Justicia es dar a cada uno lo que le corresponde; es decir, en proporción a su contribución a la sociedad, sus necesidades y sus méritos personales.
(Aristóteles, siglo IV a. c.).
El criterio meritocrático como fundamento de la justicia tiene una larga tradición desde Aristóteles, aunque ya alude al criterio de necesidad. En los últimos siglos se ha ido combinando con otros dos tipos de justicia: la igualdad de trato o jurídica, basada en los derechos humanos, y la solidaridad como contrato social colectivo ante las necesidades sociales. Ambos son fundamento de la modernidad liberal o el estado de derecho, así como de la constitución de los Estados de bienestar, con su modelo protector y distributivo basado en la justicia social, tal como he explicado en el libro Cambios en el Estado de bienestar.
Acaba de publicarse una interesante y amplia investigación, DERRIBANDO EL DIQUE DE LA MERITOCRACIA, de Future Policy Lab, que ha dado lugar a un vivo debate, estimulado por el artículo de uno de sus autores, Bernardino León: “Si quieres una auténtica igualdad de oportunidades, olvídate de la meritocracia”. Aquí, en primer lugar, comento algunas de sus características y, en segundo lugar, señalo varios aspectos teóricos sobre los tipos de justicia.
El Informe es una contundente y argumentada crítica contra la meritocracia. Parto del cuestionamiento de la meritocracia como factor (principal) de ascensor social, tal como promete la ideología neoliberal, y como señalan acertadamente diversos artículos, entre ellos, de Elizabet Duval (27/05/22), Lilith Verstrynge (28/05/2022) y Antonio Maestre (29/05/2022). Veamos algunos matices.
Existe un elemento débil en el planteamiento general: el riesgo de quedar en la simple denuncia del esquema meritocrático, sin capacidad para construir una alternativa positiva y realista. El problema se traslada a sobre qué bases justas se rellena esa tarea. Un peligro ante esa dificultad es la infravaloración de ese enfoque crítico y la deriva posibilista que puede conllevar una idea propuesta: ‘toda alternativa se forja con una alianza de lo nuevo y de lo viejo’. Supone una reinterpretación de la teoría de la contradicción de Hegel donde la alternativa, la síntesis, supera a ambas partes, tesis y antítesis, con algo cualitativamente nuevo aunque conserve parte de ellas. Ahí está la diferenciación en el grado de reforma o de ruptura de lo nuevo respecto de lo viejo, entre lo que se renueva y lo que se conserva.
En este caso, ese criterio supone mantener algo del sentido de la meritocracia, sin apuntar un marco y una práctica alternativas y realistas, es decir, a una síntesis superadora de la contradicción igualitarismo/meritocracia. Se quedaría en un simple equilibrio intermedio. Pero entonces no hay ruptura del marco individualista de la simple reciprocidad esfuerzo / recompensa.
Desde luego, el pensamiento crítico e igualitario no se debe asimilar solo a ‘denuncia’, sin alternativa constructiva positiva y real. Una vez criticado el mito de la meritocracia como legitimación de las desigualdades distributivas y de estatus, veamos el sentido de la meritocracia real. Se trata de analizar lo que puede ser justo respecto del esfuerzo individual para combinarse con los otros tipos de justicia en un marco sociohistórico y estructural más amplio y superador del marco del individualismo neoliberal.
Los fundamentos meritocráticos de la equidad como proporcionalidad
Desde Aristóteles hay que valorar la equidad como proporcionalidad entre mérito y reconocimiento o estatus social y, por tanto, valorar el esfuerzo individual. O sea, la desigualdad de recompensas materiales, socioculturales y simbólicas sería legítima si es por el motivo exclusivo de los distintos méritos individuales en condiciones iguales. Esa legitimidad se ha tergiversado, sobre todo, con el individualismo abstracto neoliberal y el sistema de reparto desigual, con la acumulación de ventajas y desventajas institucionales y estructurales; se reparten desigualmente, haciendo abstracción de las diferentes posiciones de poder, condiciones socioculturales y trayectorias de los individuos y grupos sociales que dificultan la igualdad de oportunidades para esa carrera meritocrática. Por tanto, aparte de ese dopaje hay que valorar los otros factores que explican las desiguales trayectorias en la movilidad social, que no solo son las derivadas de la herencia, tal como se detalla en el Informe citado.
