Sucedió el día 28 . A una pregunta del diputado pontevedrés Guillermo Meijón, en el turno de control al Gobierno (Ver: http://www.escoladeferrado.es/?p=3441), Wert echó mano del copago en servicios como la educación o la sanidad: se lograría así mayor eficiencia y justicia, dado que hay en la percepción de estas prestaciones públicas «un cierto beneficio […]
Sucedió el día 28 . A una pregunta del diputado pontevedrés Guillermo Meijón, en el turno de control al Gobierno (Ver: http://www.escoladeferrado.es/?p=3441), Wert echó mano del copago en servicios como la educación o la sanidad: se lograría así mayor eficiencia y justicia, dado que hay en la percepción de estas prestaciones públicas «un cierto beneficio privado». La fórmula de pagar una parte del coste de las mismas -argumentó- es un «camino en el que el sistema fiscal español tiene todavía mucho recorrido» por hacer. Se trataría, por tanto, de dar otra vuelta de tuerca al aumento contributivo de las familias para adelgazar un poco más el papel del Estado, justo ahora que sabemos que los salarios han bajado en el último año en torno a un 7%, y cuando el ministerio ya tiene experiencia en reducir becas y aumentar tasas universitarias. Este copago, además, no es nuevo en otros tramos del sistema educativo. Ya lo han exigido a las familias en educación infantil y FP, al mismo ritmo que les disminuían a ellas y profesores su participación en la gestión de los centros. Sólo quedarían, pues, los Bachilleratos para completar el copago en todos los tramos educativos. Debiera añadirse, incluso, que las familias con hijos en la Pública son quienes más contribuyen a la peculiar gratuidad que tengan los colegios concertados y, también, a los desconcertantes descuentos fiscales que en algunas comunidades tienen quienes envían sus hijos a colegios estrictamente privados.
Coinciden las reflexiones de Wert, por otra parte, con las declaraciones recientes de Gomendio en Brasil -ya comentadas hace unos días- a propósito de los sueldos de los profesores. Sólo queda ya que un buen día hablen de lo bien que están yendo los niños españoles con tanta reducción y recorte como el que han hecho o planean. Será muy de agradecer ese invento de una mejor calidad del sistema educativo con becas disminuidas y aumento de tasas universitarias; con menos profesores, peor pagados y más estresados; más niños por aula y mayor diversidad aglomerada en cada clase sin que se le preste la debida atención. Tampoco propicia la indiferencia el afán por cumplir escrupulosamente con el FMI, nuestro vigilante supremo, cuya normativa moral hemos de seguir como intervenidos y que la Sra. Lagarde había preconizado un día antes, el 27 de mayo, para disciplinarnos (Ver: http://economia.elpais.com/economia/2014/05/27/actualidad/1401183051_707375.html). Tanta obediencia a esta profetisa, nulo valor concederá a lo que la Comisión permanente del Consejo Escolar del Estado (CEE) recomendaría el día 29 a propósito de los libros de texto y material escolar, en la línea de «garantizar la gratuidad total de la enseñanza básica, de manera que las familias no tengan que aportar cantidad alguna». Y menos hará valer, sin duda, cuanto hayan venido denunciando diversas organizaciones de rango nacional e internacional preocupadas por la creciente desigualdad social del sistema educativo español, la presencia del hambre y otros graves problemas en edades escolares, o que los estudiantes del nivel superior del sistema hayan disminuido de manera sensible.
Para un Ministerio tan bien inspirado , omnisciente y dogmático, es extraño, no obstante, que los continuos comunicados de protesta de sindicatos y otras organizaciones sociales -incrementados estos días en sus webs respectivas- sólo le suenen a música celestial. Y del empíreo mismo debe ser que las recientes elecciones europeas del día 24 tan sólo les hayan dejado señales de un epidérmico «populismo programático». Ni siquiera la sorpresa de PODEMOS -en medio de un gélido abstencionismo de votantes- y la consiguiente cosecha de nerviosos calificativos, les ha alterado el ceñudo autismo gubernativo, tan plácido para unos pocos. Prueba de ello es que aquí estamos, comentando las disquisiciones economicistas del ministro de Educación, a las que probablemente sigan, como tantas otras veces, normativas acordes con ese afán tan suyo de cooperar algo más a la «buena senda» por que transitamos sin enterarnos de lo que está pasando en la calle.
