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Aznar ante la historia

Morir a tiempo

Fuentes: Rebelión

Hace ahora treinta y un años, el presidente Allende se dirigió a los chilenos en el último mensaje radiofónico de su vida. Entre otras muchas cosas, dijo: «Seguramente Radio Magallanes será acallada y el metal tranquilo de mi voz ya no llegará a ustedes. No importa. La seguirán oyendo. Siempre estaré junto a ustedes. Por […]

Hace ahora treinta y un años, el presidente Allende se dirigió a los chilenos en el último mensaje radiofónico de su vida. Entre otras muchas cosas, dijo: «Seguramente Radio Magallanes será acallada y el metal tranquilo de mi voz ya no llegará a ustedes. No importa. La seguirán oyendo. Siempre estaré junto a ustedes. Por lo menos mi recuerdo será el de un hombre digno que fue leal con la Patria.» Poco después, aquel 11 de septiembre de 1973, Don Salvador se descerrajó un tiro, impidió que los sediciosos lo humillaran y aprovechó la ocasión para morir como el valiente que siempre fue.

La muerte, ese paso definitivo desde la luz a la oscuridad, ejerce una atracción mágica para los que aquí se quedan. Yo diría más: si acontece de manera violenta y rodeada por un halo de sacrificio, se incrusta en el imaginario colectivo y su protagonista pasa a ser un personaje vivo de la historia, incluso si carece de nombre, como sucede con el miliciano español alcanzado por las balas franquistas que la cámara de Robert Capa inmortalizó en nuestra guerra civil. Es un héroe.

El cono sur de América, tan violento siempre, está lleno de finales heroicos así. Dicen que el Che, frente al militar boliviano que le descargó la ráfaga de ametralladora, no pestañeó. Ernesto Guevara tenía también el temple de los dioses, como Allende. Permítame el lector una digresión futurista que, desde luego, no deseo por nada del mundo: estoy seguro de que Fidel Castro, en un trance similar frente al hipotético atacante de Cuba, escogería asimismo la muerte por encima de una supervivencia sin honor. En cambio, los ejemplos opuestos son ostensibles: el nefasto Manuel Noriega no tuvo agallas suficientes para utilizar un arma contra sí mismo y estropearle la fiesta a Ronald Reagan cuando éste destruyó Panamá. Tuvo miedo, al igual que años más tarde lo ha tenido ese otro dictadorzuelo que fue Sadam Husein. Ambos son ahora sólo una anécdota insignificante en los periódicos.

Morir a tiempo es un privilegio que pocos aprovechan. Debe ser duro, no lo niego, desenfundar la pistola, encañonar la piel junto a las cejas, sentir el frío del metal y reunir fuerzas para apretar el gatillo.

Un último ejemplo: el 11 de marzo de 2004, cuando en su fuero interno José María Aznar tuvo claro que los casi doscientos muertos de la estación de Atocha se debían a la complicidad de España en la guerra sucia de Irak y que él era el responsable teleológico de aquella sangre inocente, perdió asimismo la extraordinaria ocasión de pegarse un tiro en la sien y manchar las paredes de la Moncloa con las salpicaduras de su cerebro. No habría sido un final glorioso de gran estadista, porque sólo mueren con dignidad quienes son dignos, pero al menos hubiera pasado a los anales como un político con sentido de la justicia compensatoria. En el más puro estilo faccioso y al igual que Pinochet, Aznar eligió escurrir el bulto para no afrontar las consecuencias de sus actos: lo negó todo, sigue vivo y coleando y, con ello, ha destruido la imagen virtual de su personaje, que había preparado con tanto esmero. En la hora suprema, el soldadito manipulador con ínfulas de general y sed de medallas se arrugó. Y, para más castigo, ha decidido no retirarse del todo: su voz chillona seguirá cotorreando desde la presidencia honorífica del Partido Popular. Qué cruz.

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