Saludamos y recomendamos la reciente edición en Cuba de la novela El Rey de La Habana de Pedro Juan Gutiérrez, convertida en referente imprescindible del llamado «realismo sucio». Estas reflexiones forman parte de un ensayo mucho más extenso en preparación.
Vivo en Centro Habana, en el antiguo barrio de Colón, uno de los centros de la prostitución prerrevolucionaria, en un edificio de los años cincuenta que se encuentra junto a una de las cinco ciudadelas de la cuadra. Desde la ventana de mi apartamento interior, escucho la algarabía de los niños que entran a clases cada mañana en una Escuela Primaria, cuyas aulas puedo ver desde la ventana de mi cuarto. Pero entre la escuela y mi edificio hay una ciudadela. A veces, en la madrugada, llega un hombre borracho y le pega a su mujer. No la conozco, pero escucho los golpes, los gritos, las malas palabras, y me siento agraviado.
Hay diferentes maneras de querer la ciudad, diferentes estéticas, o quizás diferentes maneras de constatar un hecho: la realidad admite siempre otra interpretación. Si algo me desconcierta de los predicadores evangélicos de barrio es esa ingenua presunción de que la lectura que hacen de la Biblia , es La Lectura , que entre el texto y el oyente no media más que un significado, aquel que confirma la aseveración hecha; a la lectura -en su doble sentido, como acto de reproducción mental o a viva voz de un texto, y como interpretación–, le sigue el concluyente «palabra de Dios». Ignoran que ese texto alberga diferentes interpretaciones.
Durante la pasada fiesta cederista en ocasión del 28 de septiembre, bajé a compartir con mis vecinos, porque en realidad llego cada día tarde a casa y tengo poco contacto con ellos. El hombre que estuvo recogiendo en mi edificio el aporte de cada familia a la fiesta colectiva, me dijo de repente, quizás un poco ebrio, «yo fui quién compró todas esas cosas» (se refería por supuesto a los comestibles de la shopping que estaban en la mesa), «porque me gané la bolita». Los cubanos sabemos que el juego (y «la bolita») son ilegales en el país, pero que muchos siguen los conteos por estaciones latinoamericanas o miamenses de radio, y participan de apuestas internas.
Cada nuevo edificio rescatado o construido en la ciudad me alegra como si hubiese dispuesto en mi casa un mueble nuevo. La Habana es un lugar recurrente en la literatura y las artes contemporáneas. Jorge Fornet, en un polémico e inteligente ensayo sobre lo que llama literatura del desencanto lo explica así, a propósito de la obra narrativa de uno de los autores cubanos más exitosos en el mercado internacional:
» La Habana ha conservado, multiplicado, un extraordinario valor simbólico: su nombre. En los años noventa, un editor de la experiencia y olfato de Jorge Herralde decidió publicar, en un mismo volumen, tres colecciones de cuentos de Pedro Juan Gutiérrez. Y le dio el nombre de Trilogía sucia de La Habana (1998). Poco después, el mismo autor publicaría El Rey de La Habana (1999) (…) Si por una parte borró sus peculiaridades para igualarla a cualquier urbe pobre latinoamericana, la singularidad encerrada en el nombre es la que la hace cautivadora y fascinante. ¿Se imagina el lector un libro titulado, pongamos por caso, Trilogía sucia de Managua ?, ¿o, El Rey de San Pedro Sula ? Tal vez el lector lo imagine; el editor no. La Habana tiene un logo con alto valor en el mercado, que encierra una atractiva paradoja: la hace distinta, incluso cuanto más se empeñe el autor en difuminar esas peculiaridades».
Que esa ciudad símbolo sea tratada, expuesta, como lo sería Managua o San Pedro Sula, es lo que cautiva la sensibilidad cínica finisecular. Es un placer morboso: después de cuarenta y ocho años, al terminarse un siglo e iniciarse otro, que la numantina ciudad sea condenada a ser lo que era al inicio de su inaceptable rebeldía, pero en ruinas. El Mito que había nacido en 1959, parecía retornar al punto de partida y avanzar en dirección opuesta. Desde Barcelona, Iván de la Nuez sentencia:
«Hay, en todo esto, algo de eterno retorno al momento previo a la Revolución en el que los cubanos eran simples objetos de todas las miradas, y no el sujeto en que la Revolución inicialmente los convirtió. (…) Nuestro hombre en La Habana [novela de Graham Greene escrita en 1958] es el inicio de un círculo absoluto que va desde los cubanos como objeto hasta los cubanos como objeto. Es la última obra sobre el cubano como objeto de la mirada, en la época inmediatamente anterior a la Revolución , y es, por eso mismo, el paradigma del regreso de esa mirada en los años noventa».