El Informe trata del escaso papel de la meritocracia como ascensor social, sobre su limitada función en la movilidad social ascendente, en contraposición con otros factores anclados en la desigualdad por la herencia o el patrimonio, los apoyos y condiciones familiares, sociales, socioculturales, étnicas o de género… Todo ello modifica los distintos puntos de partida y de desarrollo en la carrera del esfuerzo individual, supuestamente libre y con igualdad de oportunidades, y condiciona las trayectorias meritocráticas, académicas o sociolaborales, base de las clases medias ascendentes y, especialmente, de las élites.
No obstante, sí hay que valorar e incorporar componentes meritocráticos, o sea, el esfuerzo individual y su correspondencia de reconocimiento y remuneración. Es el criterio de ‘equidad’ como proporcionalidad al (auténtico) mérito individual. Pero para ser justos hay que considerar todas las ventajas y desventajas (de herencia, trayectorias y condiciones) que tienen los distintos individuos y grupos sociales, por clase social, sexo, raza-etnia…
Igualmente, hay que cuestionar la jerarquía valorativa entre distintos trabajos que ha ido imponiendo la estructura capitalista, por ejemplo infravalorando el trabajo doméstico, reproductivo o de cuidados… y la propia solidaridad humana, no mercantilizada, o sobrevalorando la titulación académica.
Desde otro punto de vista, las diferencias o desigualdades derivadas (sólo) del mérito individual y no de la posición social ventajosa, son legítimas; es más, podríamos decir que son las únicas causas de legitimidad de las desigualdades individuales distributivas y de reconocimiento, sin que se trasvasen a otros ámbitos familiares o sociales. La distribución de reconocimiento y remuneración debe tener en cuenta lo aportado, es decir, exige equidad o reciprocidad valorativa entre el esfuerzo y la recompensa, salarial, de calificaciones académicas o de estatus.
Lo que hay que desmontar es el ventajismo o desigualdad comparativa en que se valoran los distintos comportamientos, así como regular la distribución de bienes y servicios y el reconocimiento social y combinar los tres tipos de justicia: equidad como proporcionalidad con la meritocrática real; igualdad de trato, universalista y sin discriminación y garantizando condiciones básicas comunes, e igualdad sustantiva, pública y privada, para adecuar las prestaciones y servicios públicos y privados a las necesidades sociales desiguales y compensar mediante acciones positivas las desventajas relativas inmerecidas.
En el informe de Future Policy Lab lo más débil es el planteamiento alternativo que deja la solución en la ‘herencia universal’, que recoge de T. Piketty, una especie de renta básica universal e igual para todas las personas cuando la política redistribuidora y compensadora de las desigualdades debe ser más multidimensional atendiendo a esos tres criterios. Es decir, la garantía de la igualdad de oportunidades es más compleja y multilateral, y la justicia no se puede reducir al ámbito del esfuerzo individual, ni tampoco desconocerlo. Ni solo incorporando el segundo tipo de justicia, la igualdad de trato.
Es necesario aplicar otro criterio, el solidario, que tiene una dimensión social y comunitaria como contrato colectivo adecuado a las distintas necesidades vitales a lo largo de las diferentes trayectorias y condiciones sociales. La distribución y el reconocimiento para ser justa debe combinar esos tres criterios de la justicia.
Tres tipos de justicia
Se pueden sintetizar los tres tipos de justicia: solidaridad o igualdad sustantiva; igualdad jurídica o derechos humanos, y méritos o equidad. Históricamente, aparecen dos tipos o ámbitos distintos de la justicia como igualdad, anticipados en la cita inicial de Aristóteles: 1) la solidaridad respecto a las ‘necesidades’ individuales o grupales, con el objetivo de la igualdad real; 2) la proporcionalidad ‘equitativa’ de las recompensas (incentivos y reconocimientos) en relación con las ‘contribuciones’ o los ‘méritos’. Le añadiremos un tercero, central en la modernidad: 3) los derechos básicos como ser humano o la igualdad jurídica fundamental de todos los individuos (o ciudadanos).