¿Es grave que no le creamos? Recuerda Clara Valverde -(Asaco, 2014)- que Agustín García Calvo solía decir: «Con nuestra fe colaboramos para sostener la realidad. No hace falta creer. Hace falta no creer» a esta gente: ni lo de la crisis ni lo de las medidas que en su nombre han impuesto y quieren aumentar. El modo de proceder de este Gobierno con la educación obedece a compulsiones de su inmutada tradición. Es fácil comprobar que son devotos de su propia historia, tan larga como alicorta, en esta España que siempre han creído suya. José Cadalso, refiriéndose a los valores que imponían gobiernos de monarquía absolutista, decía en 1775 que «no hay quien no sepa que se ha de morir de hambre quien se entregue a las ciencias, exceptuadas las de pane lucrando, que son las únicas que dan de comer» Cartas Marruecas (M.Aguilar, 1944, p. 50). La desprotección de una educación para todos la detectó incluso Ramón Mesonero. En su Manual de Madrid, contó como gran novedad liberal de la Regente, Mª Cristina de Borbón, que en 1833 creó una «Secretaría de Estado y del Despacho del Fomento general del Reino», una especie de ministerio con autoridad sobre «la instrucción pública: las universidades, colegios, sociedades, academias y escuelas de primera enseñanza». Pero la estima real por tales asuntos venía asociada a otras treinta competencias, tan variopintas como «las casas de monta y depósitos de caballos padres» o «los alistamientos, sorteos y levas para el ejército y Marina». Este mismo totum revolutum -expresivo de la exquisita desatención que a la alfabetización de los españoles se prestaba-, se encontraría Claudio Moyano cuando, en 1857, legisló desde ese polivalente Ministerio de Fomento sobre el alcance de la educación. Por entonces, la política se movía entre liberales y conservadores de diversa casta: ni había sufragio universal ni cosa que se le pareciera. Ya en 1900, se creó por fin el Ministerio de Instrucción Pública y, en la primera etapa en él de Romanones (1901-1902), se normalizó un salario para los maestros a cuenta del presupuesto del Estado. Pero no se impidió que la atención al derecho a la educación de los españoles -y a quienes la impartían- siguiera siendo miserable, como denunciarían reiteradamente Costa en sus alegatos y, más claramente, Luis Bello en sus Viajes por las escuelas de España, entre 1926 y 1929, en plena Dictadura de Primo de Rivera: quienes regían el Estado poco aprecio siguieron mostrando por los asuntos educativos básicos y el consiguiente analfabetismo de la población. La IIª República, sin embargo, trató de enmendar -sobre todo, en 1931-1933- el desolador panorama de la educación pública, no sólo constitucionalmente -al plantear en el art. 48 que la de la cultura era «atribución esencial del Estado», a través del «sistema de la escuela unificada»-, sino también con un presupuesto propicio para «facilitar a los españoles económicamente necesitados el acceso a todos los niveles de la enseñanza, a fin de que no se halle condicionado más que por la aptitud y la vocación». Fueron dos años muy intensos, pero poco más.
De la «calidad» de la educación que quisieron estos republicanos, quien mejor habla son los frustrantes decretos que siguieron a la guerra civil. Baste observar que, si antes de julio de 1936 se había llegado en España a 207 institutos -de los cuales a 7 de octubre de 1937 ya se suprimieron 54-, por Orden de 5 de agosto de 1939 serían reducidos a 77. En Madrid -por centrarnos en un territorio concreto-, de 11 institutos, quedaron seis; algunos, además, con nombre acorde con los ideales que propugnaba el «nuevo Estado». Añadamos que -como han documentado Francisco Morente, Luis Otero o Jaume Claret- los aproximadamente dieciséis mil maestros sancionados, entre los 61.000 existentes, o los 306 profesores de universidad residuales de los 600 que había, expresan sobradamente qué profesorado no pudimos tener en los años cuarenta y cincuenta del pasado siglo. Y lo mismo sucede con la pedagogía de aquellos años, doctrinaria y memorística, con un montón de libros de imposible lectura en su momento. Una disposición de 17 de agosto de 1938 exigió su depuración de las bibliotecas: Luzuriaga, Krause, Dewey, Condorcet, Gabriel Miró, Unamuno, Bertrand Russell o Stendhal encabezaron las listas que los bibliotecarios debieron remitir a inquisidores como Pemán, Sáinz Rodríguez, José Pemartín o Ibáñez Martín, entre otros. (Alicia Alted Vigil nos contó detalladamente estas políticas educativas en 1984).
La austera fórmula de calidad de Wert para llevar adelante su LOMCE -y su nada creíble apuesta por una calidad educativa para todos-, precedida de recortes sistemáticos para poder llegar a la suprema virtud austericida del 3,4% del PIB, y seguida ahora de estas alegaciones últimas en pro del COPAGO EDUCATIVO, en vez de propiciar un cambio de futuro nos retrotrae hacia aquella misma onda depuradora de «excesos democráticos» que tanto hacía suspirar -en 1941- a Enrique Herrera por «un ministro de educación tan valiente que sea capaz de cortar de un tajo esta hidra de múltiples cabezas» (Historia de la educación española, Madrid, Veritas, 1941, p. 332). Kant decía -casi por las mismas fechas que José Cadalso- que somos lo que la educación hace de nosotros, un aserto que el ministro actual traduce reforzando una España «excelente» para unos pocos, pero de segunda o tercera división para la inmensa mayoría. Aristóteles, por su parte, ya había explicado, hace 24 siglos, que la educación debe adaptarse a la constitución política de la Polis: «El carácter particular de cada régimen suele preservar su constitución política». De interpretar bien al fundador de la escuela peripatética, parece que Wert se inclina por acrisolar una constitución oligárquica. La autoridad de Aristóteles, en cambio, se decantó por la democrática y, por ello, defendió que si «el fin de toda ciudad es único, es evidente que será una y la misma la educación de todos, y que el cuidado por ella ha de ser común y no privado, a la manera como ahora cuida cada uno por su cuenta de sus propios hijos y les da la instrucción particular que le parece bien» (Política, VIII, 1)… Así se explica tanta palabrería sobre las Humanidades: para mixtificar su valor y, sobre todo, reducir o suprimir su presencia curricular y, por supuesto, en los informes PISA.
Manuel Menor es profesor y analista de educación de MUNDIARIO.