Los mismos coches, los mismos edificios ahora en ruinas y en las aceras cuarteadas, los mismos nombres de tiendas y bares. En cualquier rincón del barrio de Centro Habana -otrora centro comercial de la capital–, una mano de pintura deteriorada deja entrever no el anterior, sino el nombre primigenio, quizás un anuncio de alguna marca ya desaparecida, jeroglíficos modernos que testifican la existencia de otro país, desconocido para dos terceras partes de la población. Pero en realidad, lo que advierte De la Nuez es aún más grave: esos visitantes provienen de sociedades escépticas, desinformadas, soberbias, y si nos miran hoy como objeto, como paisaje urbano es, sobre todo, porque han perdido la capacidad de ver. Porque no quieren ver. Los visitantes -después de una década de indigestión mediática deconstructora–, vienen de Europa y de Norteamérica para confirmar lo que creen saber, conversan en una esquina con un pillo, se dejan estafar, se acuestan con una puta – Una prostituta en La Habana , podría ser también el título de una novela, si Amir Valle no hubiese ya explotado ese filón de mercado, usando un término más local y por eso más redituable, el de Jineteras (prostitutas hay en todas partes)–, y se van tranquilos, después de «constatar» que la isla Utopía no existe.
Claro que De la Nuez diluye tanto el concepto de «intelectual de izquierda» que en él cabe cualquiera; porque existe una izquierda revolucionaria que sigue viéndonos y defendiéndonos como sujetos de la historia. Una izquierda que no pretende reproducir modelos inexistentes, pero que sabe que los procesos revolucionarios que hoy existen en América Latina son hijos de Cuba. Pero lo importante, desde luego, no es si nos ven de una forma o de otra -siempre pendientes de la mirada ajena–, sino cómo nos vemos nosotros, y en este punto creo que la respuesta será diferente, si hemos roto o no -como individuos–, con la Revolución.
Po r otra parte, en sectores intelectuales se abrió desde la primera mitad de los años noventa un fuerte debate en torno a la historia. Tres fechas marcaron de manera oportuna la discusión: 1995, centenario de la caída en combate de José Martí; 1998, centenario de la intervención norteamericana en la guerra hispano cubana; y 2002, centenario de la instauración de la República. Y una que las antecedía y determinaba a todas, dotándolas de un sentido histórico nuevo: el derrumbe en 1991 de lo que se llamó el campo socialista. Una tendencia revisionista de la llamada historia oficial de la Revolución se enmascaró entre quienes abogaban con razones plausibles a favor de una comprensión de la historia más abarcadora, que superara sectarismos u omisiones. Para la restauración del capitalismo era necesaria una nueva mirada al pasado, que repusiera en sus antiguos pedestales a los representantes de la tradición liberal. La literatura de la restauración ha acumulado ya una profusa lista de títulos, desde Cuba: fundamentos de la democracia. Antología del pensamiento liberal cubano desde fines del siglo XVIII hasta fines del siglo XX , que compilara Beatriz Bernal y prologara Carlos Alberto Montaner en 1994, hasta los más recientes ensayos «históricos» de Rafael Rojas.
En dos circunstancias al parecer favorables se apoya la operación: el sentido pendular de la sensibilidad social, cansada de una retórica y dispuesta a construir otra que al menos parezca nueva y el hecho de que más de la mitad de la población cubana creció o nació después de 1959. Los promotores y cultivadores de ese «revisionismo» de intenciones marcadamente políticas, tratan de acaparar para sí los resultados de brillantes historiadores revolucionarios que desentumen los estudios del pasado sin guiones previos. Pero ese pasado -revisitado con una mirada más amplia, liberada de sectarismos y falsos conceptos seudomarxistas–, también iluminaba las razones de un proceso que sorpresivamente había saltado por encima del muro que la caída del Muro había establecido.
Cuando leí la novela El Rey de La Habana , al principio me desconcertó su extrema descontextualización de la vida nacional, y la atribuí al interés comercial de que cualquier lector pudiese hallar en sus páginas un fragmento de su ciudad. Después comprendí que la intención del editor -como apunta Fornet–, era más sutil: La Habana es hoy Managua. Ese tratamiento despectivo tiene un escenario privilegiado: el barrio de Centro Habana, lugar de pobreza, pero más que nada, como advierte el crítico literario, imagen de decadencia: «Su atractivo para la literatura (y el cine cubano y extranjero, que lo han explotado hasta el cansancio) radica precisamente en que allí, en esos palacetes y grandes mansiones derruidas, se resume una historia de decadencia y caída».
