-¿Para qué tocar las heridas? Alguien le responde: -Para qué va a ser, para curarlas. Y la mujer añade: -¿pero quién se atreve? [1] Esta reflexión parte de la experiencia de trabajo en diferentes países que han tenido que enfrentar las consecuencias de la violencia política y de algunas experiencias de acompañamiento a las víctimas […]
-¿Para qué tocar las heridas?
Alguien le responde:
-Para qué va a ser, para curarlas.
Y la mujer añade:
-¿pero quién se atreve? [1]
Esta reflexión parte de la experiencia de trabajo en diferentes países que han tenido que enfrentar las consecuencias de la violencia política y de algunas experiencias de acompañamiento a las víctimas y de apertura de debates sociales llevados a cabo en el País Vasco. También de una convicción, de que nada puede remplazar a los familiares muertos o reparar el dolor de las víctimas. En esencia, quienes trabajamos con sobrevivientes de la violencia política sabemos que nos enfrentamos con un problema intratable. Pero una sociedad fracturada por un conflicto violento debe enfrentar las consecuencias de esa violencia, apoyar a las víctimas y sobrevivientes, y reconstruir las relaciones sociales [2].
En los últimos años la situación en el País Vasco se ha visto condicionada por el fin de la tregua de ETA, y el cambio en el clima social que eso supuso, un impacto de la violencia en el tejido social, el debate sobre la atención a las necesidades de las víctimas y un aumento de la polarización social respecto a las posiciones nacionalistas o constitucionalistas. Estos debates han estado marcados por la lucha entre partidos políticos por consolidar su situación o forzar nuevos escenarios, cuando se daba una extensión de las amenazas y un empeoramiento del clima social y político. Mientras, se produjo un estancamiento y frustración de las expectativas de distensión y cambio suscitadas.
Sin embargo, la situación ha cambiado en los últimos dos años, debido a un conjunto de factores, como el quiebre de la polarización debido a los cambios políticos, el cansancio y la convicción social de la necesidad de buscar salidas, la ausencia de atentados mortales de ETA así como el intento de la izquierda abertzale de tener un mayor protagonismo en la búsqueda de salidas aún en medio de la ilegalización y el cierre de su espacio de participación política.
¿Qué podemos aprender?
Todos los procesos son diferentes, y no se trata de establecer paralelismos entre países y situaciones. Pero en toda situación de violencia que haya producido un número considerable de víctimas y un grave impacto en el tejido social son aspectos básicos la necesidad de enfrentar el sufrimiento y cortar la espiral de violencia; la investigación y el reconocimiento del daño y la atención a sobrevivientes y familiares; abordar la justicia y (re)conciliación; y la creación de nuevos consensos sociales.
El caso vasco tiene numerosas diferencias con otros, como los distintos periodos en los que se ha mantenido la violencia (dictadura, transición, monarquía parlamentaria), la degradación y extensión de la violencia hacia grupos políticos y sociales, y la existencia de un conflicto en relación a la cuestión nacional, entre otras. Sin embargo, muchos países que han buscado sus propias salidas, comenzaron antes a discutir y compartir experiencias. La mayor parte de esas experiencias nacieron en un clima de distensión y finalización de la violencia, pero no han estado exentas de dificultades para lograr nuevos consensos sociales y una prevención basada en el respeto a los derechos humanos.
Memorias incluyentes
Un primer problema para poder abordar estos procesos es la dificultad de reconocerlos y hablar de ellos. Por una parte la dificultad de expresar y compartir el dolor, por otra considerarlo una consecuencia frente a la que no cabe otra alternativa que la adaptación. Esto no sólo es un problema que mira hacia las víctimas y sobrevivientes. También afecta a la memoria colectiva. Los grupos enfrentados construyen memorias más cohesionadas y excluyentes: se reivindica el propio dolor, pero se obvia o se desprecia el ajeno. Y parte de la solución tiene que ver con lo que en Sudáfrica hacía Desmond Tutú, el obispo anglicano y premio Nóbel de la paz presidente de la Comisión de Verdad y Reconciliación: la igualación moral del sufrimiento. Es decir, el respeto al dolor de todos los otros, era acogido y sancionado moralmente, mostrando una empatía compartida hacia todas las víctimas y sus familiares. Eso no significa sin embargo la igualación de los procesos políticos, las causas o los perpetradores, ni decir que todo es entonces igual.
