«El agua no se desperdicia, no se tira, no se despilfarra, no se ahoga en trabajos inútiles, codicia de corporaciones, compañías eléctricas y sillones politiqueros de sus consejos de administración», reflexiona la periodista y escritora.
Quizá tuviera cuatro años, cinco tal vez, porque mi hermana aún no había nacido. Eran los primerísimos pasos de los noventa y en mi pueblo, una hondonada blanca de cal en mitad de la campiña cordobesa, no había agua. Recuerdo la bañera a medio llenar sin que nadie fuera a lavarse y, unas horas más tarde, grifos que no funcionaban. Probablemente fue la misma época en que aprendí la palabra «bidón», la memoria de su significado: rechoncho armatoste situado en lo alto del tejado y sólo visible desde la azotea. Era escasa y había que preservarla a toda costa. «Limpia va el agua del río como la estrella de la mañana», entonaba Camarón; pero ni estrella vi, ni aquel tímido afluente del Guadalquivir pasaba de cauce yermo, resquebrajado en surcos como la piel de mis abuelos. ¿Por qué mienten las canciones? –podría haberles preguntado.
Retorno a aquel imaginario no tanto enfrascada en una sentimentalidad que hace mella sino desde los aprendizajes que, hasta ahora, me han acompañado: el agua no se desperdicia; mientras sale caliente para fregar los platos, se recoge en un barreño y sirve para regar las macetas; se riega de noche y, si la planta es de interior, se saca al patio cuando llueve: bendita memoria de la escasez que, como la de las palabras, también construye un lenguaje cuya importancia se olvida, cuya práctica es esencial en los tiempos que corren, aunque a veces se desgaste.
Cambio climático. ¿Quién puede negar la evidencia? Circulan voces sabias que alertan de la emergencia y otras que la aprovechan para colmar sus bolsillos, gordos como el bidón. Se sabe que el 75% de la Península está en riesgo de desertificación y que la subida de las temperaturas será superior a la media en el Mediterráneo; los pantanos se encuentran en mínimos históricos y, aun así, el agua sí se desperdicia, como si saltaran por los aires mis enseñanzas infantiles, inútilmente enfrentadas a las políticas predatorias imperantes, contrarias a la acción necesaria para asegurarnos un porvenir digno.
En lugar de optar por su preservación, la llamada transición ecológica nos invita a asumir que los chips para aparatos que hasta hace poco no los llevaban –un calentador a gas–, que los minerales empleados en la elaboración de pantallas –un iPad tiene la puerta del banco: introduzca su número de teléfono y le mandaremos un mensaje cuando llegue su turno–, o de alarmas, o de coches, son irrenunciables, no así las toneladas de agua que requiere la minería. Zona tras zona de cultivo, se están explotando acuíferos con los que transformar el secano en regadío, esquilmar el suelo y privarlo de sus propiedades, si no directamente destruir parques naturales como Doñana. Al otro lado, en mi otra frontera, el oeste de Estados Unidos, un terreno que representa más de la mitad de la superficie del país y aloja a 116 millones de personas sufre la peor sequía de los últimos 1.200 años, a la que se suma el embiste continuo de una temporada de incendios cuyos límites son ya translúcidos, casi indistinguibles, pues el bosque no para de arder.
Datos. Recolecto muchos y los arrojo a una carpeta, organizados. Pulcramente suelo citarlos con un rigor que guarda una clara función informativa, pero no es suficiente. ¿Por qué tiran el agua, si hay tan poca? –el eco es mi voz de cinco años. En plena crisis hídrica, Nestlé fue acusada de extraer 25 veces más cantidad de la que le correspondía en ríos californianos, hasta que el gobierno dijo basta, poco antes de imponer restricciones de consumo a la población. La inmensa Presa Hoover, que se nutre del río Colorado y abastece a varios estados, muestra los niveles más bajos desde su construcción durante la Gran Depresión, en torno al 34% de su capacidad, lo cual ha forzado a establecer cortes que afectan a los agricultores de Arizona, Nevada y México. Frente a estas medidas, hay quienes han alertado de una posible sobrexplotación de las aguas subterráneas, cuya regulación es más laxa.
Derroche y extractivismo. Empresas que controlan a su antojo nuestros recursos naturales y, en el proceso, violan también derechos fundamentales: el agua es uno, desde 2010 así lo dicta la ONU. Empresas que, normalmente, contemplan las crisis como oportunidades y brindan soluciones mágicas, más dañinas que el problema: cuando Flint se quedó sin agua potable debido a la ineptitud de sus representantes políticos, no tardaron en acudir marcas de rapiña a ofrecerla embotellada, como si el funeral del «manantial de tu fuente clara», que entonaba Camarón, diese lugar a la fiesta del plástico. El agua se compra a precios desorbitados: en Estados Unidos cuesta más el litro de supermercado que la gasolina, pero nadie pone el grito en el cielo por eso; sí por lo caro que es llenar el depósito del SUV, como bien sabe un preocupadísimo Biden.
Han pasado 20 años y en aquel enclave andaluz de mis evocaciones nostálgicas el río fluye raquítico en un hilo, ahora sobre una capa de hormigón. Mis abuelos han muerto y ya no tengo casa adonde ir para observar la bañera. La última vez que estuve en mi pueblo cayó una tormenta tan espectacular que el rugido de los canalones superaba al de los truenos, pero no asustó a nadie, al contrario: las viejas trajinaban pizpiretas vociferando, como antaño: «¡Esto es bueno para el campo!».
Hay palabras –memoria de su significado– que se aferran a los orígenes sin importar quién se arrime a degradarlas: el agua no se desperdicia, no se tira, no se despilfarra, no se ahoga en trabajos inútiles, codicia de corporaciones, compañías eléctricas y sillones politiqueros de sus consejos de administración. No estoy hablando yo, sino el sentido común que me inculcaron de pequeña.