Existen, desde luego, diferentes formas de mirar y describir la pobreza. El excelente y atípico documental -por su cercanía a la ficción–, de Fernando Pérez Suite Habana (2003), se desarrolla también en Centro Habana. Usufructúa, sin dudas, ese contraste entre el esplendor pasado y la decadencia actual de las construcciones de principios de siglo XX, ya por cierto devaluadas en 1959, pero enfoca su narración en personajes pobres que se revelan espiritualmente ricos. No aspiro a que mi lectura de la película coincida totalmente con la del director; pero en realidad eso es secundario, porque ya no le pertenece. De alguna manera cada quien ve -como suele decir el propio Fernando–, lo que lleva dentro. En un artículo que publiqué en los días de su estreno capitalino en Juventud Rebelde, escribí:
» La Habana que representan guarda secretos de espiritualidad, de ternura, y revela caminos desconocidos. (…) Los que solo ven casas maltrechas, viejos carros y rostros apesadumbrados no entienden esta ciudad, este país único. No conocen las claves humanas, individuales y colectivas, de la resistencia, de la creación. No han visto cómo se estrella la furia del mar contra la ciudad-roca. En un salón de baile, en la azotea de una humilde casa, en un teatro, en una escuela, en una iglesia, en un estadio de pelota, en un centro nocturno, se cumple algún sueño cada día, cada noche, y se fundan otros. Es una ciudad que aprendió a soñar, y a luchar por sus sueños».
Fernando Pérez, el director más creativo de la última década del cine cubano, presenta en Suite Habana una paradoja artística. Una mirada atenta sobre la pequeña cotidianidad devela la grandeza de lo humano, y descubre lo épico en lo íntimo, lo extraordinario en lo ordinario, incluso en lo mediocre. Para el crítico Dean Luis Reyes, este es, no obstante, el lado débil del filme: «Lo cierto es que no debieron ser tan puros los seres de su película, como faltos de demonios (…)», dice, y añade que ello permite que sea reivindicada por «la vieja izquierda». Término temible, estigmatizador.
El crítico, inconforme, denuncia el pecado original: Fernando pertenece a una generación «que cumplió sus rituales de iniciación en los años 60 cubanos» lo que implica la asunción de una actitud vital de «fiero humanista». ¿Cómo salvarlo de esa fatal desviación? Suite Habana es, dice él, «la expresión de una angustia errática, de una honestidad que ansía rebelarse frente al estado de cosas y a seguidas quiere rectificar, aducir que todavía puede ser la concordia». Sólo pensándolo contradictorio consigo mismo -contradicción entre el creador y el mortal (aunque parezca increíble este crítico supone que el creador es o debe ser «realista», mientras que el mortal puede permitirse el lujo de ser romántico, o «idealista»)–, es decir, desgarrado en dos, entre la verdad (que para él es: el mundo es feo, insalvable) y la mentira (que es: el mundo es hermoso), puede salvar a Fernando. Salvarlo, pero no absolverlo: «El creador es sobre todo un hombre capaz de emular con Dios, pero ello no lo absuelve de sus idealismos».
Suelo aceptar todos los caminos en el arte, porque lo que importa es el caminante y su capacidad para descubrir ángeles. Si Santiago Álvarez, un documentalista con el que se formó Fernando, encontraba a sus héroes en el fervor de la epopeya colectiva, Fernando los descubre en la intimidad de sus vidas. Decir que no pueden ser repetidas las soluciones artísticas de Santiago Álvarez constituye una perogrullada: los clásicos siempre son irrepetibles, y de ellos siempre se aprende. Y quien los reduzca a fórmulas, fracasa. Fernando, que ya es un clásico aunque nos depare aún nuevas sorpresas, lo sabe.
También son diametralmente opuestas las descripciones de Pedro Juan Gutiérrez y de, por ejemplo, el filósofo español Carlos Fernández Liria. Ambos se sitúan en una azotea centrohabanera, miran lo mismo y ven cosas distintas, sobre todo porque el segundo se propone expresamente ver no sólo lo que iguala a la pobreza, hállese donde se halle, sino lo que la diferencia en un país como Cuba. Y no es poco, ni superfluo. La apoliticidad de Gutiérrez es programática: sin reparar en horizonte alguno, la descripción minuciosa, naturalista, lo lleva a omitir, concientemente, cualquier dato que disloque su lógica. Si Reynaldo, el personaje de la novela El Rey de La Habana , vivía «al minuto», porque olvidaba lo sucedido en el minuto anterior y no pensaba en lo que ocurriría al minuto siguiente, la mirada de Gutiérrez, el autor, a ras de suelo, describe un universo minúsculo, detallista y carente de esencialidades. No es extraño entonces que el mundo empiece y acabe en lo físico inmediato: la pared en ruinas y el cuerpo humano. Dos tópicos del arte contemporáneo. El sexo, despojado de sentimientos (también, por supuesto, la droga), es acaso el instante de gloria que no precisa ni de pasado ni de futuro. Los personajes de Gutiérrez no piensan, solo sienten la vida en sus formas primarias: olores, deseos, instintos. Los de Fernández Liria -y se refiere también a los centrohabaneros–, razonan, todo el tiempo argumentan y razonan. «No creo que haya habido en la historia muchas otras sociedades en las que el espacio político y la argumentación estén tan vinculadas como en Cuba», escribe.