La vida urbana, el arbolado y la producción de alimentos son algunos de los ejes para pensar el futuro, en un contexto de crisis climática y extractivismo urbano. Preguntas y respuestas para planificar las ciudades, atenuar los eventos climáticos extremos y mejorar la calidad de vida.
Quienes gobiernan las ciudades se niegan a discutir la crisis climática. Me refiero a discutir de verdad, a largo plazo, no al maquillaje para mostrar gestión urbana en Instagram. Mirando diez años hacia adelante, planteo algunas preguntas.
¿Cómo vamos a pensar la infraestructura verde de nuestras ciudades? ¿Cómo vamos a sostener la producción de alimentos frescos en los periurbanos? ¿Pueden las ciudades seguir gastando recursos sin mejorar las redes de drenaje (que tienen cien años o más)? ¿Cuánto tiempo más podemos retrasar la urbanización de barrios populares y la construcción de viviendas dignas? ¿Cómo aguantar las temperaturas extremas bajo techos de chapa, sin sombra ni acceso a los servicios ni al transporte?
Podría seguir con muchas otras cosas y seguro me responderán que «hay urgencias». La crisis climática es una urgencia: la «triple Niña» nos debería haber dejado muchísimas preguntas (además de la falta de dólares) y disparar mucho trabajo. Pero no. Sólo vemos maquillaje.
Plazas secas para la seca
El arbolado de las ciudades está compuesto en un 90 por ciento por especies exóticas de climas templados. Son especies norteamericanas o europeas, aclimatadas a zonas más frías. Por ejemplo: el plátano, que es un híbrido europeo; el tilo, que es un híbrido estadounidense; los acer, que también son un género de Estados Unidos. Hay otras novedades más recientes, como el liquidámbar o el tulipero de Virginia, que también provienen de climas menos calurosos.
Hoy se eligen las mismas especies de arbolado que hace cien años. Incluso especies que se consideran nativas (de Buenos Aires o Rosario) aunque no lo son, como el lapacho, la tipa o el jacarandá. Estas últimas, si bien son de climas más tropicales, pertenecen a una selección que se hizo con otros objetivos y con otro clima. La infraestructura verde se ve más como algo estético que funcional.
Pero con temperaturas ya chaqueñas durante nuestros veranos sería mejor elegir árboles que toleren la sequía, situación que se da cada vez más y con períodos más extensos. Sería mejor probar con vegetación que provenga de la región chaqueña, en lugar de la que es propia de climas templados o de selvas. Hay que tratar de usar la «caja de herramientas» del arbolado nativo, que tiene muchas especies adaptadas a altas temperaturas y a la falta de disponibilidad de agua. Y ver de esas especies cuáles son las que pueden comportarse correctamente en una vereda.
Para el cambio del arbolado hay que trabajar mucho en ensayos y pruebas, porque lo que uno considera potable en los libros o en el monte, no necesariamente tiene que funcionar en una calle. Lo positivo: la infraestructura verde no requiere de un gran presupuesto para poder implementarse.
Hay que recordar que poner más arbolado en los parques reduce el gasto de mantenimiento del parquizado. Hacer jardines en los parques con vegetación nativa implica una reducción del gasto en bordeadoras o en agua para riego. Un vivero con diez o quince personas, reorganizando los recursos humanos de las áreas de parques y paseos, alcanza para la cantidad de árboles a plantar en una ciudad por año.
Por otro lado, ¿podremos seguir teniendo calles céntricas sin verde y con alto tráfico de autos? ¿Podremos seguir teniendo “plazas secas” en sectores densamente urbanizados?
El concepto de plaza seca en sí es preocupante. Es una alternativa propia de las ciudades europeas, donde hay otras temperaturas. Pero, ¿quién puede aguantar la temperatura del cemento y del hormigón cuando se calienta?
Los planes de acción climática muchas veces quedan en documentos lindos, pero ninguna ciudad argentina está trabajando en el recambio de su arbolado. Siguen plantando lo que tienen en los viveros privados (a los que les compran árboles).
Las ciudades se extienden y asfixian al periurbano hortícola
Otro aspecto a discutir es la producción de los alimentos que se consumen en las ciudades. En los últimos años se ha vuelto muy difícil por las condiciones ambientales. En febrero de 2023 tuvimos —en un mismo mes— sequía, ola de calor y heladas tempraneras. Y se suma la cuestión generacional: hoy los pibes rara vez quieren ser huerteros o quieren ser trabajadores rurales en un pequeño campo. En el caso de Rosario, hay familias históricas que hacen huertas y conozco a productores cuyos hijos ya no siguen en el rubro.
Si es difícil producir vegetales hoy en cualquier contexto (en un vivero, en una huerta o en el campo), ¿cómo será dentro de diez años, cuando la temperatura del planeta sea otra, cuando la furia de los eventos climáticos sea otra? ¿Cómo produciremos alimentos de acá a diez años en los periurbanos, cuando siga avanzando la presión inmobiliaria sobre la tierra?