En diferentes países la tarea de investigar se encargó a una comisión de la verdad, instancia con fuerte legitimidad moral y trabajo de investigación en derechos humanos, cuyos resultados constituyen un esfuerzo de construir esa memoria incluyente. En el caso vasco la creación de una comisión de verdad estuvo en la agenda política del PSE antes de 1998 y fue planteada inicialmente por una organización de víctimas del País Vasco, aunque después rechazaron la idea, pero no se ha dado un debate amplio y sereno sobre el tema de la verdad o la consideración global del impacto de la violencia. Probablemente algún tipo de trabajo en ese sentido sea necesario en el futuro.
Reconocimiento y ruptura del aislamiento
Muchas víctimas sienten como un agravio que sus perpetradores no hayan reconocido el daño ni haya un rechazo a la violencia. Este reconocimiento tendrá que darse en algún momento del proceso, pero por lo que sabemos de otros países no puede ser una precondición. Un paso factible sería el reconocimiento por parte de dirigentes de la izquierda abertzale del dolor infligido y un desmarque de la violencia, e igualmente por parte del Estado o los partidos que apoyaron las acciones de guerra sucia o que no han investigado ni prevenido la tortura en distintos momentos.
Este desafío también teje a las relaciones vecinales o locales. Hace un año, tuvimos un encuentro sobre este tema con un grupo de comunidades cristianas. Una persona compartió su experiencia. En su pueblo, él no se solidarizaba con el concejal del PP que vivía encima suyo, aunque estaba totalmente en contra de que estuviera amenazado, porque pensaba que le iba a decir que tenía que estar de acuerdo políticamente con él y le había dicho anteriormente que los nacionalistas eran cómplices. Cuando pasaba delante de la pancarta de Senideak en la plaza de su pueblo tampoco se acercaba a la mujer que tenía una tienda debajo de su casa, con un hijo en la cárcel en régimen de primer grado hace quince años a más de mil kilómetros, porque aunque esta totalmente en contra de eso, no estaba de acuerdo políticamente con la izquierda abertzale. Es un ejemplo de cómo las fronteras tejen lo local y las relaciones sociales, y de cómo se necesita cuidar esos procesos con delicadeza y compromiso.
Lenguaje y experiencia
En el caso del País Vasco, además se ha dado un problema creciente de lenguaje sometido a esa polarización que bloquea muchos debates. La polarización social arrastra una percepción estereotipada entre los grupos rivales que, a su vez, endurece la misma polarización y dificulta la búsqueda de soluciones. Las preguntas tipificantes ¿de quién es?, ¿es de nosotros o de ellos?, sustituyen a las de contenido (¿qué dice?) y la evaluación de las propuestas queda subordinada a la pertenencia grupal.
Por ejemplo, hablar de violencia política es visto por algunos como un intento de legitimar a ETA, por otros como un reconocimiento político a sus atentados. Para unos hay que hablar del terrorismo de ETA, para otros así se esconde lo que ha sido el terrorismo de Estado. Cada vez más la situación de violencia está mediada por representaciones sociales que impiden acercarse a cualquier intento siquiera de plantear el problema.
Ya sea en el ámbito más privado o público, sólo se habla ante personas o grupos de más confianza y que muestran una mayor cohesión. Ese es el último eslabón que impide ejercer la esperanza que plantea John Berger [3]: La promesa es que el lenguaje ha reconocido, ha dado cobijo, a la experiencia que lo necesitaba, que lo pedía a gritos.
