Escoger un regalo para alguien de la tercera edad es siempre un reto a la imaginación y la fantasía. La gestión puede complicarse si el obsequio es para Carlos Alberto Montaner, –un escritor y periodista hispano-cubano-norteamericano avecindado en Madrid desde 1970, dueño de una agencia de prensa, coautor del polémico ensayo Manual del perfecto idiota […]
Escoger un regalo para alguien de la tercera edad es siempre un reto a la imaginación y la fantasía. La gestión puede complicarse si el obsequio es para Carlos Alberto Montaner, –un escritor y periodista hispano-cubano-norteamericano avecindado en Madrid desde 1970, dueño de una agencia de prensa, coautor del polémico ensayo Manual del perfecto idiota latinoamericano–, quien lleva más de 40 años ejerciendo el oficio de difamador contra Fidel Castro y la revolución cubana, y presume de hacer temblar a políticos en España y América Latina. Por eso no puedo menos que mostrar mi frustración en este artículo. Pese a ingentes y costosas gestiones, no pude conseguir a tiempo ninguno de los tres probables regalos que había elegido para obsequiarle en ocasión de su 63 cumpleaños. Echémosle, sin embargo, un vistazo a las opciones.
La primera: un ejemplar con cubierta empastada y autografiado del libro «Fidel Castro, biografía a dos voces», resultado de cien horas de conversaciones del director de
Un amigo francés, a quien le había confesado mis intenciones, se prestó a interceder con Ignacio Ramonet. Le reservábamos una tarea nada fácil. Tendría que emplear todo su encanto, sus dotes diplomáticas y quizás arriesgar el capital de su amistad para lograrlo. Se trataba de conseguir que el entrevistado lo autografiara sabiendo cual sería el destino final del libro. No sé a ciencia cierta si Ramonet asumiría tamaña empresa o si finalmente conseguiría o no la firma de Castro. Lo cierto es que no se produjo la «aparición» del libro antes de la fecha del onomástico, y yo corrí a refugiarme en esa coartada. Para los incrédulos -que nunca faltan- sólo me queda decirles que yo me aferré a lo que reza el refrán: «no hay peor gestión que la que no se hace».
Me entristece no haber podido complacer al viejo Carlos Alberto. A juzgar por el estado de salud de ambos, es poco probable que logre sobrevivir al gobernante cubano. No creo que haya un regalo que Carlos Alberto aprecie más que ese. No es mentira que casi cincuenta años de su vida han estado ligados a Fidel Castro y, aunque -por su trabajo como activo de prensa de la CIA-, a escrito decenas de artículos tratando de desacreditarlo, de enfermarlo y de matarlo, lo cierto es que siente una admiración secreta por él.
En todo caso -quizás por aquello de que no hay ninguna figura política viva que provoque la curiosidad antropológica que provoca Fidel Castro, como a le gusta decir a Carlos Alberto-, también conoce muy bien el valor que tiene una dedicatoria o un autógrafo del líder cubano. No es casual que -tratando de lograr credibilidad ante sus lectores- colocara en la primera página del primer capítulo de uno de sus más conocidos libros sobre Cuba una foto que el joven Fidel Castro dedicara a su padre, el periodista Ernesto Montaner, un 29 de mayo de 1955.
Inicialmente había pensado regalarle un ejemplar del libro «El mérito es vivir», escrito por el periodista oficialista Luis Báez, pero tengo la impresión de que a Carlos Alberto no le iba a sentar bien. Ese libro habla de los fracasos de la CIA en sus numerosos intentos de asesinar a Castro y regalárselo habría sido como mostrarle una cruz a un vampiro.
Un amigo venezolano que conoce lo delicado de la salud de Carlos Alberto, y mis tribulaciones para conseguir un regalo interesante o útil para él, me animó a viajar a Caracas tras la pista de mi segunda opción. Según me dijo, era algo que Carlos Alberto había estado tratando infructuosamente de comprar en Venezuela a como diera lugar. Se trataba del CARDIODEF, un desfibrilador-monitor bifásico diseñado y construido en Cuba que se había hecho famoso en la llamada Misión Barrio Adentro por haber salvado la vida a pacientes venezolanos que sufrieron paros cardíacos en lugares tan insospechados y estrechos como un elevador, el pasillo de un cerro de Caracas o un autobús. Estaba seguro que el corazón viejo y fatigado de Carlos Alberto me lo agradecería pero, lamentablemente, no lo conseguí.
Mi tercera elección era más del orden sentimental que práctico: un trozo original y legítimo del Muro de Berlín. Yo estuve al tanto de lo que sufrió Carlos Alberto, la medianoche del 9 de noviembre del año pasado, cuando descubrió que un trozo del Muro, que guardó durante 17 años en su escritorio, se había convertido en arena por obra y gracia de los hongos y las bacterias. Infelizmente es tal el mercantilismo que se ha desarrollado en torno a los supuestos trozos del Muro -en Berlín me timaron en dos ocasiones- que decidí no hacerle ese regalo por miedo a hacer el ridículo. Nada, que le he quedado debiendo el regalo a Carlos Alberto.
Que tal si, para cuando vaya a cumplir sus 64 años, puedo regalarle ese ejemplar esquivo de