Quisiera hablar de ti a todas horas en un congreso de sordos, enseñar tu retrato a todos los ciegos que encuentre. Quiero darte a nadie para que vuelvas a mí sin haberte ido. J. S La primera vez que la vi era yo un niño y su imagen entre azulosa y blanca, imperturbable, vista desde […]
enseñar tu retrato a todos los ciegos que encuentre.
Quiero darte a nadie para que vuelvas a mí sin haberte ido.
J. S
La primera vez que la vi era yo un niño y su imagen entre azulosa y blanca, imperturbable, vista desde la carretera que va a las alturas de Quintero, me conmovió de una extraña manera. Todavía recuerdo las risas desatadas de mi padre y mi hermano mayor cuando, en ese eterno y confuso aprendizaje de las palabras, les dije, en relación a los barrios que todavía rodean ambiciosamente el lugar donde ella vive: ¿papá, esos son los que llaman barrios vaginales?
No sé si fue porque casi siempre que la veía era domingo en la quietud de las primeras horas de una ciudad empedernidamente bohemia como es Santiago de Cuba, o cuál otro de sus dones, pero verla, desde lejos, invocaba para mí un misterio que hasta hoy perdura. Me volví a reencontrar con ella muchos años después, cuando el Socialismo cubano era, como nunca antes, fe de contumaces irreductibles y románticos, y desde entonces sé que hasta que mis huesos sean parte de las sombras de un árbol le voy a amar.
Que la Universidad de Oriente fue y sigue siendo un sueño de libertad y democracia, nacido de la lucidez de la rebelión, es algo que se puede saber por la genealogía de la ciudad en que existe, también por quienes en ella han amado, sufrido y luchado. Hay cosas que vienen, que nacen de estirpe y de sudor propio. Su linaje es el de la luz.
Sus padres fundadores -mecenas, profesores y primeros estudiantes- reivindicaron la disidencia que nace de la ciencia y la conciencia, de la pasión y del pensamiento, de la idea, y eso fue desde el principio: un surco. En él germinaron, si cabe, por segunda vez, y tuvieron aquí cobija, aula y patria los republicanos españoles que derrotados recalaron en nuestras tierras. Es una historia ignorada por sus actuales estudiantes -ni una placa breve les recuerda-, puede también que por muchos de sus profesores, pero hay en esa presencia de ellos, y en la del cubanísimo claustro al que se integró aquel puñado irredento, un jalón de honestidad intelectual, decencia y consecuencia con las ideas que perdura y explica muchas cosas hoy.
Aquí también, en desafío abierto, se reunieron liberales y comunistas, intelectuales conservadores y revolucionarios, cubanos, a hablar y pensar -pensar, pensar, siempre pensar- en Martí, justo en el año en que su nombre se puso otra vez en los labios de la Revolución: 1953.
Son dos datos de cualquier prólogo que se pueda hacer de la Universidad de Oriente, porque como se sabe, en sus aulas, sus aceras, sus bancos, bajo la sombras de sus árboles, el anonimato ha sido sinónimo de grandeza, la humildad destino, todo lo demás pedestre vanidad. No es necesario listar sus nombres, el de ninguno de ellos, ni el de tantos que han sido enteros y cada día para los otros dentro de ella a lo largo de más de seis décadas, tampoco de quienes absortos en sí mismos, no supieron darse a nadie. En definitivas, la fisonomía de una Universidad no se puede delinear de sus contornos arquitectónicos, ni de los nombres de sus catedráticos, de sus rectores y rectoras, ni de los premios honoris causa concedidos, tampoco de los yerros que en ella, o en su nombre se cometen, por el contrario, su rostro, su imagen total, es el mosaico abrupto y roto de los éxitos y fracasos, las angustias y dolores, la imaginación y los sueños de quienes en su interior aprendieron la vocación de herejía del humanismo y luego se desperdigaron por el mundo para hacer y volver a ella, siempre una vez más, incluso por las peligrosas sendas de la nostalgia, o el escarnio. Todo esto puede ser un dato de su auténtica trascendencia.