Violencia y polarización social
Aunque es evidente que no cabe en los números, si tomamos como referencia finales de los 60, como se ha tomado en cuenta para la Ley de Solidaridad con las Víctimas del Terrorismo, según los datos oficiales se han producido más de 800 muertos por la acción de ETA y otros grupos, y todavía después del fin de la tregua de 1998, ETA ha matado a más de 30 personas; la extensión de las amenazas hacia periodistas o cientos de representantes políticos que condicionan la vida cotidiana y sus libertades; cerca de 150 muertos por la acción policial o parapolicial fuera de enfrentamientos, hasta el final de la década de los 80; la kale borroka supone también graves amenazas o atentados contra cientos de personas; el impacto de los malos tratos y la tortura que Amnistía Internacional calcula en 4600 personas desde los años 60; las condiciones de detención en aislamiento durante años para centenares de presos y sus familias; o la problemática del exilio de la que existen pocos datos.
Todos estos problemas y tragedias no son lo mismo ni tienen el mismo significado, pero son cuestiones que hay que abordar, aunque sea en momentos y espacios diferentes. La polarización corre el riesgo de generar consensos mutuamente excluyentes en los que las nuevas víctimas son la verdad, la ética, la participación política y el respeto a los derechos humanos. Valores todos ellos que necesitamos para abrir cualquier proceso en el futuro.
¿Es posible la (re)conciliación?
Sabemos que las sociedades no se (re)concilian como pueden hacerlo las personas, pero se necesitan gestos públicos y creíbles que ayuden a dignificar a las víctimas, enterrar a los muertos y superar la violencia. Para hacer ese camino se necesita acabar con la violencia y contar con la voluntad política por parte de gobiernos y autoridades. Pero también de la fuerza y coherencia necesarias para superar estereotipos y actitudes excluyentes entre distintos grupos sociales o fuerzas políticas. Sin un cambio de cultura política no sólo disminuyen las posibilidades de unir fuerzas que provoquen cambios sociales, sino que se corre el riesgo de nuevos procesos de confrontación y división que pueden afectar seriamente al tejido social.
La sociedad vasca ha mostrado durante muchos años un grado elevado de cohesión y convivencia, a pesar de las diferencias políticas o sociales. Pero a pesar de ello, el impacto de la polarización ha sido creciente con la estrategia de «socialización del sufrimiento», la extensión de algunos enfrentamientos en la calle o instituciones locales (manifestaciones, mociones en ayuntamientos, etc.), los asesinatos de representantes políticos locales o el impacto de la kale borroka, y el inmovilismo político y la insensibilidad frente a las demandas sociales, por otro lado. Esta afectación del tejido social es un riesgo muy importante, pero también moviliza recursos para romper estereotipos y contribuir a la despolarización social, como han mostrado experiencias recientes.
La reconstrucción de las relaciones en una sociedad enfrentada, y que ha vivido graves fracturas sociales o políticas, no excluye el conflicto. En muchos lugares, tras la finalización de un conflicto violento los conflictos del pasado no han desaparecido. Sencillamente, han tomado una nueva forma. En algunos casos, el conflicto afecta a casi exactamente los mismos temas que en el pasado, como la propiedad de la tierra, la marginación de amplias capas de la población o la cuestión nacional. Lo que cambia es la forma en que «las partes» persiguen sus objetivos incompatibles. En palabras de Ignatieff [4], reconciliarse significa romper la espiral de la venganza intergeneracional, sustituir la viciosa espiral descendente de la violencia por la virtuosa espiral ascendente del respeto mutuo. La reconciliación puede romper el círculo de la venganza a condición de que se respeten los muertos. Negarlos es convertirlos en una pesadilla. Sin apología, sin reconocimiento de los hechos, el pasado nunca vuelve a su puesto y los fantasmas acechan desde las almenas.
El impacto de la violencia no puede seguir considerándose una consecuencia más a la que es necesario acostumbrarse, ni la experiencia de las víctimas puede ser una materia para justificar la polarización, mirar hacia otro lado o utilizar políticamente el sufrimiento.