El primer tipo de justicia, la correspondencia de los bienes con la necesidad se puede contemplar como fundamento de las relaciones familiares o de amistad, del pacto intergeneracional de los adultos respecto de los niños y ancianos, así como de la reciprocidad en las relaciones de pareja; de manera más institucional, es la base normativa de una parte de la acción protectora de los modernos Estados de bienestar, de la solidaridad de los activos hacia los pasivos, de la aportación en situación de actividad para la cobertura de necesidades durante la inactividad (por edad, enfermedad…).
Está amparado en el reconocimiento de la ciudadanía social en el contexto del pacto keynesiano o el contrato social de reciprocidad intergeneracional y de grupos sociales para hacer frente de forma mancomunada a los riesgos sociales (enfermedad, paro y vejez). Y se da por supuesto la contribución masiva en el empleo y los impuestos y las obligaciones cívicas.
En particular, se aplica, sobre todo, para el sistema de salud y muchos servicios sociales: la pertenencia a determinada sociedad permite el derecho a recibir la atención y las prestaciones imprescindibles que se ‘necesitan’, independientemente del nivel contributivo o meritocrático concreto, para asegurar la salud.
En un sentido más general, se fundamenta en el valor de la solidaridad (la ‘fraternidad’ de la ilustración francesa), también interrelacionado con la igualdad y la libertad. Más allá de las grandes transformaciones en el ámbito familiar y en las bases de la solidaridad ‘orgánica’, y lejos del optimismo del predominio de los lazos de cooperación entre los individuos y grupos sociales, este criterio de justicia como respuesta a la necesidad individual o social todavía existe en muchas relaciones interpersonales. Igualmente, fundamenta una parte de las responsabilidades y garantías institucionales de protección social de los Estados de bienestar, particularmente centroeuropeos y del norte socialdemócrata.
El segundo tipo, basado en la distribución proporcional al mérito, representa el sistema habitual de remuneración en el empleo: salario igual ante trabajo igual, pero proporcional a la cantidad o calidad –productividad- del trabajo, aspecto central en la remuneración empresarial y en la justificación liberal y marxista. Así, el derecho obrero a disfrutar del producto de su trabajo era valorado por Marx como ‘derecho burgués’ y conllevaba una pugna por la distribución más equitativa respecto de las ganancias del capital.
Pero, también, esta forma distributiva es la base del sistema (contributivo) de pensiones, con una prestación mensual proporcional al nivel contributivo previo, aunque indefinida en cuanto cubre todo el tiempo del riesgo de la vejez hasta la muerte. Igualmente, son contributivas otras prestaciones, como las de protección al desempleo.
Este sistema está completado, ante la ausencia de ese derecho y la existencia de necesidad, con otra parte de subsidios o rentas básicas no contributivos, como el Ingreso Mínimo Vital (IMV) cuya justificación se basa en el tercer tipo de justicia.
Por otro lado, la meritocracia, la recompensa proporcional a la aportación realizada o méritos demostrados, es también fundamental en el sistema educativo, como reconocimiento equitativo de las credenciales que corresponden a un nivel de esfuerzos, habilidades, competencias o capacidades alcanzado. Aunque la educación es un derecho universal (y un deber, en la etapa obligatoria), su acceso se basa en la igualdad de oportunidades y se asocia al siguiente tipo de justicia.
