de 1939, tres meses después de finalizada la Guerra Civil, fallecía su padre, dejando a la familia en un total desamparo agravado por la terrible situación de aquel Madrid desolado. Dos años después, en el año 1941, una vecina falangista de su cuñada Antonia (casada con el hermano mayor de Mercedes, Manolo, encarcelado por los vencedores en tanto que teniente que fuera de las tropas republicanas) la recomendó a ésta que Mercedes y su hermana pequeña Amelia, un año y medio menor, fueran ingresadas en el Hogar de Auxilio Social que se había abierto, con el nombre de Hogar Isabel Clara Eugenia, al finalizar la guerra en una antigua posesión de los duques de Frías, la cual desde 1884 cumplía como convento noviciado de ursulinas, en el pueblo madrileño de Hortaleza (hoy distrito del municipio de Madrid). El Isabel Clara Eugenia era un hogar profesional femenino de Auxilio Social cuya función fue formar a las niñas residentes, de 12 años en adelante, para profesiones de orden artesanal o para el trabajo doméstico. La madre de Amelia y Mercedes aceptó la sugerencia trasladada por su nuera, pero para llevar a cabo ese ingreso antes deberían de estar las dos hermanas unos días en el Hogar de Clasificación de Matadero. Unos días que aunque en principio creyeron que serían solo un par acabaron siendo quince. Las palabras de Mercedes son conmovedoras, concluyentes, escritas tantísimos años después, ocho décadas más tarde:

“Ni mamá ni nadie sabía lo que encontramos allí: todos los pobres de Madrid, porque con Franco no había quien pidiera en la calle limosna y a los que cogían los metían en una furgoneta que la llamaban la Caja de Cerrillas, y ahí fuimos a parar nosotras. Nos dieron una manta y una barra de pan, y para comer un plato de soldados con sopas de ajo. Sentados en el suelo en dos filas muy largas y anchas, nos iban echando con un cazo la sopa y nos daban la barra de pan. Eso era para todo el día”.

La falta de higiene (solamente había tres retretes, sin puertas, para todos los niños) se manifestaba en el hecho de que tuvieran “piojos blancos”: incluso, “un día vimos parir a una mujer y nos quedamos alucinadas”.

Cuenta Mercedes que, al ingresar en las instalaciones de Matadero, no fueron a parar directamente al Hogar de Clasificación que estaba allí mismo:

            “Nos pasaron a Clasificación, nos cortaron el pelo y nos ducharon”.

Quien les duchó fue un señor que se llamaba Ramón, “buenísimo, nos dio un trozo de jabón y nos dijo que nos lo pasáramos bien por todo el cuerpo, y se nos saltaron las lágrimas de ver que estábamos desnudas delante de un hombre, y dijo que no estéis tristes, que vais a pasar al hogar y todo es muy distinto”. 

Es decir, que los niños y niñas llegaban al Matadero, pero antes de pasar al Hogar de Clasificación estaban en lo que era el parque de mendigos que ya existía antes de la guerra, o en una suerte de antesala.

Ya en el Hogar de Clasificación contiguo, “nos dieron unos uniformes y ropa interior y nos llevaron al pueblo de Hortaleza, al Hogar”.

En el Hogar Isabel Clara Eugenia, “nos dieron un número, Amelia era el 545 y yo el 520. La habitación era muy grande, con muchas camas y todo limpio”. 

Las dos hermanas, al igual que el resto de niñas, eran aleccionadas como futuras mujeres falangistas, aptas para encuadrarse en la sociedad paternalista que imponía el franquismo. 

“La comida era muy escasa, y siempre con hambre y cantando el Cara el Sol”.

Allí “las visitas estaban prohibidas y a mamá la veíamos por una tapia del hogar”. 

Finalmente, Mercedes y Amelia cayeron gravemente enfermas “y llamaron a una ambulancia al Hospital del Rey (hoy Hospital Carlos III) y llamaron a mamá”. Tenían el tifus exantemático: “el peor, yo estaba peor que Amalia”.

Cuando salieron del nosocomio, después de su convalecencia en él durante varias semanas, ambas hermanas fueron trasladadas a casa, con su madre.

Todo aquello dejó cicatrices. Sin duda.

            “Y luego la posguerra, pero eso ya es otra historia”.

Despido el testimonio de Mercedes con este doble haz de luz de esperanza y de memoria irrenunciable:

“Sigo viva y tengo una hija y un yerno y un nieto maravillosos, y soy muy feliz.

Postdata: Quisiera quitarme esa imagen de la mente, esos patios tan grandes llenos de niños, mujeres y hombres mendigos que estaban con nosotras. Con tanta hambre, aquello era un exterminio”.

Fuente: https://www.nuevatribuna.es/articulo/cultura—ocio/memoria-madrid-matadero-madrileno-pobreza-inmediata-posguerra-espanola-historia/20231009121351217981.html