Medidas de apoyo y distensión
Las medidas de apoyo a las víctimas incluyen compensaciones económicas y educativas, programas de atención psicológica, conmemoraciones y monumentos, etc.[5] algunas de las cuales se han puesto en marcha hace ya unos años. Como parte de la salida, en los próximos tiempos se necesita ampliar su cobertura, ofrecer nuevos servicios y contar con nuevas iniciativas que marquen el camino hacia el futuro. Pero la primera medida de reparación es poder vivir sin miedo.
También se necesitan medidas de humanización del conflicto, especialmente respecto a las condiciones de detención, situación de las cárceles y de los familiares. Hace un año participé con otras personas de Euskadi en un encuentro realizado en el Parlamento de Catalunya y acordado por todos los grupos políticos, sobre las experiencias del trabajo y participación de los presos en el proceso de Irlanda del Norte y en Euskadi. Allí fuimos testigos de cómo un exdirector de Institituciones Penitenciarias dijo públicamente que en las cárceles españolas siempre había unos 600 presos acusados o condenados por ser o colaborar con ETA porque a sus abogados les interesa que haya siempre un número importante de presos para aumentar la presión social, reconociendo que, en algunos casos, hay gente en la cárcel que no debería estar porque dejó su casa a un amigo que resultó ser miembro de ETA y fue acusado de colaboración, y que no deberían estar ahí. Esta lógica es parte de lo que hay que cambiar.
El reconocimiento de los hechos por los autores así como las acciones que ayuden a asumir la verdad como parte de la conciencia moral de la sociedad vasca y española, son parte de la reparación de la dignidad de las víctimas y la mejora de la vida de los sobrevivientes.
Los programas de atención psicosocial abordan «temas» en los que no sirven las respuestas simples. Quienes trabajamos con los sobrevivientes nos quedamos muchas veces en una situación de desnudez. Es una desnudez en una pequeña parte común a la de la víctima. Tyte Mugrefia, un psicoterapeuta ruandés, dice, en su trabajo con las víctimas del genocidio, que no podemos dar una respuesta, pero hay que estar dispuesto a compartir, a hacer una parte del camino con ella. Acompañar, mostrar solidaridad, aprender, es una experiencia que se necesita para cualquier proceso de emancipación.
Hace tiempo que están sucediendo en Euskadi cosas que hemos visto también en otros conflictos. Para Hannah Arendt [6] hay tiempos históricos, raros periodos intermedios, en los que el tiempo está determinado tanto por cosas que ya no son como por cosas que todavía no son. En la historia estos intervalos han demostrado en más de una ocasión que pueden contener el momento de la verdad. Y como dice Ernesto Sábato, en su libro La Resistencia, hay tiempos en que se echa la niebla y no se puede volver atrás, ni se ve el camino hacia delante. Esos, como hoy, son paciencia y de coraje.
[1] Diálogo en la película de Montxo Armendáriz, El Silencio Roto.
[2] Martín Beristain, C. y Páez Rovira, D. Violencia, Apoyo a las Víctimas y Reconstrucción Social: experiencias internacionales y el desafío vasco. Madrid: Fundamentos.
[3] Berger J. (1986). Y nuestros rostros, mi vida, breves como fotos. Madrid: Hermann Blume.
[4] Ignatieff M. (1999). El honor del guerrero. Guerra étnica y conciencia moderna. Madrid: Taurus.
[5] Según la Comisión de DDHH de la ONU, la reparación debe cubrir la globalidad de los perjuicios que sufrió la víctima: medidas relativas al derecho a la restitución (nivel previo), a la indemnización (compensaciones por los daños) y la readaptación (asistencia sanitaria o jurídica), medidas de reparación de carácter general (declaraciones oficiales, monumentos, homenajes, etc.) y garantías de que no se seguirán cometiendo violaciones de derechos humanos. El derecho a la reparación. E/CN.4/sSub.2/1996/18. Comisión de Derechos Humanos. Consejo Económico y Social de la ONU.
[6] Arendt H. (1995): De la historia a la acción. Barcelona: Paidós ICE/UAB.