Los terrenos en los que se cultivan las frutas y verduras se ubican en los alrededores de las ciudades, donde existen presiones de las urbanizaciones y de las industrias. Todo esto hace más difícil acceder a la tierra para producir alimentos. Y ese es un problema, porque cada vez se aleja más la producción a zonas donde está más expuesta a la competencia con el suelo agrícola. Al alejarse, además, se le agrega un costo mayor de flete a los alimentos frescos que consumimos todos los días.
Por si fuera poco, la horticultura termina siendo expulsada a tierras marginales y conviviendo con basurales clandestinos. No es menor: las verduras terminan contaminadas con toxinas de la basura quemada.
Ante la crisis climática: ¿Cómo vamos a sostener las huertas que hoy se hacen de manera muy artesanal, extensiva, con invernaderos de baja tecnología? ¿Cómo vamos a conservar los suelos que producen gran parte de lo que consumimos diariamente frente al avance de las urbanizaciones y la disputa por el suelo industrial? ¿Cómo los cuidaremos frente a la sobrecarga de las cuencas hídricas que atraviesan nuestros conurbanos?
La mayoría de la verdura de hoja se hace a campo, expuesta al sol, a la lluvia, a la piedra, a la sequía, a la inundación. Los alimentos se cultivan de una forma en la que está todo muy atado con alambre y que es sensible a las presiones sociales y climáticas. Se vuelve necesario, entonces, cuidar y apoyar a ese sector para que se adapte, para que haga cortinas forestales, para que los invernaderos sean de mayor calidad y tecnología, para que empiecen a usar insumos biológicos, a compostar a gran escala, para que pueda cosechar agua de lluvia y no dependa de agua de napa (que es agua dura o está contaminada). Y, sobre todo, hacerlos partícipes de esta discusión: convocarlos para protegerlos de las presiones que hace la ciudad sobre ese suelo.
Bajo el pavimento, el agua
Cada vez se producen más inundaciones en los barrios urbanos. En buena medida es porque las ciudades no tienen un óptimo drenaje. Las redes de cañerías son centenarias y no fueron pensadas para ámbitos densamente poblados, con edificios por todos lados y con el suelo impermeabilizado. Además, ciudades como Rosario, La Plata o Buenos Aires están asentadas sobre cuencas de arroyos. Pese a que están entubados, el agua tiende a ir hacia esos lugares.
¿Cuánto más podemos retrasar, entonces, el traslado de miles de personas que viven sobre cuencas que indefectiblemente van a sobrecargarse los próximos años (debido a los cambios de uso de suelo y a la mayor violencia de las precipitaciones)?
Hace un tiempo, la cuenca del Arroyo Ludueña, en Rosario, era una zona de pastizal salino con humedales. Hoy avanzan, en una parte, urbanizaciones para barrios de clase media-alta y, en otro, viven muchas familias que están en una situación vulnerable, expuestas a las inundaciones y conviviendo con basurales clandestinos. Cada vez que hay mucha lluvia, sobrevienen las inundaciones en esos barrios. Y cuando el suelo se termine de impermeabilizar y esos barrios estén completamente habitados, los problemas van a seguir.
En La Plata, sobre las cuencas que cruzan las zonas de las huertas (aguas arriba) también hay barrios privados que modifican el uso del suelo y tiran sus excedentes a otros sectores densamente urbanizados. En la última lluvia fuerte en la zona, en agosto pasado, las familias productoras del cordón hortícola platense perdieron sus cultivos.
Mover a familias desde un arroyo o reemplazar o mejorar las redes de drenaje de las ciudades, que son cañerías que están enterradas hace cien años, tiene un costo millonario. Sin embargo, en Rosario —y en otras ciudades— se invierte muchísimo en repavimentación o en arreglo de veredas y no se trabaja sobre las redes de drenaje. En el caso de la ciudad de Buenos Aires, que tiene otro presupuesto, las obras de drenaje sí se hacen. Pero en el resto de las ciudades no. Se trabaja en tener ciudades lindas arriba, en las veredas y en el pavimento, y se trabaja poco en la adaptación al cambio climático con respecto a la lluvia.
El costo de no hacer nada, cuando hablamos de prevenir desastres naturales, termina siendo mayor y peor (porque se trabaja sobre la emergencia y sin planificación). Las inundaciones de Santa Fe y La Plata lo demuestran.
Ojalá no sigamos en la pavada de tener discusiones acaloradas en los concejos deliberantes por ver si se abre algún bar o no y discutamos cómo conservar nuestras ciudades vivibles. La adaptación urbana al cambio climático es cada vez más necesaria.
Fuente: Fuente: https://agenciatierraviva.com.ar/menos-cemento-y-mas-verde-para-habitar-ciudades-vivibles/