Se puede aún hoy, descubrir las huellas de las mareas que le han inundado, implacables, turbias, dadoras de vida, o de lo contrario, o de los torrentes que han salido de su interior indetenibles a la ciudad y al país, al mundo: ahí está la ceiba que reunió en las tardes a los cemíes impávidos y tiernos que cayeron luego ensangrentados; o su escalinata, hecha a manos, sudor, lágrimas y entusiasmo de sus estudiantes y profesores, sus demiurgos torpes; su cancha deportiva y los ruidos de lo que en allí se ventiló sin gloria por una vez y para siempre; el salón de lecturas de su biblioteca y lo que en ese espacio se probó; o la enorme osamenta de su valiosísima colección de libros; el repertorio tenaz de la Revista Santiago, sus colaboradores, la ausencia de aquel número que sucumbió en el bagazo incandescente de un horno de central y que al ver su cuerpo enjuto, sorprende tanto valor y saña; o la porfía contra el mundo de unos pocos detrás de cada centro de investigación nacido; o los pasos vacilantes, con su vara y su jolongo, del único trabajador que queda de los que estuvo cuando las cucharas y el hormigón crepitaban en la construcción de la Universidad. Pocos de los que alcancen a reparar en él creerán que no sea más que un viejo harapiento y quizás loco que deambula a ratos por allí. No es ni una cosa ni otra. Valdría la pena quizás declarar su nombre, no lo haré, pero él es nuestra memoria más humilde y entera, y se pierde.
La Universidad de Oriente fue tomada y reconquistada más de una vez por sus estudiantes, y por lo que hay en ellos de Revolución, porque la Revolución ha sido siempre de los más jóvenes y como los jóvenes, o deja de ser. La hicieron palenque de las esperanzas de su tiempo y para saber hasta dónde llegaron en ese empeño se pueden abrir incluso las gavetas de la mesa del salón de reuniones del Rectorado, mirar dentro y encontrar otra vez el testimonio subversivo e iconoclasta de su presencia, a lápiz, o bolígrafo, ocultos pero reales, como metáforas, escritos están los nombres, las declaraciones, visibles las afiladuras de puntas, las caligrafías insurgentes, las cuentas y otras urgencias de aquel día en que ellos estuvieron allí reunidos. Aunque ahora ya nadie sabe en cuáles coyunturas se sentaron en éste sitio, con cuánta ilusión y entrega, con cuánto valor, dejaron su marca como una profecía. Es otro dato, de la osadía, del devenir de los tiempos, del interés en el poder sólo si es para para hacer la Revolución.
Verdad es que después la hicieron grande en extensión, que cargó consigo espacios y memorias no menos imprescindibles y nobles, pero la que empuja y moviliza, más allá de los mares, allende las rupturas, la de la huella en el recuerdo, la del símbolo que irradia -y eso se sabe muy bien estando lejos- sigue siendo la porción pionera y pequeña, allí late, por lo menos para muchos, el corazón de la Universidad de Oriente.
En los edificios de la Facultad de Economía, de Química, de Ciencias Sociales, de Humanidades, de Derecho, de Matemáticas, en el de todas sus carreras y sedes, se ha hecho y aprendido tanta ciencia como en las instalaciones de la residencia estudiantil, también de la solidaridad, de lo humano, de la administración del insomnio, de la amistad, del asombro y de la libertad.
Por eso una vez cada muchos años, como un solsticio errático, sus calles interiores se llenan de poemas que escritos en tiza son indelebles, que en ocasiones son declaraciones de amor, o esquelas desconcertantes que hablan de la muchacha que como era incapaz de amar no supo componer nunca jazz, o de la luna dada en dosis a los condenados a vida, o del silencio, o del hijo del campesino que aquí aprendió a arar en el mar. Hay confluencias difíciles de entender, para hacerlo hay que dominar la clave, el dato mismo de la resistencia de una Universidad y su gente: la alegría. En su sentir está su existir.
De todo eso, y de otras cosas, se ha hecho esa novia que ha sido y es la Universidad de Oriente. Cuando todas las luces parezcan apagarse ella seguirá ahí, despierta, fiel, como que calentará y dará luz su sol mientras creamos en ella, mientras exista algo digno de defender. Eso es ella.
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