Existe un tercer tipo de justicia, la igualdad distributiva asociada a los derechos humanos: la igualdad de trato, sin discriminación, y la existencia de unos derechos básicos, individuales y colectivos. Ambos aspectos son dependientes de la dignidad del ser humano y como reconocimiento del vínculo social. Superados los criterios premodernos de linaje o de casta, se ha ido implantando progresivamente –con el precedente del derecho romano- la igualdad jurídica o ante la ley, los derechos civiles y políticos. Se empezó por los ‘propietarios’ y los varones o cabezas de familia, originarios de un país determinado, y se amplió a los llamados derechos humanos universales y a la moderna ciudadanía social.
Por tanto, no deriva del nivel de aportación del individuo a la sociedad. Consiste en asegurar unas condiciones mínimas de supervivencia, participación cívica y productiva e integración social y cultural. No hay exigencia de contraprestación proporcional o de mérito individual. No obstante, se dan por supuesto las relaciones de reciprocidad general dentro de un contrato social (o nacional) y los equilibrios globales entre derechos y deberes u obligaciones. Tiene sus fundamentos en la igualdad ante la ley de todos los individuos, igualdad jurídica, y en el derecho a unos bienes básicos, como ser humano y/o partícipe de una sociedad. Son fuente de la libertad y la autonomía individual, en el contexto de los vínculos cooperativos en la sociedad.
Deslegitimar la desigualdad
Siguiendo los estudios sobre desigualdad de Branko Milanovic, uno de los expertos mundiales más prestigiosos, el lugar de nacimiento explica más del 60% de la variabilidad en las rentas globales. Los niveles de renta de los distintos países son tremendamente diferentes y constituyen el principal factor para explicar la desigualdad global. Su ciudadanía y el nivel de renta de sus padres explican por sí solos más del 80% de los ingresos de una persona. El restante 20% se debe, por tanto, a otros factores sobre los que el individuo no tiene control (género, raza, edad, suerte) y a factores que sí puede controlar (esfuerzo o trabajo duro).
Esta explicación de la renta personal deja bien claro que la porción debida al esfuerzo personal es muy pequeña respecto a la posición en la renta global, aunque tiene mayor impacto respecto a la posición dentro del propio país.
Así que los esfuerzos individuales, la buena actuación económica del propio país y la emigración son las tres maneras en que las personas pueden mejorar su posición en la renta global. Esta mención demuestra el poco peso que tienen en la distribución a escala global los derechos básicos así como los incentivos directos derivados de la meritocracia o los trabajos personales. No es de extrañar la amplia percepción, incluso en EE. UU. y Europa, de una grave situación de injusticia, condicionada en su expresión, entre otras cosas, por la profunda fragmentación social, la gran diversidad cultural y de los procesos de legitimación política, los distintos itinerarios por países y las dificultades de la solidaridad a nivel mundial o en ámbitos regionales, como el europeo.
La posición liberal puede justificar una desigualdad creciente y muy amplia, en la que las ganancias adicionales recaigan desproporcionadamente sobre los ricos y grupos privilegiados, siempre que se produzca alguna ganancia, aunque sea muy modesta, en la renta de los pobres o grupos subordinados. Es el proceso convencional de legitimación del capitalismo que se basa en que todas las personas mejoren sus condiciones vitales desconsiderando el incremento de las distancias entre los diversos grupos sociales y, por tanto, no valorando el aumento de la desigualdad de condiciones, oportunidades y poder… aunque haya una mejoría relativa respecto de la situación anterior y de las generaciones pasadas.
La cuestión es que ese ascensor social en el que los grupos de arriba subían tres escalones, los de en medio dos y los de abajo uno, mejorando todos respecto de su situación anterior pero empeorando los de abajo en sus desventajas comparativas, con una posición ambivalente de los de en medio, se ha truncado con la crisis socioeconómica. Y ante la frustración y la indignación popular que produce ese empeoramiento vital y sus expectativas descendentes la ideología neoliberal vuelve a poner el acento en el mito de la meritocracia individual, en la salida del esfuerzo y emprendimiento personal que también lleva, mayoritariamente, a un callejón sin salida. Sólo cabe la acción transformadora igualitaria, con el fortalecimiento de la justicia social.
Antonio Antón. Profesor de Sociología de la Universidad Autónoma de Madrid.
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.