Una de las formas de medir tu paso por España es hacerlo de acuerdo a la época de sus toreros. Quienes lo hicieron en la tensa y convulsa década del veinte, con sus crisis y dictaduras que presagiaban la gran tormenta, tuvieron la suerte de venir al menos en la época dorada de Juan Belmonte […]
Una de las formas de medir tu paso por España es hacerlo de acuerdo a la época de sus toreros. Quienes lo hicieron en la tensa y convulsa década del veinte, con sus crisis y dictaduras que presagiaban la gran tormenta, tuvieron la suerte de venir al menos en la época dorada de Juan Belmonte y Joselito el Gallo, que en esos tiempos dictaban cátedra en el arte de matar un toro; eran los años en que con la vida en una maleta, se llegaba a Cádiz o a Barcelona en vapor, después de semanas en el Atlántico, saturados ya del azul en los ojos, de vino tinto, de alcohol y mareos en el cuerpo, y de Charleston en la cabeza.
Cuando la tragedia de España entristeció al mundo en la década del treinta, y cuando los hombres de buena voluntad, los románticos y soñadores, eran capaces todavía de echarse la adarga al brazo y venir de cualquier parte del mundo a defender las causas justas y a proteger al hombre del hombre, lo hacían en la época de Manolo Bienvenida y de Domingo Ortega. De aquella época nos viene la fibra lacónica y existencial de Hemingway, la desesperanza, el sentimiento de fracaso e impotencia, como un aviso de que el mundo jamás volvería a ser el mismo. Los que vinieron en la década del cuarenta, cuando en Europa se sentenciaba el gran oprobio y en España campeaban el hambre y la revancha, al menos tuvieron la fortuna de coincidir en los momentos de Manuel Rodríguez, «Manolete», ese castellano impávido e inmutable que toreaba los toros como si la muerte no existiera.
Cuando un aire fresco y esperanzado volvió a recorrer el mundo con su Mayo parisino y su Quebrada del Yuro; en España otros grandes eran capaces de dignificar el rito de la muerte como El Cordobés o como Dominguín. En lo personal, a mí me tocó llegar en una edad chata y post-moderna, prácticamente oscura, en que la globalización aniquila sueños, lenguas y culturas, en que la razón no vale para nada, la imagen es todo y la sociedad se empecina en reducir a las personas en objetos para consumir y de consumo. Quizás la domadura de potros broncos, y los saltos de payasos y toros con los testículos apretados sea la gran fiesta agrícola del futuro globalizado, regado todo con litros de Coca Cola y kilos de hamburguesa o patatas fritas. Pero en España, en cambio, siempre estuvieron los toreros para enaltecer la profundidad del misterio de la vida y de la muerte. Yo vine en la época de otro grande, en la época de José Tomás, que ha hecho del sacrificio al toro una tarea de estética y talento.
Digo esto porque un extraño halito, un manto hipócrita y farisaico se ha enseñoreado en la mentalidad post-moderna, como si cualquier vida se viviera igual o cualquier muerte diera lo mismo. Sin ánimo de pontificar sobre el significado y la importancia de los antiguos ritos taurinos en la cultura mediterránea, básicamente significaba el derecho a la muerte con honor y en beneficio de los vivos. Hoy no es así; en tiempos en que la vida y la muerte valen nada, en Irak en Israel en Afganistán, somos testigos a diario de como las personas pueden morir en un abrir y cerrar de ojos por un misil teledirigido sin saber que ha sucedido, o como mueren sin darse cuenta de donde proviene la muerte, ametrallados desde un helicóptero Cobra o Apache, por una orden satelital de un general cinco estrellas oculto en su oficina del Pentágono.
Seguro que muchos hubieran clamado por estar en una plaza de toros y tener el derecho a ver la muerte de frente, o que el matador tuviera que jugarse literalmente el pellejo para eliminarlos. También he estado al calor de un asado o barbacoa como les llaman aquí, y a mis amigos perfectamente progresistas jamás les ha importado como muere un lechón tierno de tres meses, o una ternera recién destetada o un novillo con un ignominioso y cobarde golpe eléctrico. Ni hablar de la vida y la muerte de las aves que perecen en verdaderas cadenas industriales para el sacrificio, en bandejas de líquidos con electrolitos. Siempre habrá vida, muerte y sacrificios, ningún agricultor bajo ningún sistema criará animales para que se mueran de viejos junto a ellos, es irreal; ese es otro desvarío de la cultura globalizada, urbana y postmoderna, desarraigada por completo del contacto con la naturaleza, que requiere para su salud mental de altos niveles de higiene y de asepsia, de una buena cuota de simulación y mirar para el lado, que prefiere la muerte estéril de los supermercados, donde las criaturas envasadas asemejan una lata de cera para pisos o el último frasco de lavavajillas, y donde la carne refrigerada siempre estará disponible en la nevera.
El meollo de este problema consiste en valorar la vida humana y animal en toda su dimensión, incluso de las especies más mínimas -¿o son menos importantes las vidas de un mero, de un pulpo o de una gamba?- lo que distingue es el valor que le entregamos a cada vida y eso se traduce en el homenaje y en el respeto que le conferimos en el momento de su muerte, en la reverencia que sostiene el sacrificador por el sacrificado, ahí radica el misterio de la vida y de la muerte, o de los que mueren para que otros continúen viviendo.
Sin dudas, la fiesta de los toros, con sus ritos, con su estética y sus normas (que también pueden ser humanizadas por cierto), con sus pasodoble de acordes morunos llenos de mística y misterio, con sus maestros matarifes que estudian durante años la mejor manera de sacrificar un toro -no con un fusil automático ni con una picana eléctrica, desde luego- nada tienen que ver con los «festejos populares», aquellos horripilantes esperpentos de barbarie y ensañamiento que si debieran ser prontamente eliminados. Esto puede ser una visión extremadamente exótica, que me granjeara de seguro la repulsa de mis amigos; de todas maneras, no le den tanta importancia, es apenas la opinión de un inmigrante.
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